CAPÍTULO XXXIII

La ruta hasta el pueblo había resultado muy complicada. Incluso habían tenido que esquivar una zona del bosque, un área de árboles arrancados y tierra removida, ante el insistente pitido del contador Geiger. Después de siete años, aún había sectores con una radiación muy elevada, islas envenenadas que salpicaban una naturaleza que resurgía de sus despojos.

Ante esos sectores marchitos, Nikolái y Ekaterina iban adquiriendo conciencia de que se jugaban la vida a cada paso. Al menos hacía rato que habían dejado de escuchar disparos, y no se veía presencia militar por ningún lado. La cacería continuaba más lejos.

Por fin se encontraban a la entrada de Korostik, procurando sobreponerse al impacto de los recuerdos que aquel escenario había despertado en sus memorias.

Los dos de pie, en los umbrales del pueblo, quietos bajo un silencio apenas interrumpido durante años, en el centro de lo que fue la calzada de una vía principal. El contador marcaba un índice de contaminación alto; no debían permanecer allí mucho tiempo.

—Otro reencuentro —susurró Nikolái—. Cuántas veces paseamos por estas calles…

En realidad, costaba trabajo reconocer en aquel conjunto de amasijos y ruinas la huella de la antigua población. Los efectos del estallido en el silo nuclear habían sido aquí más devastadores que la nube radiactiva en Prípiat. Muchas de las casas, construidas en madera, habían ardido hasta los cimientos.

Imaginaron el humo ascendiendo en densas columnas hacia el firmamento, los gritos, las carreras, los cadáveres sobre el asfalto. El cielo en llamas.

Tal vez ya no quedaba nada de la casa familiar de Dimitri, tan solo un nicho en medio de la desolación.

Ekaterina, que no se había enfrentado al abandono cristalizado del entorno de Chernóbil, se veía atrapada por aquella atmósfera de otro tiempo que nunca había experimentado.

—¿Aquí ha vivido Dimitri durante todos estos años? —preguntó conteniendo las lágrimas—. Nunca habría sospechado que existía un sitio tan vacío en el mundo. Es como… si hubieran arrancado las entrañas a este lugar.

—Sí, aquí ha vivido su exilio de la humanidad —confirmó Nikolái—. Cualquiera se habría vuelto loco, pero él sigue lo suficientemente cuerdo como para seguir tus huellas.

—No se merecía esto… —ella se resistía a creer en el horror que los cercaba—. Él, no.

Nikolái estuvo de acuerdo, aunque no sirviera de nada a esas alturas. El daño estaba hecho. Lo único a lo que podían aspirar era a un final digno para aquella pesadilla.

—Yo creo que me habría suicidado —reconoció—. No entiendo qué le ha impedido a Dimitri hacer lo mismo.

Reanudaron su caminar entre los escombros con cuidado de no rozar nada. Nikolái consultaba el contador Geiger cada pocos pasos.

—La esperanza —contestó Ekaterina con aire ausente, mientras paseaba la mirada por cada vestigio de su infancia—. Es lo único que permite mantener la cordura en casos extremos. Instinto de supervivencia, supongo.

Nikolái lo pensó.

—Pero ¿esperanza en qué? —observaba la devastación absoluta que los rodeaba. Recordó, con una punzada de remordimiento, el aspecto grotesco del cuerpo de su amigo—. ¿Qué horizonte puede tener alguien en la situación de Dimitri? ¿Qué es lo que te queda cuando has llegado al límite?

¿Qué hay más allá del abismo?

Ekaterina se había detenido.

—Esperanza en que volviéramos a por él —aventuró—. En que cumpliéramos el pacto.

Ahora ya podrá morir tranquilo, si es que no hay posibilidad de que sobreviva.

—Al final, lo único que te permite seguir viviendo, lo único que te impulsa, son los sentimientos. No se trata de resistencia física.

Ekaterina asintió.

—Mientras mantengas la convicción de que le importas a alguien, puedes afrontar cualquier desgracia. Tú no le has fallado, Nikolái. No le olvidaste en ningún momento. Eso le ha salvado.

Uno no muere, no desaparece del mundo, mientras permanece en el recuerdo de alguien.

Un sonido rompió de improviso la quietud del entorno y cortó la conversación.

De un salto, se pusieron a cubierto detrás de un tabique medio derruido.

Escucharon. Era música.

Música actual. Pop. El hilo de la melodía llegaba tenue hasta ellos, pero en medio del silencio reinante se percibía con claridad.

Resultaba fantasmagórica su resonancia resbalando por las ruinas, deslizándose entre los restos del pueblo.

Los chicos intercambiaron una mirada de incredulidad.

¿Música?

Ahora se escuchó la intervención de un locutor y la sintonía de un emisora.

Alguien había conectado una radio en las inmediaciones.

Un atisbo de civilización en aquel cementerio. Un eco de vida.

Ekaterina señaló hacia el lugar del que parecía provenir el sonido.

—Suena desde allí —calculó, sobreponiéndose al asombro—. ¿Es Dimitri? ¿Nos está llamando?

—Tiene que ser él —Nikolái se había orientado y cayó en la cuenta del edificio que quedaba en aquella dirección—. Nos espera… en la escuela.

Otro rincón que habían compartido; fue en una de sus aulas donde se hicieron amigos. A Nikolái y Ekaterina se les antojó muy oportuno ese escenario para culminar el ciclo; allí surgió la amistad, allí debía concluir si, en efecto, se aproximaba la muerte de uno de ellos.

¿Un sacrificio necesario, un peaje que imponía el destino para que los otros dos pudieran continuar con sus vidas?

Dimitri ya había esperado bastante, se merecía el descanso.

Qué trágico. Pensó Nikolái. Tanto tiempo alejados para terminar con una separación definitiva.

Qué fugaz reencuentro.

Hubieran necesitado tanto tiempo, tantas palabras y gestos que ofrecer a Dimitri por su sufrimiento…

estrella

A través del tabique acristalado del despacho, podía percibirse la actividad frenética de la redacción. La lámina de vidrio que separaba aquel espacio del resto de la oficina vibraba, aunque en su interior el transcurso de los minutos había ido paralizando cada movimiento hasta conseguir enmudecer a los presentes. Nadie hablaba, se limitaban a mirar con fijeza el móvil del inspector, que el policía había depositado sobre la mesa a la espera de la llamada que activaría toda la operación.

Nada más podía decirse ni hacerse.

Incluso el redactor jefe había cesado en su ritmo de contactos y ahora golpeaba con los dedos la superficie de su escritorio, tenso.

Nadie se molestaba en ocultar la ansiedad.

El péndulo de un reloj de pared iba marcando con su oscilación regular una improvisada cuenta atrás que solo servía para enervar todavía más los ánimos. El ambiente comenzaba a hacerse irrespirable, la mañana no dejaba de avanzar.

—¿Y bien? —era tal la crispación que soportaba Motulyak que ya ni sentía el dolor de sus lesiones—. ¿Cuánto tiempo necesita su señoría para autorizar el acceso a un recinto militar?

El inspector se encogió de hombros mientras señalaba su teléfono.

Natalia había empezado a morderse las uñas. De haber podido, se habría escapado con Motulyak rumbo a Itanich, sin aguardar a nadie. De hecho, habían llegado a sugerirlo, ofreciendo la alternativa de una avanzadilla hasta que intervinieran las fuerzas del orden. Pero la propuesta había sido rechazada por su peligrosidad; ahora, el caso de Itanich estaba en manos de la policía, cualquier iniciativa del reportero suponía una intromisión y no podían garantizar su seguridad.

Un súbito timbrazo sobresaltó a los presentes.

La pantalla del móvil del inspector se acababa de iluminar y la vibración del aparato provocaba un zumbido sobre la mesa.

Todos contenían la respiración.

El inspector atendió la llamada. Antes de colgar, se giró hacia los demás y asintió.

Vía libre.

estrella

Allí estaba la radio, sobre una silla desvencijada que alguien había arrastrado fuera de la escuela.

Un viejo transistor sonando a todo volumen en mitad de la calle, vertiendo las notas de una melodía que se disgregaba entre cascotes y residuos hasta diluirse por completo en el silencio que reinaba más allá.

Una reliquia recuperada de vidas que ya eran historia. De un pasado que estaba a punto de escribir su última página.

Música y muerte en Korostik.

Solo Dimitri era capaz de generar aquel conjunto incoherente, maravillosamente absurdo en un entorno así.

Era su reino.

El riesgo de un encuentro con los militares había desaparecido para ellos; su amigo los esperaba, ya no había duda. Acudían a la cita.

Nikolái y Ekaterina se detuvieron al llegar allí. Harto de unos pitidos que se habían vuelto furiosos, el chico lanzó lejos el contador Geiger, que enmudeció al aterrizar sobre unas piedras.

Apenas tuvieron que aguardar unos minutos antes de que la silueta de Dimitri comenzara a distinguirse, tímidamente, bajo el vano de la entrada principal de la escuela, a escasos metros de ellos.

Poco a poco, su figura fue quedando bajo la luz de la mañana en todo su deterioro: encorvado, maltrecho, destruido. Vulnerable fuera del entorno del bosque. Sus pies resbalaban por el firme agrietado. El resplandor no tuvo piedad con ese cuerpo, lo mostró sin tapujos. Pero los amigos sostuvieron la mirada, no exteriorizaron rechazo o aprensión. No retrocedieron.

Solo veían el brillo verde de los ojos de Dimitri. A través de ellos, de su destello palpitante, lo reconocieron. Era él.

Seguía siendo él.

Volvían a reunirse.

Dimitri se había detenido a un par de metros de distancia. Se miraban. Ninguno hablaba ni se movía; la turbación inicial iba dando paso a la conciencia de lo que sucedía. Necesitaban asumirlo.

Estaban juntos.

Él se inclinó para depositar sobre la acera, ante ellos, la matrioska que le había acompañado durante aquellos años de abrumadora soledad. Nikolái y Ekaterina le imitaron en silencio.

La visión de las tres muñecas los emocionó. Los tres lloraban —Dimitri, con un jadeo ronco—, imposible reprimir las lágrimas ante el cúmulo de sensaciones que despertaba en ellos aquel encuentro.

La radio continuaba poniéndole banda sonora al momento. Sonaba una canción de Lady Gaga, Americano cuya letra resultaba singularmente oportuna.

Don’t you try to catch me;

Don’t you try to catch me;

No, no, no, no;

Don’t you try to catch me;

I’m living on the edge of the law, law, law, law.

Ellos seguían sin hablar. No era fácil decidir las primeras palabras, ni siquiera estaban seguros de que Dimitri conservara la voz. Al menos, no había perdido los recuerdos.

Todo resultaba demasiado precario.

—Sentimos tanto lo que te ocurrió… —Nikolái hizo ademán de aproximarse a su amigo, necesitaba llevar a cabo alguna muestra de afecto más cálida. Sin embargo, Dimitri detuvo su iniciativa con un gesto enérgico.

—No… no te acerques… —susurró con esfuerzo, alzando las manos ante ellos—. No te acerques.

Acababan de escuchar su voz.

Su semblante cadavérico exhibía un brillo de felicidad, a pesar de todo. Resultaba tan extraño que aquel cuerpo pudiera emitir alegría…

—Querríamos abrazarte —Ekaterina ignoró la advertencia dando un paso adelante, y Nikolái la secundó—. Hemos venido a por ti. ¡Volvemos a estar juntos!

—Se cumple el pacto —añadió Nikolái—. No te dejaremos aquí. Tienes nuestra palabra.

Dimitri asintió. A continuación, depositó en el suelo un cuaderno de páginas deshilachadas y, temblando, acercó las manos hasta casi rozar las matrioskas de sus amigos.

Los tres lo hubieran dado todo por poder tocarse, sentirse.

—Gracias… —de nuevo, la voz cavernosa de Dimitri llegaba hasta ellos—. Gracias.

Se estaba muriendo. Su último esfuerzo al enfrentarse a los soldados había consumido las pocas energías que le quedaban. Esta vez, sí. Y lo sabía, con una certidumbre que le permitió exhibir aquella serenidad que teñía cada uno de sus movimientos.

La aparición de sus amigos le reconciliaba con el mundo. El dolor no importaba ya; aguardaría el final sin miedo. Se habían encontrado a tiempo.

No estoy solo.

—Yo también debo agradeceros vuestra cooperación.

Aquel comentario sobresaltó a los chicos, quebró la intimidad del momento. Se giraron hacia el lugar del que parecía proceder, un edificio próximo que conservaba únicamente la planta baja. Y allí descubrieron la figura de un hombre uniformado que Nikolái identificó al instante: el coronel Volkov.

El oficial los apuntaba con una pistola mientras terminaba de aproximarse. Se detuvo al lado de los muchachos. Las facciones de Dimitri se habían afilado y sus ojos verdes mostraban una tonalidad gélida, rezumaban odio.

—Sin vosotros —continuó Volkov manteniendo el arma orientada hacia ellos— no habría sido posible capturar a esta aberración que nunca debió existir. Todo va a solucionarse. Bastante daño ha hecho a la sociedad vuestro… amigo.

Ekaterina se le encaró:

—¡Arruinaron su vida!

El coronel sonrió.

—Si ha vivido hasta ahora es gracias a nosotros, niña. Ahora le toca volver con papá… Lleva mucho tiempo jugando y alguien tiene que pagar los platos rotos.

Nikolái, más asustado, se situó junto a Ekaterina, entre el militar y Dimitri.

Esta vez no iban a huir.

—Todo… todo va a salir a la luz, coronel —amenazó, algo vacilante—. Lárguese mientras pueda.

—No tendrá otra oportunidad —le apoyó Ekaterina.

Volkov soltó una carcajada.

—Original estrategia para intentar salvar la vida del Chudovishche. se ladeó para dirigirse a Dimitri: —Si pudiera, te echaría a los perros, monstruo. Qué asco me das. Pero ya te tengo. Se terminó.

Dimitri, quieto detrás de sus amigos, emitió un gruñido.

—Deje… que se vayan —susurró, situándose a un lado para quedar al descubierto—. Aquí estoy. Esto… no va con ellos.

El coronel esbozó una sonrisa aún más amplia que la anterior.

—Ahora ya sí —dijo—. La curiosidad mató al gato.

Encañonó a Ekaterina y, durante unas centésimas de segundo, Nikolái, con el corazón encogido, solo pudo mirar el dedo índice de Volkov que comenzaba a presionar el gatillo.

El tiempo se había detenido.

Iba a disparar. Aquel loco iba a matarla y él no podría impedirlo.

—¡No lo haga, mi coronel! —otra voz se incorporó súbitamente a la escena—. ¡Esto tiene que acabar!

El capitán Arshavin surgía de entre las ruinas acompañado por varios soldados. La música de la radio los había guiado hasta allí justo a tiempo de presenciar aquel pulso.

Sin embargo, a pesar de su aparición, Volkov no había desviado su pistola del rostro de Ekaterina. Ella, no obstante, se negaba a bajar la mirada. Tendría que enfrentarse a su semblante y mirarla a los ojos si pretendía asesinarla.

—¡Capitán, hemos de completar la misión! —contestó entonces el coronel.

Arshavin se vio obligado a levantar su pistola hacia el superior.

—Se trata de civiles, mi coronel. No son el objetivo. Suelte el arma, por favor —insistió—. Esto ha llegado demasiado lejos. No puedo permitirlo.

—¡Yo estoy al mando! Ejecute al Chudovishche capitán —ordenó Volkov—. ¡Está poniendo en peligro a toda la unidad, obedezca!

Los soldados habían dejado de observar a la criatura que permanecía de pie junto a los chicos para asistir, perplejos, a aquel conflicto entre oficiales. No se atrevieron a tomar partido.

Arshavin, por su parte, se negó a acatar la orden. Estaba harto de tantos abusos.

—Suelte el arma, mi coronel. No se lo repetiré.

Volkov fingió pensarlo, aunque no estaba dispuesto a hacerlo; al menos, no antes de considerar como un éxito su misión. Dimitri se dio cuenta por el brillo traidor de sus pupilas. Por eso saltó hacia él cuando el coronel se giraba para disparar. Adivinó sus intenciones, aunque demasiado tarde; su agilidad no fue suficiente para adelantarse a la detonación, nadie logró reaccionar.

Dimitri sintió el impacto en su cuerpo cuando ya se abalanzaba hacia Volkov y cayó. Quedó tendido a medio metro del coronel, sangrando. Pero volvió a levantarse en medio de los gritos de sus amigos, conscientes de que ni siquiera podían ayudarle a ponerse en pie. Dimitri comenzó a arrastrarse hacia su enemigo. El ansia de venganza lo impulsaba.

Volkov lo creía muerto y había soltado su arma para tranquilizar al capitán. Ahora, al percatarse de lo que ocurría, intentó recuperarla, pero Ekaterina alejó la pistola de una patada, mientras Nikolái le impedía apartarse. No hubo tiempo de más; para cuando el capitán Arshavin quiso intervenir, Volkov ya sentía en una de sus piernas el contacto letal del Chudovishche.

Dimitri le agarraba de un tobillo; aquello era una sentencia de muerte.

El coronel aulló de dolor al sentir cómo la quemazón iba ascendiendo por su cuerpo, cómo parecía fluir por sus venas un torrente de fuego que le abrasó por completo en cuestión de minutos. Se desplomó y en el suelo recibió, ahora sí, el mortífero abrazo de su adversario. La piel de Volkov burbujeó al sufrir la brutal exposición radiactiva, su organismo empezó a consumirse a la vista de todos.

Ninguno de los presentes alcanzó a moverse mientras duró aquella ejecución. El espanto los paralizaba, los mantenía hipnotizados. Mientras tanto, a través de las calles del pueblo fantasma, la música de la radio continuaba con su ajena melodía, ahogada por los gemidos cada vez más débiles del coronel.

De pronto, la canción que sonaba se interrumpió para dar paso a la voz del locutor:

«Últimas noticias: el diario Ukraina Moloda acusa en su edición de hoy a varios altos oficiales del ejército ucraniano de estar detrás de una conspiración para ocultar la verdadera naturaleza del incendio que devastó Itanich en 2004… La policía de Kiev inicia en estos momentos una operación para detener a todos los implicados…».

Volkov agonizaba, pero aún llegó a escuchar aquel mensaje que sentenciaba sus años de dedicación al proyecto Fénix. El sabor de la rendición amargó su final. Lo último que vio fue la sonrisa lúgubre de Dimitri sobre él. Exhausto y malherido, el Chudovishche se apartó de los restos del oficial y se desplomó en el suelo, junto al cadáver de su cazador. No fue capaz de llegar más lejos.

Su respiración iba debilitándose a cada segundo. Acababan de contemplar su actuación final. En un nuevo guiño de su tragedia, nadie podía aproximarse a él para intentar calmar su dolor.

De nada habría servido; la vida se le escapaba.

Hacía frío. Nikolái se quitó la cazadora para tapar a Dimitri. Él y Ekaterina se habían arrodillado a su lado.

—Ya estamos juntos, Dimitri —insistía Nikolái con cariño—. Hemos vuelto por ti.

—No te hemos olvidado —Ekaterina se acercó un poco más y se agachó hasta que su cara y la de Dimitri estuvieron a la misma altura—. Te queremos.

Nikolái mostraba su matrioska, que había recogido del suelo.

—No te vamos a dejar —prometió—. Esta vez no. Ahora estamos todos.

Los ojos verdes de Dimitri se cubrieron de lágrimas. Sin embargo, la emoción que iluminaba su semblante se apagó súbitamente.

—Perdón… —murmuró entonces—. Yo no quise matar a los campesinos… Perdón… Ellos se interpusieron… —ocultó el rostro entre sus manos—. Tenía tanto miedo…

Dimitri no había aludido ni a los militares ni a los cazadores, cuyo acoso le había obligado a defenderse. No, era la muerte de los otros civiles lo que carcomía sus entrañas más que la propia radiación.

—Luchabas por tu vida —afirmó Ekaterina—, no tienes de qué disculparte. Quienes te hicieron esto son los verdaderos culpables. Y lo pagarán.

—Tú eres bueno —Nikolái estuvo a punto de abrazarle—. Por eso estamos aquí. Eres bueno, tienes que creerlo.

Las pupilas de Dimitri no se apartaban de sus amigos. Ellos le transmitían ese calor del que se había visto privado durante años. Nikolái y Ekaterina compartieron su mirada hasta que, de un modo suave, el chico se fue precipitando hacia el último aliento.

Sus párpados se cerraron y en su rostro se suavizó aquella sonrisa desencajada por el dolor y los remordimientos.

Alguien apagó la radio.

Todos contemplaban con solemnidad su figura tumbada sobre el asfalto. La muerte había devuelto la armonía a su semblante, un atisbo del chico que fue brotaba de aquellos restos.

Nikolái y Ekaterina no se movieron, velando así el cuerpo de su amigo. Exhibían una mueca triste en la que se distinguía, sin embargo, cierto consuelo. Habían llegado a reunirse, Dimitri no había muerto en soledad. Lo había hecho rodeado de sus amigos, recordando los viejos tiempos.

Se cogieron de la mano.

El pacto de las matrioskas se había cumplido y los culpables empezaban ya a pagar por la injusticia cometida.

La maldición de Itanich había terminado.

estrella

El general Petrov se hallaba sentado en su despacho, con la mirada extraviada. No lograba hilvanar ni sus propios pensamientos.

Acababa de colgar el teléfono, tenía sobre el escritorio el periódico del día y su asistente, muy tenso, acababa de comunicarle que la policía preguntaba por él.

—Que esperen en la sala —contestó manteniendo la compostura—. Enseguida estaré con ellos.

Su subordinado cerró la puerta a sus espaldas.

El general suspiró. ¿Quién podría haber imaginado lo que le reservaba ese nuevo día?

Todo había salido a la luz. Todo. ¿Cómo era posible?

Extrajo de un cajón su arma reglamentaria. Comprobó la munición, volvió a colocar el cargador y quitó el seguro.

Con parsimonia, procedió a apoyar el cañón de la pistola en su sien. El contacto frío del metal le advirtió de que ya solo quedaba disparar.

No veía otra opción.

No la había.

Notó el sudor en sus manos, en la frente. La humedad se extendía por todo su cuerpo, la percibió en el dedo que rozaba el gatillo.

Ahora debía reunir la determinación precisa para ejecutar su última iniciativa.

La detonación resonó en todo el edificio.

Su cuerpo quedó inclinado hacia delante, con la cabeza reventada. El estallido de su sangre había empapado el periódico sobre la mesa y salpicó el cristal de la ventana, tiñendo el paisaje que quedaba a la vista. El efecto para los que acudieron al escuchar el disparo era curioso: desde la puerta quedaba ante sus ojos, a través de la ventana manchada, un firmamento rojo.