CAPÍTULO XXXII

Nikolái y Ekaterina contemplaban desde una distancia prudencial la alambrada de Itanich, el mismo punto que emplearan para la incursión anterior. Al margen de algunos vehículos con los que se habían cruzado por el camino —y que, para su tranquilidad, habían desaparecido sin maniobras extrañas—, no habían encontrado ningún otro contratiempo en su ruta hacia el escenario de su infancia.

Al menos, hasta ese momento.

—Está siendo todo demasiado fácil —susurró Ekaterina—. No me gusta.

Nikolái tuvo que reconocer que opinaba lo mismo.

—Hasta ahora nos hemos movido con un coche que los militares no tienen registrado —intentó razonar—. Tampoco era fácil que adivinaran nuestro movimiento hacia la doctora Irina Sokolova. Quizá los hemos sorprendido —concluyó—. Nos hemos anticipado con nuestra reacción cuando solo empezaban a sospechar.

El hecho de que hubieran renunciado a ponerse en contacto con Motulyak también dificultaba la labor de los espías.

Pero ¿aquellos argumentos eran suficientes para justificar la apariencia pacífica del entorno que había rodeado su fuga?

Pronto lo sabrían.

—No podemos detenernos —Ekaterina asumía que habían alcanzado un punto sin retorno—. No tendremos otra oportunidad de comprobar si Dimitri sigue vivo.

Nikolái estuvo de acuerdo. Cada vez más acorralado por el ejército y a punto de sucumbir a su propio deterioro, no habría más ocasiones de acercarse hasta aquel amigo que parecía volver de la muerte solo para decir adiós.

Ahora o nunca.

Una patrulla de ronda surgió en ese momento ante sus ojos y, poco a poco, se alejó siguiendo el trazado de la alambrada. Los chicos se habían encogido tras unos árboles y así se mantuvieron hasta que pasó el peligro.

—¿Preparado? —Ekaterina confirmó que tenían vía libre.

Llegaba el momento.

—Voy primero.

Nikolái no aguardó a que ella respondiera a su aviso y se lanzó hacia la alambrada. No quería pensar, le aterraba la perspectiva de que le ocurriera algo a Ekaterina. Ya la había perdido una vez, no soportaría un segundo alejamiento. Se centró en Dimitri como único motor de sus pasos.

Comenzó a escalar la alambrada como la última vez, aunque la mochila que llevaba a la espalda y el anorak restaron agilidad a sus movimientos. De nuevo, bajo la atenta vigilancia de su amiga, logró alzarse sobre el tramo final de filamentos espinosos gracias a las ramas que asomaban desde el otro lado. Las heridas del vientre parecieron quejarse de sus contorsiones con pinchazos de dolor que él ignoró. En cuanto logró encaramarse a la copa del árbol, ya en terreno prohibido, Ekaterina siguió sus pasos.

Minutos más tarde, se encontraban los dos pisando terreno militar.

Ambos se volvieron hacia la espesura del bosque que se abría ante ellos.

—¿Crees que está allí? —Nikolái se esforzaba por dar crédito a la asombrosa teoría que había motivado su segunda intrusión en aquel territorio.

—Sí —ella fruncía los labios—. Nos ha estado esperando. El tiempo se acaba y él lo sabe.

Pero su voz sonaba trémula. No era miedo lo que ascendía por su garganta; era emoción.

Tampoco el frío los afectaba.

Nikolái abrió su mochila y extrajo de ella el contador Geiger, que ofreció un nivel elevado de microroentgen por hora, pero fuera de niveles nocivos para un corto espacio de tiempo.

Comenzaron a caminar hacia el parque infantil. La radiación fue aumentando de intensidad conforme se adentraban entre los árboles. De vez en cuando se detenían para comprobar si algún ruido diferente se filtraba bajo el silencio de aquel bosque quieto, donde empezaban a percibirse los primeros indicios de desolación. Captaron sonidos, sí, pero fueron incapaces de determinar si eran fruto de la sugestión o si realmente ya habían dejado de avanzar solos por la espesura.

Aquella posibilidad no frenó su marcha; la cita era ineludible. El riesgo, también.

—No va a ser fácil encontrar a Dimitri si no acude al parque —susurró Nikolái—. Puede estar en cualquier parte.

—No hará falta buscar mucho —Ekaterina escrutó la masa de ramas y troncos que se alzaba a su alrededor—. Él nos encontrará.

Continuaron avanzando sin hacer ruido hasta que vislumbraron la silueta de los columpios entre la vegetación. La radiación seguía aumentando, pero el contador Geiger no advertía con su pitido de la amenaza de cotas dañinas.

Comprobaron los alrededores por última vez —silencio, murmullo de ramas mecidas por el viento— antes de acceder al parque. De nuevo se encontraron con aquel cuadro de decadencia que no se había rendido a la naturaleza ni al tiempo. No obstante, las plantas iban colonizando aquella isla, y matorrales y hierbas habían brotado por todos los rincones. El óxido seguía devorando las piezas metálicas.

—Aquí estamos —susurró Ekaterina—. Ahora falta la tercera matrioska.

—Me siento observado —Nikolái procuraba contener los latidos de su corazón, que habían empezado a desbocarse—. No estamos solos.

Resultaba difícil confirmarlo en aquel bosque, donde la vida palpitaba de un modo tan desvaído.

Fueron transcurriendo los minutos. Nada. Ni desplazamientos ni ruidos.

Silencio.

Sobre sus cabezas, un cielo gris.

El aullido leve de las ráfagas de aire.

Entonces se escuchó un chasquido que cortó la respiración de los chicos.

Una pisada. Había sido una pisada.

Ellos no se movieron. ¿Y si se trataba de los militares? Decidieron correr ese riesgo; su amigo podía suponer también el mayor de los peligros, al fin y al cabo.

No tenía sentido titubear.

El contador Geiger inició entonces una sucesión de pitidos que se hacía más insistente a cada segundo. El nivel de radiación no dejaba de elevarse.

Poco después, una silueta encorvada comenzó a hacerse visible, muy lentamente, entre los árboles. Como un fantasma que surgiera de las profundidades. Ekaterina buscó la mano de Nikolái y la estrechó entre las suyas. Clavaban la mirada en aquel perfil que iba quedando al descubierto. Se esforzaron por vencer su impulso de retroceder, la conmoción agudizaba su inquietud.

Estaba ocurriendo.

Después de siete años, después de una presunta muerte.

Después de tantas muertes.

De pronto, una detonación quebró la atmósfera, retumbó en el aire rasgando la paz del bosque y con ella la escena, que pareció romperse en mil pedazos. Casi pudieron sentir los fragmentos del paisaje. Alguien profanaba la armonía de aquel espacio inerte interponiéndose en un encuentro que no había llegado a materializarse.

Los chicos tardaron en reaccionar, impresionados aún por la visión de Dimitri. Se tiraron al suelo y se refugiaron detrás del tobogán. Otros disparos siguieron al primero. Las balas se incrustaban en los troncos y silbaban por el aire. La silueta oscura había desaparecido, y varios soldados con uniforme de camuflaje se asomaban desde otro sector apuntando en la dirección desde la que había escapado el misterioso visitante. Había unos quince hombres, varios de ellos con trajes antirradiación.

—¡Mierda, nos han seguido! —exclamó Ekaterina—. ¡Hay que salir de aquí, vamos!

Se arrastraron hasta salir del parque por el extremo opuesto al que ocupaban los militares, que parecían más pendientes de no perder el rastro de Dimitri que de ellos. Los soldados surgían por todas partes, se habían separado para cubrir la mayor zona posible y ahora se introducían en la vegetación sin dejar de disparar. Nikolái y Ekaterina corrían ahora agachados entre los árboles, temiendo ser alcanzados por alguna bala perdida. Tropezaban, mantenían el equilibrio y continuaban huyendo. Esquivaban figuras armadas, gritaban, percibían alaridos de dolor a los que no atendían.

Ya habían caído varios soldados. El Chudovishche le estaba defendiendo.

Nikolái se descubrió solo; en medio de la carrera, se había separado de Ekaterina. Desesperado, comenzó a buscarla y en ese instante, al dejarse llevar por un movimiento próximo de la vegetación, se enfrentó cara a cara con la criatura de los bosques: esquelético, descalzo, vestido con ropas hechas jirones y un rostro demacrado, aquel ser lo observaba a través de unos ojos inyectados en sangre cuyos iris, sin embargo, conservaban una tonalidad verde que Nikolái reconoció: era Dimitri.

Dimitri.

Había perdido todo el cabello, y la piel translúcida de su cara, tirante sobre los pómulos, ofrecía el contorno y la sonrisa perpetua de una calavera. Costras de suciedad y sangre seca cubrían aquel cuerpo encogido, y sus manos, con dedos crispados de uñas muy largas, temblaban en el aire.

Dimitri emitió un gruñido amenazador y avanzó un paso. Su boca se abrió mostrando unos dientes ennegrecidos.

Nikolái retrocedió, consciente de que cualquier contacto con él le mataría. El contador Geiger que mantenía entre las manos se había vuelto loco. Tenía que alejarse de Dimitri.

El Chudovishche volvió a adelantarse. La ausencia de uniforme o el hecho de que Dimitri le hubiera visto en compañía de Ekaterina probablemente le estaban salvando la vida. Pero la paciencia de la criatura se estaba terminando, y los soldados acechaban.

Con movimientos muy lentos, Nikolái fue sacando la matrioska de su anorak.

—Soy… soy Nikolái, Dimitri. ¿Te acuerdas de mí?

Alzó frente a él la muñeca, que oscilaba por el temblor de su pulso.

En medio de aquel rostro monstruoso, el chico percibió cómo se abrían esas ranuras verdes donde todavía se vislumbraba un atisbo de humanidad. El Chudovishche se había quedado quieto al reconocer aquel objeto, su respiración entrecortada comenzaba a apaciguarse.

Un militar apareció junto a Nikolái y orientó su arma hacia Dimitri. Nikolái se interpuso, sin pensar que se jugaba la vida con aquel gesto. El soldado le apartó de un culatazo, pero para cuando volvía a apuntar, el Chudovishche ya había desaparecido entre la maleza.

El chico había caído al suelo con el labio abierto y una fuerte conmoción en la cabeza. Recuperó el contador Geiger, que había soltado al desplomarse, y serpenteó por la tierra hasta esconderse, todavía con la mochila a la espalda. Notó el sabor de la sangre que brotaba de su boca y le resbalaba por el cuello. No se detuvo, tenía que alejarse de allí.

Un aullido gutural resonó en la distancia. Se trataba del primer sonido que emitía el Chudovishche y provocó un despliegue general de las tropas en esa dirección.

Lo hace a propósito. Alcanzó a deducir Nikolái. Para alejar a los militares de nosotros.

Él no interrumpió su torpe desplazamiento en sentido contrario. Los disparos y los gritos continuaron, cada vez más lejos. Las inmediaciones del parque infantil dejaron de ofrecer la apariencia de un campo de batalla y recuperaron una calma donde todavía flotaban el eco del peligro… y los gemidos agudos de dolor. Varios soldados se retorcían tendidos sobre la tierra, abrasándose por la radiación recibida al acosar a Dimitri.

Nikolái no podía hacer nada por ellos. Se detuvo para recuperar fuerzas. Resultaba asombroso cómo conducía Dimitri a los militares, cómo los guiaba por su territorio sin que se dieran cuenta. El modo animal en que se había movido su antiguo amigo entre la vegetación le impresionó: se mimetizaba con la nieve y los troncos, parecía orientarse en medio del bosque sin problemas e intuía la presencia de sus cazadores antes de que quedaran a la vista.

Se fusiona con el paisaje, ya forma parte de él.

Nikolái comenzó a susurrar el nombre de su amiga a pesar de la sangre que salpicaba su boca, impuso su llamada sobre los gritos de los agonizantes, que empezaban ya a apagarse. Ekaterina no podía estar lejos. ¿Y si le había sucedido algo? Aquella posibilidad le dolía mucho más que su herida. Tenía que encontrarla.

Maldijo su inocencia. Habían sido utilizados: sin pretenderlo, habían conducido a los militares hasta Dimitri.

—¡Ekaterina! —insistió, cada vez más angustiado—. ¡Ekaterina!

Una mano se posó en su hombro. Era ella, que salía de su escondite entre unos matorrales. Nikolái pasó del susto a un inmenso alivio.

Ya estaban juntos de nuevo. Ekaterina se encontraba bien.

—¡Te han herido! —la chica estudió su labio con delicadeza.

—Tranquila, ya está dejando de sangrar.

Ella le ayudó a levantarse; había que reducir el contacto con la tierra contaminada.

Una vez de pie, Ekaterina se quitó la mochila y buscó en su interior hasta encontrar un pañuelo. Nikolái tuvo que agacharse para que ella pudiera taponarle la herida.

—Le he… le he visto —dijo el muchacho—. ¡Era Dimitri!

—No hables ahora —pidió Ekaterina—. Menos mal que el corte no es profundo…

Pronto logró frenar la hemorragia.

—Era Dimitri… —Nikolái todavía experimentaba la emoción—. ¡Le he tenido a dos metros! ¡Era él!

—Sé que era Dimitri —Ekaterina asentía—. Me ha librado de dos soldados antes de desaparecer.

—¡Pero lo hemos perdido! ¡Y hemos llevado a los militares hasta él!

Ekaterina fruncía el ceño.

—Este es su terreno —dijo—. Y en su tragedia está su poder. Lleva la muerte con él, Nikolái. Vencerá. Sobre todo ahora que sabe que le esperamos. Eso tiene que darle fuerzas.

Como nos las da a nosotros.

—Ojalá —Nikolái calibraba el giro en las circunstancias—. Pero tenemos que irnos de aquí. Dimitri no debe regresar a esta zona. Aquí lo cazarán.

—Tienes razón —ella volvió el rostro hacia un tramo del bosque—. Y ya se me ocurre dónde podemos esperarle.

—¿Dónde?

Ekaterina señaló en una dirección y Nikolái supo enseguida lo que su amiga sugería: más allá de los árboles, a varios kilómetros, se levantaban las ruinas del pueblo fantasma de Korostik.

—Le esperaremos en su casa, si aún se mantiene en pie —dijo ella—. Allí fue donde nos vimos por primera vez.

estrella

Leonid Soloviov era el redactor jefe del diario Ukraina Moloda. Con el rostro congestionado por la excitación, no dejaba de efectuar llamadas telefónicas a diferentes medios al tiempo que impartía instrucciones a sus compañeros de la redacción y mantenía al corriente al director del periódico por otra línea. Los corresponsales estaban sobre aviso. Aquello era una locura, nadie había dormido en toda la noche. En el mismo despacho se encontraban Motulyak, Natalia, la doctora Sokolova y el inspector de la policía que había organizado el dispositivo de seguridad que bloqueaba el acceso al periódico ante la posibilidad de represalias.

—Esto va a ser un bombazo —aventuró Soloviov mientras tapaba el auricular con una mano, eufórico—. Los ejemplares llevan una hora en circulación, hemos duplicado la tirada habitual y nos vamos a quedar cortos. ¡Un bombazo!

El reportero, que llevaba un buen rato ansiando un trago de vodka, no aguantó más:

—¡Son las ocho de la mañana! —la tensión que llevaban soportando durante horas, unida a la falta de sueño, le colapsó—. ¡Hay que acudir a Itanich! ¡Dos jóvenes están en peligro! ¡Tenemos que detener a los militares!

Habían perdido un valioso tiempo mientras se convocaba con carácter extraordinario a varios miembros de la junta del periódico. Los directivos se habían reunido en plena madrugada para valorar las pruebas que aportaba Motulyak antes de hacer pública una acusación tan grave, en la que podían estar involucrados personajes muy influyentes.

Una operación de semejante calibre no debía llevarse a cabo sin una meticulosa planificación, pero el reportero era muy consciente de que cada minuto contaba para impedir que los chicos cayeran en manos de la UEI.

Todavía había vidas en juego.

Motulyak, incapaz de permanecer quieto, observó desde la ventana del despacho el cielo sobre Kiev, que iba ganando en claridad. Hacía una hora que había amanecido; Nikolái y Ekaterina habrían intentado ya acceder al recinto militar para buscar a su amigo. ¡Llevaban muchas horas sin saber nada de ellos!

¿Qué está sucediendo en ese maldito bosque?

El reportero cruzó una mirada desesperada con Natalia, a la que devoraba la misma incertidumbre.

Habían hecho todo cuanto estaba en sus manos. No quedaba sino esperar, aunque para un hombre de acción como Motulyak, aquel lapso de inactividad y desinformación constituía una tortura.

Sentía el peso de cada minuto sobre su cabeza.

—Lo lamento —respondía el inspector en ese momento—. Tenemos a nuestros hombres preparados, pero no nos autorizan a intervenir. Recuerde que, si usted está en lo cierto, esos chicos se encuentran en una propiedad del ejército. No podemos acceder sin un permiso especial. Ahora mismo se está tramitando la orden del juez. En cuanto llegue, entraremos. No escapará nadie, se lo prometo.

—Cualquier ilegalidad que cometamos en este momento —convino Soloviov, que acababa de descolgar su teléfono por enésima vez— podrá ser utilizada más adelante por los abogados de los peces gordos implicados. Entiendo su impaciencia, créame, pero hemos de andar con pies de plomo hasta que la policía tenga vía libre, o arriesgamos el éxito de toda la operación.

El reportero asintió con resignación.

—Espero que no sea demasiado tarde —se quejó a media voz—. Todo este descubrimiento se lo debemos a esos chicos, señores. Ellos son quienes han destapado la conspiración.

—Nadie se atreverá a hacerles daño —opinó el inspector—. Las malas noticias corren como la pólvora. En cuanto se enteren esos cabrones de la UEI de que todo ha trascendido, su única prioridad será desaparecer.

Aquel planteamiento no convenció a Motulyak.

—El coronel Volkov no abandonará hasta que considere terminado su trabajo —vaticinó—. Y eso solo sucederá cuando haya eliminado a Dimitri Lébedev y a los chicos. No se detendrá hasta que lo consiga. Así que más vale que se den prisa.