CAPÍTULO XXX

El interrogatorio continuaba. Ella, exhausta, empezó a flaquear. Su reciente resolución no la había preparado para soportar la presión a la que la estaban sometiendo. Aquellos tipos eran duros y no estaban dispuestos a dejarla en paz.

¿Qué les ha contado a los chicos?

Nada.

Han permanecido con usted mucho tiempo, doctora. Será mejor que sea sincera con nosotros…

Tan solo querían explicarme un trabajo que están preparando para la universidad, eso es todo.

No nos mienta, doctora. Nuestra paciencia va a terminarse… Todavía puede salir de esta si accede a colaborar…

La habían obligado a fingir tranquilidad conforme algunos de sus compañeros, terminada la jornada, acudían al despacho para despedirse hasta el día siguiente. La doctora contestaba a sus colegas, invariablemente, que se quedaría «un poco más» para terminar un encargo pendiente.

Nadie notó nada en su semblante. Quizá porque llevaba años exhibiendo su pesadumbre: el lastre de los secretos inconfesables.

—Son las nueve —comunicó uno de los desconocidos cuando dejaron de asomarse empleados del laboratorio—. ¿Quién quedará en el edificio?

—Algunos técnicos en la planta de arriba y el conserje que controla la entrada —respondió la doctora Sokolova.

En aquel momento sonó el teléfono que descansaba sobre la mesa. Ella lanzó una mirada interrogadora a los hombres que continuaban encañonándola con la pistola.

—Responda —ordenó uno de ellos.

Irina Sokolova obedeció. Perdió la compostura al comprobar que se trataba de una urgencia:

—¡Una empleada acaba de sufrir un infarto!

Se había puesto en pie.

Los hombres dudaron un instante.

—¡Tengo que bajar! —insistió ella. El juramento hipocrático no admitía concesiones.

Los tipos seguían sin decidirse.

—Si no lo hago —añadió la mujer en un tono más bajo—, sospecharán. He de bajar.

Ellos todavía titubearon unos segundos. Terminaron accediendo; no podían permitirse llamar la atención y la situación parecía controlable.

—Iremos con usted —advirtió el que sujetaba la pistola—. No juegue con nosotros… Aún puede salir bien de esta si es inteligente.

La doctora Sokolova todavía tuvo tiempo, en medio de su impaciencia, de despreciar aquella mentira. Lo prioritario ahora era salvar la vida de su compañera.

Salieron en comitiva del despacho y llegaron hasta la zona de recepción. El conserje, visiblemente nervioso, señaló la sala de las visitas.

—La hemos tumbado allí —dijo—. Parece que está muy mal. Ya hemos llamado a una ambulancia.

Se asomaron a la habitación, donde una mujer permanecía tendida en el suelo. Inclinado sobre ella, de espaldas, un hombre la atendía. A la doctora le extrañó no reconocerla.

—Dejen espacio, por favor —Irina Sokolova se precipitó hacia la enferma, separándose de sus captores—. ¿Qué síntomas presenta? —en cuclillas, se dirigió hacia la mujer, que permanecía consciente—. ¿Le duele el brazo izquierdo?

El individuo que la había estado atendiendo se apartó sin volverse, para dejar actuar a la doctora.

Los militares aún llegaron a advertir que aquel hombre llevaba un brazo en cabestrillo antes de que se girara apuntándolos con una pistola.

Lo reconocieron, pero era tarde.

La enferma ya se levantaba del suelo con ayuda del portero mientras la doctora Sokolova, perpleja, se esforzaba en comprender lo que estaba sucediendo.

estrella

Nikolái y Ekaterina permanecían en el interior del vehículo con los ojos cerrados. El sonido de sus respiraciones delataba su insomnio; estaban demasiado nerviosos para dejarse vencer por la fatiga.

Habían decidido que no podían enfrentarse al riesgo que implicaba una nueva incursión en Itanich sin descansar un poco, y mucho menos por la noche. Necesitaban dormir. Por eso, aunque era temprano y su excitación no remitía ante el despliegue de novedades, habían decidido detener el coche en una zona apartada de la carretera, tras comprar bebida y unos bocadillos en una gasolinera a las afueras de Kiev. En cuanto amaneciera, pondrían rumbo al paisaje de su infancia; encontrar a Dimitri era prioritario.

Se aproximaba el momento de destapar aquella conjura. De hacer justicia.

Nikolái sonrió. El retorno a Ucrania estaba suponiendo lo que, sin duda, constituía la experiencia más extrema que viviría en toda su existencia: el reencuentro con Ekaterina, una conspiración que materializaba el sueño de cualquier periodista y, ahora, el descubrimiento de las huellas de Dimitri.

Anheló un final feliz para aquella locura. De momento no se habían cruzado con los espías del coronel Volkov, aunque en Itanich se multiplicaría el riesgo. Tenía miedo, mucho miedo, pero la posibilidad de encontrarse con su amigo presuntamente muerto y la compañía de Ekaterina atenuaron su inseguridad.

Ella no había titubeado a la hora de decidir el próximo movimiento. Había resuelto acudir a Itanich sin la más leve vacilación. Una vez más. «¿Pero es que hay otra alternativa?», había formulado con naturalidad. «Pues adelante».

Lo harían solos. Ni podían ponerse en contacto con Motulyak ni eso hubiera servido de nada; el reportero se había convertido en un imán para los cómplices de Volkov.

Nikolái no pudo evitar preguntarse si la sorprendente aparición de Dimitri habría provocado en Ekaterina algún tipo de pudor con respecto a lo que había pasado entre ellos. Nikolái no había logrado apartar de su mente aquel beso, y ahora volvían a él las dudas.

¿Recuperar el pasado implicaba resucitar viejas rivalidades? Nikolái se avergonzó de sus pensamientos en aquellas circunstancias. Pero la fuerza de sus sentimientos hacia Ekaterina le arrastraba. Llevaba años esperando una oportunidad.

Con infinita tristeza, se percató de que Dimitri llevaba sufriendo en soledad el mismo tiempo. Mantuvo cerrados sus ojos húmedos. Y de aquel modo, envuelto en dudas y remordimientos, se durmió.

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Habían encerrado a los militares en una pequeña habitación sin ventanas que hacía las veces de archivo, dentro de las instalaciones de IC Laboratories. Antes, les habían arrebatado las armas, la documentación, las llaves de un vehículo y sus móviles. Eso les permitiría ganar tiempo mientras decidían sus próximos movimientos.

—¿Y el conserje? —preguntó Motulyak, pendiente de no dejar cabos sueltos.

—Se encuentra abajo —la doctora, que aún no había conseguido sobreponerse a la nueva sorpresa, no entendía nada—. ¿Cómo han conseguido que colabore? ¿Quiénes son ustedes?

El reportero le mostró una credencial falsa de la policía.

—Si se enseña con rapidez, nadie capta la diferencia —justificó—. Le dijimos al conserje que estábamos desarrollando una operación contra el tráfico de estupefacientes y que usted corría peligro. Funcionó.

—Sabemos ser muy convincentes —añadió Natalia—. Y en un caso así, nadie se arriesga a dudar. Fue él quien nos advirtió que usted estaba ocupada con una visita de dos tipos. Imaginamos lo que ocurría.

—Pero… —Sokolova no acertaba a reaccionar.

—Me llamo Motulyak Ravek, soy periodista colaborador del Ukraina Moloda. Ella es Natalia, me ayuda en este caso.

Así que ese gigante era Motulyak Ravek, asimiló la doctora en medio de su estupor. Los chicos habían hablado de él cuando le rogaron que compartiera la documentación secreta. Precisamente era a ese periodista a quien le pidieron que se la entregara si cambiaba de opinión.

—¿Este caso? —Irina Sokolova seguía desconcertada.

Después de años de anquilosamiento, de sometimiento al miedo, en apenas unas horas su vida había perdido el rumbo. Estaba a merced de los acontecimientos. De pronto, todo el mundo parecía conocerla. Había pasado a situarse en el centro de una espiral absurda. Atrapada sin buscarlo.

—Somos amigos de Nikolái y Ekaterina —Natalia le puso la mano sobre el antebrazo para serenarla—, los chicos que han venido a hablar con usted esta tarde. Estamos juntos en esto.

—Trabajamos para destapar la conspiración militar de Itanich —reconoció el reportero—. Pero ahora creemos que esos muchachos corren un gran peligro, y debemos localizarlos antes de que sea demasiado tarde. Tiene que ayudarnos, doctora. ¿Dónde están ellos? ¿Qué les ha contado esta tarde?

Irina Sokolova cerró los ojos, abrumada. Aquella nueva vuelta de tuerca amenazaba con colapsar su propia determinación. ¿Qué más podía suceder? Se dio cuenta de que ya nada importaba. Ella estaba vendida. Las circunstancias transformaban su decisión de difundir lo que sabía en una huida hacia delante. Porque en el fondo ya no había alternativa.

No podía escapar, esconderse. Ya no.

Comenzó con resignación a resumir todo lo que había compartido con los muchachos, alentada por la urgencia que leía en los ojos del periodista.

Conforme iba desgranando la información que había callado durante tanto tiempo, el asombro que reflejaban los ojos de sus visitantes superaba con mucho el desconcierto que ella, a su vez, continuaba sufriendo.

—¿Así que el sujeto sometido al CH-86 es un amigo de ellos? —Motulyak estuvo a punto de soltar una carcajada nerviosa ante aquella burla de los acontecimientos—. Esto no puede resultar más inverosímil…

Irina Sokolova asintió en silencio.

—El coronel Volkov debió de averiguarlo —dedujo entonces Natalia—. Por eso los estaban esperando aquí. Contaban con que vendrían.

—Pero no los interceptaron… —el reportero se esforzaba en entender la actuación de los militares, intuyendo que cada minuto que transcurría dificultaba un desenlace esperanzador—. ¿Por qué? ¡Aquí los habrían arrestado con facilidad! Sin embargo, permitieron su marcha.

—Les interesaba que hablaran con la doctora —Natalia miró a la científica—. Se limitan a seguirlos.

—Claro —ahora Motulyak comprendió la estrategia del siniestro oficial—. Durante años no han logrado dar con el Chudovishche. Esperan que los chicos conduzcan a la UEI hasta él.

—Nikolái y Ekaterina sabrán dónde buscar a su amigo… y de ese modo, sin darse cuenta, lo condenarán —concluyó Natalia.

—Si el sujeto del CH-86 no ha muerto ya —apostilló la doctora—. Dimitri Lébedev tiene que estar en las últimas. Sería un milagro que hubiera llegado con vida hasta hoy. No sé qué puede generar semejante resistencia, pero desde luego no el CH-86. Los niveles de radiación que debió de soportar son letales en el acto y mortales a medio plazo para alguien preparado con la defensa de la versión más evolucionada del CH-86 que yo calculo para el año 2004. Su organismo tendría que haber fallado a mediados del año siguiente, como muy tarde.

Motulyak y Natalia no se plantearon esa posibilidad:

—Las recientes manifestaciones del Chudovishche implican que Dimitri Lébedev continúa moviéndose —opinó el reportero.

—Estoy de acuerdo —apoyó Natalia—. Dimitri Lébedev sigue vivo.

Motulyak volvió a marcar el número de Nikolái. Nada.

—Si no dan señales de vida, será imposible localizarlos —opinó Natalia—. En plena noche, con la unidad de Volkov en alerta y sin conocer el punto exacto por el que se introducirán en el bosque Itanich… Imposible.

—Si de verdad consideran que el sujeto CH-86 puede seguir con vida, la UEI no será su único problema en Itanich —advirtió la doctora—. Dimitri Lébedev se ha convertido en un foco mortal de radiación; aproximarse a él supone un grave riesgo. Al menos —Sokolova se puso en pie—, existe una forma de detener a Volkov. Eso quizá los ayude.

El reportero y Natalia no la interrumpieron, pero sus rostros expectantes hablaban por sí solos.

—Si todo sale a la luz —continuó Sokolova—, ya no habrá secreto que proteger, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —Motulyak aproximó a ella su enorme figura. El dolor del brazo no remitía.

—Podemos desactivar todo antes de que los chicos localicen al Chudovishche. Afirmó la doctora con convicción. —Y entonces los militares no querrán verse salpicados por nuevos delitos. Si no hay nada que esconder, no hay nada que proteger. Abandonarán la persecución.

—¿Pero cómo…? —Natalia contenía el aliento.

Desde el exterior empezó a escucharse la estridencia de una sirena.

—El conserje sospecha algo, ha avisado a la policía —Sokolova exhibía una tímida sonrisa—. El levantamiento del velo ha comenzado. Acompáñenme, saldremos por la puerta trasera —los miró detenidamente, como debatiéndose por última vez ante lo que se proponía—. Guardo en lugar seguro una documentación del proyecto Fénix.