Irina Sokolova permanecía inmóvil como un maniquí, encogida contra un sillón que había girado hacia la ventana del despacho al quedarse sola. Contempló el reflejo de su rostro en el cristal, un semblante prematuramente viejo. Los remordimientos habían trazado su condena a través de arrugas que rompían la suave armonía de sus facciones.
Estoy mirando al fracaso a la cara.
Un fracaso que le devolvía un gesto de amargura. Su propia mueca derrotada.
De nada habían servido aquellos años de destierro.
Hubo un tiempo en que yo era una triunfadora. Pero lo estropeé. Vendí mi alma por ambición.
Me traicioné.
Continuó observando su reflejo en el vidrio. Era el suyo un semblante que hablaba de interminables madrugadas de insomnio, de sueños vulnerables donde las pesadillas irrumpían sin compasión noche tras noche. Hablaba de miedo, de angustia íntima. Un semblante acostumbrado a volverse con frecuencia, esperando descubrir la sombra de un asesino en cada recodo.
Qué arrogancia, concebir siquiera por un instante que podría escapar a su destino, que el tiempo concedería un perdón a su cobardía.
Qué arrogancia, pretender escapar a ese pasado que ahora llamaba a su puerta.
La memoria del mundo se rebela ante la injusticia.
Se secó las primeras lágrimas.
Llegaba el momento de rendir cuentas. Aquel par de jóvenes, con el brillo de sus ojos y su osadía, su incontenible afán por conocer y difundir la verdad, habían resucitado en ella sentimientos olvidados. Disfrutó de la sensación. En su interior, que creía estéril, comenzaba a brotar cierta rebeldía.
Se había negado a facilitar a los chicos la documentación sobre el proyecto Fénix y ahora se arrepentía. La doctora se exigió a sí misma un último gesto noble. Ya era hora de terminar con aquel asunto que había marcado su existencia.
Al final, todo se reducía a un sencillo dilema: apostar por la verdad o por la mentira.
Y ella estaba harta de pagar el precio de una elección equivocada, hastiada de tanta humillación consigo misma.
Quizá por eso, no exteriorizó ningún temor cuando surgió en la penumbra de su despacho aquel par de individuos de apariencia siniestra. Uno de ellos cerró la puerta a sus espaldas y esbozó una sonrisa forzada.
De pronto estaba sola ante ellos. Dos hombres fuertes, serios, trajeados. Con el pelo cortado a cepillo. Militares, probablemente. Un aura hostil emanaba de ellos, un halo que invadió la habitación sin lograr contaminarla.
Porque ahora se sentía fuerte.
A Irina Sokolova la sorprendió la entereza que la serenidad de espíritu generaba en su interior. Miró a los recién llegados de una forma desafiante que desconcertó a los desconocidos. No se esperaban aquella reacción en una científica.
—Tomen asiento, caballeros —dijo con voz firme—. Porque desean que hablemos, ¿no es cierto?
Más allá de las ventanillas, la noche invernal había caído sobre las calles de Kiev. Ekaterina, frente al volante, contemplaba la lenta ascensión del vaho dentro del coche.
Hacía frío, pero no importaba. Casi nada importaba, de hecho. Se sentían demasiado impresionados. El mundo a su alrededor había dejado de girar, el pasado y el presente se confundían ante sus ojos.
Los cristales del coche terminaron empañándose, lo que agudizó aquella sensación de aislamiento que experimentaban; una nube colapsaba su perspectiva, los apartaba de la realidad. Todo se les antojaba lejos, excepto sus recuerdos.
¿Dimitri seguía vivo?
Se habían detenido a las afueras de la ciudad tras distanciarse de los laboratorios. Las últimas noticias eran muy impactantes, necesitaban tiempo para asimilarlas.
No podían seguir conduciendo sin recuperar la serenidad. Ambos sostenían entre sus dedos las matrioskas, convertidas en talismanes ante la dimensión de lo que se cernía sobre ellos.
¿Dimitri vivo? ¿Vivo durante todos aquellos años?
No era posible…
—La familia de Dimitri fue de las primeras en ser identificadas —recordó Nikolái.
—Eso nos dijeron a nosotros también.
Se miraron. Algo sospechoso se intuía en aquella urgencia con una familia tan humilde como la de su amigo. ¿Quién se tomaba ese interés por unos simples campesinos?
Empezaban a encajar las piezas.
—¿Acaso tenían prisa por evitar que nadie hiciera preguntas sobre determinadas víctimas? —Nikolái manifestaba la suspicacia que también había invadido a su amiga.
—Después de una catástrofe nuclear, no es posible seleccionar los restos para empezar las tareas de identificación —opinó Ekaterina—, y ni siquiera creo que puedan reconocerse. Apuesto a que para cuando se empezó a notificar los nombres de los fallecidos, no habían identificado a nadie todavía.
Mintieron al identificar a Dimitri.
Nikolái no acababa de asumirlo; era desolador aceptar que durante años, mientras ellos vivían con tranquilidad en sus nuevas residencias, su amigo se arrastraba por los bosques de Itanich, herido y solo.
Abandonado.
Convertido en un monstruo.
—¿Su tumba está vacía? —Nikolái se resistía a digerir todas las implicaciones de lo que estaban descubriendo—. ¿Qué es lo que fuimos a ver?
¿Ante qué deposité las flores y la fotografía de la despedida?
—Si hubo radiación, no habrá restos auténticos en ninguna de las sepulturas de las víctimas del presunto incendio —contestó Ekaterina—. Todo ha sido un gran montaje. Por eso nadie llegó a ver los cadáveres o, si lo hicieron, estos procedían de otro lugar. Cuerpos sin contaminar.
A lo largo de todo ese tiempo, ellos habían procurado sobreponerse a los remordimientos y las pesadillas desde sus pacíficas existencias. Su regreso a Ucrania, que prometía acabar con aquel sufrimiento, desvelaba, sin embargo, un episodio del pasado mucho más crudo de lo que imaginaban.
Allí habían vivido en el infierno sin percatarse de que Dimitri se iba consumiendo junto a ellos.
—Pero no es posible… —murmuró Nikolái—. No puede ser.
—Dimitri acudía al médico regularmente —Ekaterina recuperaba de su memoria los detalles, a pesar del daño que les ocasionaba cada pieza que iba encajando—. Solía tener problemas de salud y lo vacunaban cada cierto tiempo.
—Pero hay gente así, enfermiza…
—Las personas enfermizas lo son desde siempre. Y Dimitri no fue un niño débil. Se volvió débil.
Nikolái comenzó a llorar; de un modo delicado, suave, como si se esforzara en no molestar. La nostalgia se inundaba de dolor.
—No nos dimos cuenta —susurró con la mirada en el cristal empañado del parabrisas—. Años a su lado y no vimos nada que…
—Nadie lo hizo —repuso Ekaterina—. Ni los adultos, ni sus compañeros del colegio, ni su familia. Nos engañaron a todos.
—Pero él es quien lo ha pagado estos años.
—Mucha gente murió. Mucha gente ha sufrido a partir de entonces. No podíamos evitarlo, Nikolái. Pero tal vez podamos actuar ahora.
Se observaron mutuamente. Sobre la perplejidad que exhibía la chica comenzaba a ganar nitidez el brillo de la resolución.
—¿Qué queda hoy de él? —se preguntó el chico—. ¿De verdad se ha convertido en un asesino?
—Lo dudo —ella se mostraba siempre tan segura de todo…—. ¿Guardaste el plano que hizo Motulyak con los emplazamientos de las víctimas?
Nikolái asintió mientras alcanzaba su portátil del asiento trasero y lo encendía. Minutos después, contemplaban el dibujo de la región de Itanich con las marcas en azul y rojo. También figuraban junto a cada una de ellas el año o la fecha concreta del hallazgo del cadáver, su nombre y una breve descripción del lugar.
—Muchos son soldados —comprobó Ekaterina, que no olvidaba las conclusiones a las que llegara el reportero—. Pertenecientes a la unidad que le ha estado persiguiendo. La del coronel Volkov.
—Así que se defendía —a Nikolái le consoló aquella hipótesis—. Lo único que hacía era defenderse.
—La doctora Sokolova ha dicho que el cuerpo de Dimitri debe de transmitir una radiación extremadamente fuerte —continuó Ekaterina—. Se ha convertido en una especie de generador humano. Supongo que ni él mismo lo sabría al principio. Las muertes de la campesina y del chico que se extravió tuvieron que ser encontronazos accidentales.
¿Dimitri no controlaba su poder de destrucción?
La experimentación con CH-86 habría provocado lesiones muy serias en el organismo de Dimitri, pero ellos se negaron a aceptar que hubiera corrompido su espíritu. Dimitri fue buena persona, era buena persona.
—Espera —Nikolái acababa de tener una corazonada mientras contemplaba el plano de Motulyak; incluso su tristeza quedó en segundo plano—. Ekaterina, ¿cuándo llegaste a Itanich?
La chica pareció sorprendida con la pregunta.
—Aterricé en Kiev el veintiuno por la noche, así que el veintidós de diciembre. ¿Por qué?
—Motulyak dijo que fue precisamente a partir de esa fecha cuando el Chudovishche se ha mostrado mucho más activo que nunca.
—No estarás insinuando…
Nikolái notó cómo sus propios latidos se aceleraban.
—Una de las últimas víctimas murió cerca del hotel Sebastopol, al lado de donde tú dormías —continuó—. Otra, en las proximidades del cementerio donde está enterrado Dimitri, justo la tarde en la que lo visitamos, ¿te acuerdas? Y, respecto a la primera de esta tanda de muertes, ¿qué hiciste el veintidós de diciembre?
Ekaterina lo pensó.
—Primero fui a mi hotel para dejar el equipaje, claro. Y después… intenté llegar a los columpios de Itanich; es lo primero que quise volver a ver, aunque no lo conseguí. Ya sabes, el ejército se ha encargado de impedir el paso con esa barrera…
—Llegaste a la alambrada. Dios —Nikolái se pasó una mano por el pelo; casi no se atrevía a comunicar en voz alta la confirmación de su conjetura—. El soldado Biriukov murió el veintidós de diciembre de 2011 y encontraron su cuerpo… junto a la barrera de Itanich.
Ekaterina se había quedado con la boca abierta.
—¿En serio?
—Flipante —Nikolái alucinaba—. ¿Te das cuenta? El Chudovishche siempre anda merodeando por donde tú te mueves, Ekaterina. No ha dejado de seguir tus pasos… y pareció despertar a tu llegada.
—Yo desperté a la bestia…
Aquella constatación ratificaba la hipótesis de la doctora Irina Sokolova: era Dimitri Lébedev quien estaba detrás de la leyenda del Chudovishche.
Tenía que ser él.
—¿Pero cómo es posible que controle tus movimientos? —Nikolái no conseguía explicar su deducción.
Ekaterina reflexionó.
—Mi concierto se ha difundido bastante en todo el país: televisión, radio, periódicos… Y eso incluye información sobre mi alojamiento. De hecho, el primer día, varios fans me esperaban a la puerta del Sebastopol.
—Entonces, ¿Dimitri tiene acceso a algún medio de comunicación?
—Mira los lugares donde se ha producido cada muerte —señaló la pantalla del portátil—. Se alejan de Korostik, del recinto cerrado del ejército. Es evidente que conoce algún modo de burlar la vigilancia de los militares y la alambrada. Ha tenido que aprovisionarse de alimentos, agua… durante estos años, ¿no?
—La leyenda del Chudovishche también habla de que la alimaña de los bosques roba.
Aquel detalle absurdo de la superstición cobraba ahora sentido.
—Está claro —sentenció Ekaterina—. Dimitri tuvo que enterarse de mi llegada a través de algún medio de comunicación. Aquí en Ucrania se insistió en mi origen y mi verdadero nombre. Tu presencia no puede sospecharla, pero la mía…
—Y te esperó —a Nikolái se le quebró la voz—. Te ha estado… siguiendo cuando has quedado a su alcance. Desde que has venido, se ha estado jugando la vida por verte.
—Madre mía.
Ekaterina se agarró al volante, estremecida. No sabía qué añadir. Nikolái había dado con la clave que explicaba muchas cosas. Poco a poco, la posibilidad de que Dimitri continuara con vida iba ganando consistencia.
Ambos recordaron aquella súbita inquietud que los había asaltado en su visita clandestina a los columpios de Itanich, la sombra que parecía haberlos escoltado hasta que superaron de nuevo la alambrada y aterrizaron en la zona libre. ¿Era Dimitri? ¿Por qué no se había atrevido a delatar su presencia? Nikolái intuyó que no había sido reconocido por su amigo.
—Quería verte antes de morir —vislumbró con una dolorosa lucidez—. Que tú fueras su última imagen.
Antes de que abandonaran su despacho, la doctora Sokolova les había advertido de que la versión del compuesto CH-86 que se manejaba en el año 2004 tan solo podría, como mucho, prolongar la vida del sujeto inyectado, pero no inmunizarlo contra la radiación. Si verdaderamente Dimitri Lébedev se ocultaba tras la leyenda del Chudovishche había vivido mucho más de lo previsible.
Su degeneración debía de ser ya terminal.
Eso justificaba el riesgo que asumía —para él y, como daño colateral, para quien se cruzara en su camino— con cada paso fuera de su territorio. Dimitri albergaba la certeza de que no tendría más oportunidades de cruzarse con Ekaterina; su tiempo terminaba.
El último superviviente de Itanich.
Con él moriría la adolescencia de los tres, el último retazo de aquella otra vida que compartieron años atrás.
—Aún no se ha convertido todo en un sueño —dijo Nikolái.
Ekaterina entendió sus palabras. Asintió.
—Ha llegado el momento de regresar —acariciaba la llave de contacto, como preparándose para esa iniciativa.
—Él sabe que estás aquí. Te estará esperando. En los columpios.
Tenían que acudir antes de que fuera demasiado tarde.
Nikolái tomó su móvil para comunicar a Motulyak las impactantes novedades, a pesar de su convencimiento de que el reportero les ordenaría no llegar más lejos. Pero se lo debían. De todos modos, su intención pronto quedó solo en eso: su teléfono estaba sin batería, y el móvil de Ekaterina pertenecía a otra compañía, por lo que no podían intercambiar la tarjeta SIM.
—El destino quiere que se repitan las circunstancias de nuestra despedida en Itanich —comunicó a Ekaterina, mostrándole la pantalla oscura de su móvil—: Los tres solos.
Los tres solos. Los columpios. El bosque. Las matrioskas.
Se iba a materializar, de la manera más fiel concebible, el pacto de las muñecas rusas. Iban a reunirse los tres, con los árboles de Itanich como testigos.
Un viaje al pasado como etapa final de aquella increíble aventura.
Un repentino miedo los asaltó. ¿Qué quedaba de su amigo? No lograban olvidar su rastro de víctimas.
—No está usted colaborando —susurró uno de los desconocidos—. Y eso solo le va a traer problemas, señora. Se lo advierto por última vez.
Los dos tipos permanecían de pie, inclinados sobre el escritorio en el que se apoyaba ella desde el otro extremo. Aproximaban hacia la doctora sus rostros inexpresivos, la observaban con gestos carentes de compasión.
Llegado el caso, deshacerse de ella supondría un mero trámite.
Pero las facciones duras de aquellos hombres no conseguían intimidarla. En los ojos de la científica se vislumbraba una sorprendente lejanía; ella los contemplaba como asomada a un escenario ajeno. Y en esa distancia que irradiaba se diluía el efecto amenazador que transmitían los desconocidos.
Ya no me pueden hacer daño. Ya no.
Y ese es su único poder.
—Me gustaría ayudarlos, créanme —respondió por fin, en un tono neutro—. Pero es que no sé de qué me hablan. Llevo toda la tarde trabajando y…
—Acaba de recibir la visita de dos jóvenes —la interrumpió el otro individuo—. Los hemos visto salir del edificio.
Ella le sostuvo la mirada.
—Aquí trabajamos unas treinta personas —dijo—. Quizá han visitado a otro empleado de los laboratorios.
Los dos tipos rodearon la mesa y se situaron junto a la doctora. Uno de ellos se inclinó hasta situar su boca a la altura del oído de Irina Sokolova.
—Díganos lo que les ha contado —murmuró— y la dejaremos en paz. No nos haga perder más tiempo —colocó sus manos enormes sobre los hombros de la mujer—. O se arrepentirá.
La doctora Sokolova notó la presión de aquellos dedos y el soplo tibio del aliento de su agresor. Suspiró. Estaba cansada de sentirse controlada, de vivir intuyendo a su alrededor un hostigamiento permanente. Exhausta de vivir aguardando cada día el momento definitivo en que vendrían a por ella.
Hacía años que su existencia se había detenido, que se medía por ratos inertes. Tal vez llevaba tiempo muerta y no se había dado cuenta. Muerta en vida.
El proyecto Fénix no había cesado de expandir su contaminación; a ella la alcanzó con su tentáculo el mismo instante en que aceptó la propuesta del general Petrov. Ese día, sin darse cuenta, había firmado su condena.
No había logrado liberarse a pesar de su huida, seguía anclada a aquella tierra ardiente donde reposaban tantos cadáveres. Debió morir en el incendio; su nombre habría tenido que figurar entre los de las víctimas.
—Aún puede arreglarlo —insistía el otro individuo, mostrando una pistola con la que jugueteaban sus dedos—. Hable, doctora. No tendrá más oportunidades. Su tiempo se acaba. Si coopera, nos iremos de aquí y no volverá a vernos. Se lo prometo.
Qué mentira tan estúpida.
Ella contempló el brillo del arma. Así que de aquel modo se desarrollaba la cita que había temido durante años. Ahora descubría que no era para tanto; la convicción sobre su propia muerte, sobre la necesidad de pagar por sus errores, le otorgaba tranquilidad. Supo que nada podía salvarla ya. Y no le importó.
—Ha llegado el momento de terminar con esta pesadilla —dijo a los desconocidos—. Esto se acaba. Para todos. Bastante sufrimiento ha provocado ya el proyecto Fénix. Es hora de que se sepa la verdad, y ustedes —sonrió con insolencia— no van a poder impedirlo. Esta vez, no.
El coronel Volkov procedía a limpiar su pistola, erguido sobre su escritorio. Sosteniendo entre sus dedos el cargador, contempló el brillo de la primera bala que asomaba por el extremo superior de aquella pieza con el ansia insatisfecha de un cazador que ha detectado el rastro de la presa.
Esta munición lleva tu nombre. Susurró.
Encajó el cargador en la culata del arma y la empuñó. Equilibró el peso de la pistola, se dejó embargar por la presencia intuida de sus proyectiles mientras extendía los brazos y apuntaba hacia un rincón cualquiera de aquella estancia. Dejó que fluyera por sus venas la tensión generada por el ritual del verdugo. Ahora deslizaba su dedo índice por el perfil curvo del gatillo, que presionó hasta sentir el bloqueo del seguro.
El coronel apretaba los dientes anhelando abrir fuego, sentir la violencia del impacto en el objetivo.
Hacía años que soñaba con esa imagen.
Se aproximaba, por fin, el momento.
Llegó a simular un disparo imaginario, incluso recreó el retroceso y se escuchó a sí mismo emular una detonación.
Esta munición lleva tu nombre.
Yuri Volkov depositó el arma encima de la mesa y se levantó para alisarse el uniforme. Su figura se recortó contra la oscuridad de la noche que se filtraba a través de la ventana. Sus botas, rigurosamente limpias, reflejaban el resplandor de la lámpara. A continuación, se aproximó hasta la pared para estudiar una última vez el mapa que marcaba los dominios de la bestia.
¿Dónde te ocultas?
No dedicó demasiado tiempo a eso. Seguidamente volvió al sillón para recuperar la pistola y guardarla en su cartuchera, recogió con una de las manos su gorra de plato, se la colocó ladeada sobre la cabeza y, tras contemplar su imagen marcial en un espejo, se dispuso a abandonar el despacho.
Estamos cerca. Muy cerca.