Irina Sokolova permanecía de pie junto a la ventana de su despacho con la mirada dirigida hacia la noche de aquel patio interior, a la noche de sus recuerdos.
Había encendido un cigarrillo y fumaba con una parsimonia que traicionaban sus dedos temblorosos.
Ellos, sentados más allá del escritorio, ya habían hablado para demostrar de qué lado estaban. Le tocaba el turno a la doctora.
Las cartas sobre la mesa.
La mujer, no obstante, continuaba en silencio.
—Ha guardado durante demasiado tiempo su secreto —la animó Ekaterina, simulando un conocimiento mayor del que albergaba—. Sabe tan bien como nosotros que pronto todo va a salir a la luz. Ha llegado el momento de hablar.
—Bastante gente ha muerto ya —apoyó Nikolái—. Es hora de que se haga justicia, aún puede compensar la… complicidad de su silencio. ¿Va a seguir encubriendo a quien está detrás de esto?
A quien le ha arruinado la vida. Habría añadido.
—Yo era muy ambiciosa —comenzó, por fin, Sokolova, sin dejar de mirar hacia el patio—. El general Petrov me ofreció un gran equipo de colaboradores y todo tipo de recursos a mi disposición, un presupuesto que habría sido el sueño de cualquier científico —negaba con la cabeza, incapaz de asumir aquella parte de su pasado con la que no había podido reconciliarse—. El proyecto Fénix estaba a la altura de mis expectativas. Denominado así por su objetivo de lograr que una persona resurgiera, casi literalmente, de sus cenizas, consistía en la elaboración de una sustancia química —la llamaron CH-86 en homenaje a la tragedia de Chernóbil— que, inoculada por vía intramuscular, inmunizara al ser humano frente a la agresividad de la radiación atómica.
Nikolái y Ekaterina cruzaron sus miradas. ¡Ahí tenían el vínculo con lo nuclear que andaban buscando! Nikolái recordó el paisaje muerto que rodeaba el parque de los columpios, una escenografía que tanto le había recordado a Prípiat.
—¿El lugar donde se desarrollaba ese proyecto se encontraba en la zona de Itanich? —quiso confirmar.
La doctora asintió.
—El ejército ocultaba en pleno bosque un silo subterráneo de armas nucleares, vestigio de tiempos soviéticos. El proyecto Fénix se desarrollaba allí, aprovechando esas instalaciones preparadas para la experimentación con uranio. La investigación prometía interesantes aplicaciones ante catástrofes como las de Chernóbil o Fukushima. El objetivo oficial era que, a medio plazo, las personas encargadas de sellar fugas radiactivas en centrales nucleares contaran con una especie de antídoto que les impidiera sufrir secuelas. Sonaba bien.
—¿Pero? —Nikolái no podía contener su impaciencia.
—Me mintieron. El gobierno ruso también financiaba el proyecto; solo les interesaba, en realidad, la utilidad militar del compuesto CH-86. Todo formaba parte de un programa destinado a la concepción de un «supersoldado», el soldado del siglo XXI. Una tropa capaz de enfrentarse a la amenaza nuclear. En Estados Unidos se han llevado a cabo estudios parecidos.
—¿Y usted no lo sospechó? —Ekaterina se removía en su asiento, nerviosa ante lo que iba quedando ante ellos.
—Al principio, no. La ambición y el ego te ciegan. Además, nadie me advirtió de que se iban a incumplir los más elementales protocolos éticos en la experimentación. Pensé que comenzaríamos las pruebas con animales; sin embargo…
Ekaterina contuvo su respiración.
—¿Experimentaron con personas?
La doctora bajó la mirada, avergonzada.
—Cuando yo llegué, el proyecto Fénix llevaba varios años en marcha. En ese momento había cinco sujetos participantes a los que se inyectaban periódicamente versiones iniciales de CH-86 para comprobar los efectos secundarios que provocaba esa sustancia bajo circunstancias normales. La idea era, más adelante, someter a esos mismos sujetos a una progresiva radiación real y analizar su resistencia gracias al CH-86 —ella saltó entre susurros—: ¡A mí el general Petrov me ocultó esa parte del proyecto cuando me ofreció participar en él! Me manipuló, aprovechándose de mi ambición. Yo me limitaba a trabajar en el perfeccionamiento del compuesto químico. No tenía contacto con el exterior. Me pagaban muy bien, e incluso, ¿cómo pude ser tan ingenua?, me prometieron que al final podría publicar los resultados de la investigación. Llegué a soñar con el premio Nobel…
—De las pruebas que se estaban llevando a cabo se enteró más tarde… —dedujo Ekaterina.
—Sí. Yo pensaba que aún quedaba bastante tiempo antes de empezar la fase experimental con personas. Me equivocaba.
—Pero ¿quién se prestaría a algo así? —Nikolái no lograba entenderlo—. Hay que estar muy desesperado…
Sokolova carraspeó.
—No se empleó a voluntarios… porque el proyecto Fénix era confidencial. No podía trascender la naturaleza de nuestras investigaciones.
Ekaterina y Nikolái no dieron crédito a lo que acababan de escuchar.
—¿Está diciendo… está diciendo que inyectaron esa sustancia a seres humanos sin su consentimiento? —preguntó el chico.
—No exactamente. Se eligió a jóvenes de familias humildes, una materia prima muy accesible en un entorno rural. Para que los padres dieran la autorización, se les habló de que sus hijos iban a formar parte de un proyecto médico inocuo que aumentaría sus defensas frente al cáncer. A cambio, percibirían una compensación económica. Supongo que todos firmaron. Años más tarde, cuando supongo que los chicos comenzaron a experimentar molestias, no las asociaron con el tratamiento o no se atrevieron a quejarse. La gente sencilla es tan dócil…
—Qué siniestro —comentó Ekaterina—. Cobayas humanos…
La doctora se encogió de hombros.
—Ese proceso de selección se llevó a cabo bastante antes de que yo me incorporara al proyecto Fénix —explicó—. Debieron de buscar un perfil muy concreto: joven, sin antecedentes familiares de melanoma… Un tipo de persona sobre el que nuestra sustancia alcanzara la máxima efectividad. Por lo que pude averiguar después, fue en el año 2000 cuando se escogió a cinco residentes en la región de Itanich como idóneos para el experimento. Cinco nombres procedentes de una lista de candidatos elaborada según un proceso que incluyó todo tipo de irregularidades: filtración de historiales clínicos, apropiación de bases de datos… Así lograron cinco menores de edad sobre los que aplicar la CH-86. Por vuestro origen y edad, tal vez fuisteis candidatos. Tuvisteis suerte.
Un silencio impresionado siguió a aquella afirmación. Quizá alguno de sus compañeros de clase había sido uno de los «elegidos».
—Una vez dentro, empecé a ver detalles que no cuadraban y terminé por enterarme de muchas cosas, claro —reconoció Sokolova—. Por eso decidí apartarme del proyecto Fénix. En 2003, apenas un año después de mi entrada. Fingí problemas personales: por aquel entonces, mi madre enfermó gravemente y utilicé esa excusa para abandonar sin despertar suspicacias. Mi imagen de científica de laboratorio ajena a lo que sucedía me salvó la vida. No sospechaban lo que yo había averiguado por mi cuenta.
—Una vez fuera, no se atrevió a denunciar lo que ocurría —Ekaterina mostraba un gesto severo—. Dejó que siguieran jugando con la vida de esos chicos.
—No es algo de lo que me sienta orgullosa —la doctora se iba hundiendo a cada palabra—. En aquel momento eran demasiado poderosos… y yo carecía de pruebas. Me callé, es cierto. Al ser contratada tuve que firmar una cláusula de confidencialidad, pero no fue eso lo que me impidió denunciar lo que estaba ocurriendo en Itanich. Fue el miedo.
—¿Y qué pasó a partir de su salida del proyecto? —preguntó Nikolái.
—Me desvinculé completamente… por mi propia seguridad. Como mi intención era pasar desapercibida, que me olvidaran, busqué un trabajo vulgar en estos laboratorios —suspiró— y me dediqué a él. Los remordimientos no me dejaban tranquila, pero tuve que aprender a vivir con ellos. Nunca he vuelto a ser la que fui: el proyecto Fénix también destruyó mi vida. A veces desearía haber muerto en el incendio de 2004, una tragedia que yo interpreté como justicia divina. El fuego arrasó las instalaciones donde se desarrollaba el proyecto Fénix. No sobrevivió nadie… excepto los artífices, que manejaban las riendas desde la distancia.
—El general Petrov —completó Ekaterina.
—Y un oscuro oficial que nos visitaba de vez en cuando —añadió la doctora—. El comandante Yuri Volkov.
Nikolái y Ekaterina intercambiaron un gesto cómplice.
—Ahora es coronel —notificó el chico—. Y dirige una unidad que vigila el entorno de Itanich.
—No me sorprende —Irina Sokolova parecía vencida—. Los grandes culpables siempre salen impunes.
Nikolái reflexionaba, atando cabos al hilo de lo que iba escuchando.
—¿Cuál fue la verdadera causa del incendio de Itanich? —preguntó.
La doctora Irina Sokolova meditó su respuesta antes de contestar.
Motulyak y Natalia habían fingido normalidad al encaminarse al coche de ella. A esas alturas, tras un rato conduciendo, el seguimiento al que se los estaba sometiendo era patente.
—¡A la derecha! —Motulyak señalaba un callejón cuya entrada casi no se veía desde la avenida por la que circulaban a toda velocidad—. ¡Ahora!
Natalia dio un volantazo que le permitió girar en la dirección correcta justo en el momento adecuado. Los neumáticos de su vehículo rechinaron, aunque el grito de dolor que emitió el reportero al sentir en sus costillas la violencia del movimiento ahogó aquel sonido. Motulyak maldijo las leyes físicas que explicaban la inercia.
—¿Pero por qué no hemos seguido recto? —ella recuperaba el control del vehículo sin aligerar el peso de su pie sobre el pedal del acelerador—. Por aquí nos estamos desviando…
—Nos dirigimos a la salida hacia Itanich —respondió él, atento al coche de los espías militares que, algo más atrás, reproducía la maniobra que acababan de ejecutar—. Hay que evitar que adivinen nuestro verdadero destino.
Natalia asintió. Con aquella estrategia protegían a los chicos y atenuaban la alarma en sus perseguidores; en Itanich no tendrían escapatoria y sus espías lo sabían.
Poco a poco iban ganando distancia con respecto al coche de los militares. Motulyak ya había programado en su mente una ruta que les permitiría despistarlos, más adelante. Una vez libres, enfilarían hacia Kiev.
—No se esperaban nuestra iniciativa —dijo a Natalia—. Y no quieren llamar la atención, lo cual limita sus recursos.
—Eso espero, si llegamos tarde a Kiev y han cerrado los laboratorios donde trabaja esa doctora…
—Lo conseguiremos. Y, con un poco de suerte, desviaremos su atención de Nikolái y Ekaterina.
—El incendio de Itanich no se originó por causas naturales —afirmaba la doctora Sokolova—, sino debido a una explosión que destruyó las instalaciones del silo nuclear. Un fallo humano… como en Chernóbil. Por fortuna, para 2004 quedaba poco armamento atómico y el uranio con el que se trabajaba en el proyecto Fénix no era enriquecido, lo que evitó que la tragedia fuera mucho mayor. Aun así —añadió—, todo quedó contaminado en un radio de diez kilómetros, lo que incluye el pueblo de Korostik. A día de hoy, esa zona sigue registrando altos niveles de radiación.
—El gobierno ucraniano no ha llegado a reconocer la naturaleza de esa desgracia —observó Ekaterina—. En ningún momento.
La doctora se encogió de hombros.
—Al contrario que con Chernóbil, aquí sí lograron ocultar los hechos gracias a la menor dimensión de la catástrofe. Oficialmente se continúa defendiendo la versión del incendio motivado por un rayo. Y los pocos que se han atrevido a cuestionarla… han terminado mal.
Todos pensaban en Antónovich, en el ingeniero Pavernak…
—Menos usted —dijo Nikolái—. A usted la han respetado.
—Yo me he limitado durante estos años a trabajar aquí. No he incordiado a nadie.
—Pero tenía acceso al blog secreto de Antónovich —repuso Nikolái—. Incluso intentó avisarle del peligro.
Irina Sokolova emitió un suspiro.
—Estaba harta de mis remordimientos —confesó—. Y sabía que ese periodista había cubierto el incendio de Itanich. A pesar de aquel trabajo tan complaciente con las autoridades, tenía fama de honesto, así que le envié a través de un correo anónimo una foto de la segunda presunta víctima del Chudovishche en la que se veían las quemaduras.
—Le ayudó —dijo Ekaterina—. Usted quería ayudarle a que descubriera lo que ocultaba el incendio. Sabía que ese material despertaría la curiosidad del periodista.
—No llegamos a conocernos en persona. A raíz de mi envío, él mandó varios mensajes a la dirección que yo había empleado, pidiendo más datos y preguntando por mi identidad. No contesté: era peligroso y tampoco podía ofrecerle mucho más.
—Sin embargo… —la animó la chica a continuar.
—Recibí un último correo suyo con la dirección del blog oculto y la contraseña —comunicó la doctora—. Ya que no había logrado contactar conmigo, Antónovich decidió tenerme al corriente de sus investigaciones, supongo que por si eso me animaba a volver a ponerme en contacto con él. Lo hice. De vez en cuando me atreví a ponerle algún comentario en sus actualizaciones. No fui más allá hasta que empecé a sentirme vigilada. Fue entonces cuando adiviné que ese periodista estaba llegando demasiado lejos y quise advertirle del peligro que corría con un último comentario. Pero fue demasiado tarde.
Nikolái procuraba asimilar todo lo que estaban escuchando. Poco a poco, iban cuadrando los detalles.
—¿Pero cómo llegó la foto de las quemaduras a sus manos? —preguntó—. Para cuando se produce la segunda muerte atribuida al Chudovishche usted lleva casi dos años fuera del proyecto Fénix.
—Durante el año en el que estuve involucrada, hice buenos amigos entre los científicos —respondió Sokolova—. No debía de ser la única a quien todo aquello provocaba un dilema moral.
—Está insinuando que…
—Me temo que la foto de la víctima del Chudovishche ha pasando de mano en mano sin perder el anonimato de su fuente —reconoció la doctora—. A mí me llegó del mismo modo en que yo se la envié a Antónovich. Alguien, desde una dirección de Gmail, la mandó a mi dirección profesional con una escueta frase: «Foto de la segunda víctima del Chudovishche.. Y la fecha y el lugar donde fue tomada la instantánea.
—Y usted se lo creyó —dedujo Ekaterina.
—Yo sabía lo suficiente como para dar crédito a aquel mensaje. Y, como médico, supe reconocer las lesiones cutáneas que genera la radiación.
—Entonces guardó el archivo con la foto —completó Nikolái.
—Me asusté —la doctora se mordía un labio, inquieta—. Llegué a plantearme que se trataba de una trampa para comprobar si mi silencio era fiable. Mi vida estaba en juego, no sabéis cómo es esa gente. Durante un tiempo no hice nada con la foto, la escondí como si fuera venenosa. Hasta que tomé la determinación de hacérsela llegar a Antónovich. No estaba dispuesta a seguir arriesgándome.
—¿No tiene idea de quién pudo enviársela?
Irina Sokolova negó con un gesto.
—La catástrofe de 2004 mató a todos los técnicos que trabajaban en el proyecto. Tal vez alguno de ellos lo había abandonado con anterioridad, como hice yo. No lo sé, no quise saberlo. Fuera quien fuese, tres meses más tarde me envió un nuevo mensaje con información comprometedora sobre el malogrado proyecto Fénix.
Ekaterina saltó:
—¿Y usted no hizo nada con esa documentación? ¿No se la entregó a Antónovich?
El semblante de la doctora se iba apagando a cada minuto. Ahora reflejaba una infinita tristeza que no se molestó en disimular.
—¿Y por qué creéis que la persona que me enviaba aquellos correos tampoco llegó más lejos? Yo tenía tanto miedo… No sabéis cómo es esa gente —repitió—. Estaba aterrorizada. Tuve claro que si se divulgaba lo que yo había recibido, ellos averiguarían cómo habían terminado esos datos en manos del periodista y me matarían. Así que, al esconderlo, convertí lo que me habían enviado en un seguro de vida. Si en algún momento el general Petrov terminaba considerando que mi silencio no ofrecía garantías, estaba en condiciones de amenazarle con algo que sí podía frenarle. Lo siento —se disculpó—, no estoy orgullosa de lo que hice. La muerte de Antónovich, que desde luego no fue un accidente, aún me intimidó más. No he querido saber nada desde entonces.
—¿Y el ingeniero Fiodor Pavernak? —introdujo Ekaterina.
—No sé quién es.
—Firmaba sus comentarios en el blog de Antónovich como Anónimo1 —aclaró Nikolái.
La doctora asintió.
—Nunca nos comunicamos entre nosotros. He aprendido a hacer las preguntas justas. Quizá se trate de uno de los ingenieros que participaron en la construcción del silo, no lo sé. Por alguna razón, Antónovich decidió confiar en él y también le facilitó la clave de acceso y la dirección, aunque ese tipo apenas sabía nada de lo que oculta Itanich. Lo comprobé leyendo sus comentarios.
Nikolái tomó la palabra:
—¿Y qué pinta en todo esto la leyenda del Chudovishche ¿doctora? ¿La creó el ejército para camuflar las muertes por radiación que provocaba la contaminación de Itanich?
A Irina Sokolova se la veía cada vez más hundida.
—La leyenda surgió espontáneamente en los pueblos vecinos de la zona ante esas muertes inexplicables, e imagino que el general Petrov se dio cuenta de que eso le venía muy bien para esconder lo que de verdad sucedía —recuperó el aliento—. De una cosa podéis estar seguros: ninguna de las víctimas civiles del Chudovishche llegó a pisar terreno contaminado.
—¿Entonces? —Ekaterina extendió los brazos en ademán interrogante—. ¿De qué murió esa gente? Porque lo de la criatura de los bosques es una teoría absurda…
La doctora se tomó su tiempo.
—Llevo años pensando en ello —dijo con una extraña solemnidad—, y solo puedo afirmar que el Chudovishche no permanece siempre en el mismo sitio, que surgió a partir de 2004 y que provoca en la piel de sus… «presas» quemaduras muy similares a las de la radiación nuclear.
La movilidad del Chudovishche estaba fuera de toda duda, pues el emplazamiento de sus víctimas así lo atestiguaba. Los otros aspectos señalados por Sokolova también resultaban incuestionables.
¿Pero de qué servían aquellos datos? ¿Acaso arrojaban alguna luz?
—No entiendo adónde quiere llegar, doctora —dijo Nikolái.
—A mí solo se me ocurre una justificación objetiva, seria, que encaje con esas premisas —concluyó ella—: Lo que el ejército lleva persiguiendo años, por increíble que parezca, tiene que ser un sujeto CH-86.
—¿Un sujeto CH-86? —Ekaterina se había erguido sobre su asiento. A su lado, Nikolái se había quedado igualmente boquiabierto.
—La denominación sujeto CH-86 hace referencia a los muchachos sobre los que se experimentó con el compuesto en el que trabajábamos —tradujo la doctora, ante el gesto estupefacto de sus oyentes—. Supongo que el primer joven que se fichó para el proyecto Fénix se encontraba en una fase avanzada para cuando estallaron las instalaciones. No es tan descabellado pensar que él sobrevivió donde todos los demás murieron.
Aquella sí era una justificación que jamás habrían imaginado.
—Pero, entonces, ¿por qué iban a ocultar un éxito así los militares? —planteó Nikolái—. Si lo que afirma es cierto, ¡la sustancia CH-86 ha funcionado!
—En 2004, tras el incendio, me consta que se canceló el proyecto Fénix y se destruyó todo el material que no se había quemado en el silo —dijo la doctora—. Demasiada inversión para empezar de nuevo y ausencia de resultados prometedores a medio plazo, intuyo. Y nuestras autoridades estaban más pendientes de tapar la catástrofe ante la comunidad internacional.
—Pero durante esos meses, los primeros tras la catástrofe, nadie imaginaba todavía que hubiera algún superviviente del incendio —insistió Ekaterina—. No podían sospechar que el CH-86 había funcionado. Algo que más adelante, con las primeras muertes, tuvo que cambiar.
—En 2004 es imposible que el proyecto Fénix hubiera llegado a una versión fiable del compuesto —valoró la doctora—. Y la prueba está en los efectos letales que genera el sujeto superviviente. Debe de contener en su cuerpo tal nivel de radiación que su simple contacto provoca muertes casi fulminantes. A saber qué efectos secundarios estará soportando. No; para los implicados en el proyecto Fénix, que alguien así se mueva libremente supone hoy una amenaza; constituye una prueba viva de muchos secretos que, de salir a la luz, provocarían un escándalo sin precedentes. Ese individuo es una auténtica caja de Pandora.
—Por eso lo han estado persiguiendo estos años —concluyó Ekaterina—. Quieren eliminarlo.
—Lo que querrían es atraparlo vivo para someterlo a todo tipo de análisis y experimentos —matizó la doctora—. Pero algo me dice que ese chico no es tan dócil. No hay más que ver las muertes que ha provocado. Y ahora no tienen más remedio que acabar con él antes de que su presencia sea advertida por la comunidad internacional. Eso lo volvería intocable.
Nikolái se disponía a suplicar a la doctora que les entregara la documentación comprometedora que había custodiado durante años, pero antes quiso despejar una duda:
—Doctora —la miraba a los ojos sin pestañear—, ¿conoce la identidad de los sujetos CH-86? Si su hipótesis es correcta, ¿quién encarna la leyenda del Chudovishche.
El silencio volvió a condensarse en la atmósfera de la habitación. Irina Sokolova hizo un esfuerzo final, cogió aire y pronunció en voz alta, por primera vez, la sospecha que llevaba tanto tiempo escondiendo, tanto tiempo pudriendo sus entrañas:
—Solo un muchacho pudo sobrevivir a la explosión de Itanich —sentenció—: Un joven nacido en Korostik que responde al nombre de Dimitri Lébedev.
Avanzaban por una carretera secundaria rumbo a Kiev, tras el éxito de la maniobra que les había permitido desembarazarse del coche de sus espías. Recuperar la libertad les había resultado fácil, cosa que no sorprendió a Motulyak: llevaba años entrenándose en el difícil arte de dar esquinazo a la competencia de otros medios sin perder el rastro de los personajes hacia los que orientaba su cámara fotográfica.
Aunque jamás habría imaginado esa aplicación añadida de su peculiar habilidad: evadirse de sus propios perseguidores.
Motulyak jadeó al sentir en su cuerpo una brusca vibración del coche. Aunque el firme de aquella vía era bastante irregular, se había negado a que Natalia redujera la velocidad y ahora soportaba con estoicismo los latigazos de dolor que le provocaba cada bache. Sin hacer comentarios, bebió un trago de vodka de una petaca metálica que llevaba consigo. Natalia fingió no darse cuenta y siguió conduciendo.
El reportero no dejaba de mirar la pantalla de su móvil mientras apretaba los dientes a cada brinco del vehículo, esperando en vano una llamada de Nikolái. No habían vuelto a saber nada de ellos después de su última comunicación desde el hotel Ukraina.
—Pronto nos incorporaremos a la autopista —avisó Natalia, preocupada por el semblante pálido de su pareja—. Aguanta.
—No hay problema —contestó él—. Me preocupa más la ausencia de noticias de los chicos. ¿Llegaremos tarde? El coronel Volkov tiene pinta de ser lo suficientemente retorcido como para prever ese movimiento de Nikolái y Ekaterina.
—Esos chicos son listos —dijo ella—. Muy listos. No caerán tan fácilmente. Además, tengo la impresión de que, gracias a nuestra fuga, Volkov enviará a sus hombres hacia Itanich. La doctora Sokolova es una pieza muy lejana en esta partida.
Motulyak no lo veía tan claro:
—Ojalá aciertes. Ese oficial no ha mostrado ningún escrúpulo a la hora de «solucionar» sus problemas. Si nuestras suposiciones son exactas, es un auténtico psicópata.
—Piensa que Nikolái y Ekaterina tienen doble nacionalidad —procuró serenarle Natalia—. Han acudido a Ucrania como extranjeros y ella es una cantante bastante conocida. Volkov no se precipitará con ellos; en el peor de los casos, si los detiene, no puede permitirse ejecuciones sumarias como la de Antónovich.
Motulyak llegó a la conclusión de que, por el vertiginoso modo en que se estaban desarrollando los acontecimientos, nadie tenía ni remota idea de cómo actuar, de qué decisiones tomar. Eso podía beneficiarlos… o no.