CAPÍTULO XXVII

Ekaterina, sentada al volante, miraba al frente sin pestañear. En su modo férreo de maniobrar, Nikolái atisbó una metáfora de su forma de avanzar por la vida.

Sin titubeos, sin volver la vista atrás.

Sin importar lo que arriesgaba cuando el objetivo era importante. Al entregarse a algo, lo hacía al cien por cien.

Sin medias tintas.

Para ella solo hay un rumbo: hacia delante. Y un único momento: el presente.

De hecho, Ekaterina apenas lanzaba fugaces ojeadas al espejo retrovisor, como reacia a contemplar el camino recorrido. Una cesión a la que solo se sometía obligada por la posibilidad de seguimientos furtivos. No debían bajar la guardia.

Kilómetro a kilómetro se aproximaban a Kiev, gracias a aquel viejo vehículo que les había prestado una tía de Ekaterina con la que ella había estado durante los primeros días de su regreso a Ucrania. El camino desde el hotel Ukraina hasta la casa de la mujer había sido muy tenso, pero por fortuna continuaban sin sentirse detectados.

Nikolái recuperó su atención sobre la conducción de Ekaterina. Sus giros eran perfectos, los adelantamientos ágiles, la velocidad rápida. Ella estaba acostumbrada a vivir a muchas revoluciones. Al contrario que él, envuelto siempre en su melancolía. Aunque ahora el muchacho se veía arrastrado por la hipnótica intensidad de su amiga… y por el recuerdo de un beso suyo.

Un beso con el que no se hubiera atrevido a soñar unas semanas antes.

La habría acompañado al fin del mundo.

—¿Escribiste la carta? —preguntó de pronto, rompiendo el silencio.

Ella no apartó los ojos de la carretera ni él del paisaje que iba deslizándose más allá de su ventanilla.

—¿Qué carta?

—La que nos comprometimos a enviar a Dimitri con nuestros nuevos domicilios.

El recuerdo de aquella última reunión en los columpios de Itanich despertó en la memoria de los dos. Ekaterina tardó en responder:

—No —reconoció finalmente—. Los primeros días en Estados Unidos fueron un caos. Para cuando nos organizamos, mi padre ya me había contado lo del incendio… y la muerte de la familia de Dimitri. Sus restos fueron de los primeros en identificarse, por lo visto. La carta no tenía sentido.

Volvieron a quedarse en silencio.

—¿No me vas a preguntar si yo la escribí? —volvió a intervenir Nikolái.

Ella sonrió.

—No me hace falta. Estoy segura de que, a pesar de saber que era inútil, lo hiciste —los ojos de ambos se cruzaron durante un instante—. ¿Me equivoco?

—No —las pupilas de Nikolái volvían a perderse en el horizonte—. Incluso la envié.

Ekaterina meneaba la cabeza.

—Eres tan… tierno.

—Me resistía a perder a Dimitri… —suspiró— y a renunciar a ti. No sé dónde acabaría la carta… Nunca me la devolvieron.

Una de las manos de Ekaterina se separó del volante para palmear la pierna del chico.

—La recogió el destino —dijo ella—. Por eso nos ha reunido.

Nikolái disfrutó con esa idea.

—Dimitri ha sido el cartero —añadió—. Un pacto es un pacto, ¿no?

El juramento de las matrioskas.

Ella pensaba en lo diferentes a Nikolái que eran los futbolistas americanos que había conocido en la universidad. Nikolái era un chico muy especial; su sensibilidad, su romanticismo, lo apartaban del perfil que un físico como el suyo hacía intuir. Y luego estaban su carácter honesto, su lealtad…

Ekaterina concluyó que eran aquellos rasgos los que buscaba inconscientemente al fijarse en un chico. ¿Era ese el motivo por el que nunca se había enamorado?

¿Cómo he podido prescindir de Nikolái durante tanto tiempo?

—Ya estamos llegando a Kiev —el pragmatismo de Ekaterina se impuso al pasar junto a un cartel que avisaba de la próxima entrada a la ciudad—. ¿Tienes los datos del laboratorio?

—Sí —Nikolái pareció despertar de su abstracción, alcanzó su portátil y lo encendió—. Creé un archivo con toda la información. ¿Cómo llegamos hasta la doctora?

—Hay que evitar asustarla —dijo ella—. Si la mitad de lo que imaginamos es cierto…

—A lo mejor no quiere recibirnos. Y tampoco podemos presentarnos sin avisar.

—Aprovechemos nuestra condición universitaria —propuso Ekaterina, recordando el motivo que había llevado a su amigo hasta Ucrania—. Llama ahora por teléfono al laboratorio, que te pasen con ella.

—¿Y qué le digo?

—Ya vimos en la red que esa mujer ha publicado bastantes artículos científicos. Dile que somos dos estudiantes de medicina que queremos hacerle unas preguntas para un trabajo de la carrera. No creo que desconfíe.

—De todos modos, no nos citará para hoy —Nikolái pensó en cómo conseguirlo—. Le pediré que, al margen de la fecha de la entrevista, nos reciba esta tarde unos pocos minutos para que podamos explicarle en lo que estamos trabajando. Le aclararé que estamos muy cerca del laboratorio.

—Buena idea. Nuestro tiempo de libertad tiene las horas contadas.

Nikolái consultó el número de teléfono del laboratorio. No obstante, antes de efectuar la llamada, formuló un interrogante que ambos tenían en la cabeza:

—¿Pero qué relación podía tener Antónovich con esta mujer y el ingeniero? Yo esperaba que sus confidentes fueran también periodistas, o fotógrafos o… incluso militares.

Ekaterina compartía aquel desconcierto.

—Yo tampoco acabo de entenderlo. Pero, con un poco de suerte, no tardaremos en salir de dudas.

Nikolái marcaba ya el número, aprovechando la escasa batería que le quedaba a su móvil.

estrella

Motulyak retomó la navegación por la red cuando los dolores se suavizaron. Ya había investigado al ingeniero Fiodor Pavernack sin descubrir nada comprometedor, y ahora buscaba información sobre la mujer a la que se proponían entrevistar los chicos.

—Tienes razón —dijo a su novia, minutos después—. IC Laboratories es una empresa modesta. Se dedica a la fabricación de medicamentos para dolencias comunes.

Natalia acababa de cambiarle los vendajes.

—¿Y qué pinta allí una persona con la cualificación de la doctora Irina Sokolova? —planteó.

No había sido fácil reconstruir el currículum de aquella mujer. No obstante, gracias a diferentes publicaciones científicas colgadas en la red y algunos artículos que había localizado el buscador, ahora estaban en disposición de confirmar el sorprendente nivel de conocimientos de la doctora Sokolova.

Era una científica de primer orden, doctorado incluido.

—Hasta el año 2002 estuvo trabajando como directora de programa en un proyecto de vacunas experimentales —leyó Motulyak—. Para el Instituto de Investigaciones Avanzadas de Ucrania.

—¿Y después?

—He encontrado la crónica de un acto oficial del ejército en el que la doctora coincidió con el general Petrov —Motulyak analizaba una fotografía en la pantalla de su portátil—. Vaya, el reparto de esta película es siempre el mismo…

—¿Se conocían?

—Por lo visto, fue contratada para un proyecto de investigación sobre guerra bacteriológica que se estaba desarrollando en unas instalaciones militares próximas a Itanich. Lo abandonó en el año 2003.

—¿Tan pronto? ¿Solo estuvo un año trabajando en ese proyecto?

—No se señalan las razones de su salida.

—Se fue justo unos meses antes del incendio de las granjas… —cayó en la cuenta Natalia— y del nacimiento de la leyenda del Chudovishche. Mira qué oportuna.

—Cierto. Dudo mucho que se trate de una coincidencia, aunque la especialidad de esa mujer poco tiene que ver con el origen nuclear que barajamos para la catástrofe de Itanich.

Natalia se encogió de hombros.

—El caso es que se apartó del proyecto y fue entonces cuando fichó por IC Laboratories, imagino.

—Exacto.

—No tiene lógica; esa empresa tan vulgar no podía ofrecerle ningún estímulo profesional. Un destino así supone el final de una carrera, el ostracismo para un científico.

—De hecho —comprobaba el reportero—, a partir de su entrada en esos laboratorios, cesó su publicación de artículos en revistas especializadas. Su nombre dejó de sonar en los círculos de investigación. En resumidas cuentas, Irina Sokolova desapareció del mapa. Fue un suicidio profesional.

—¿Qué opinas al respecto?

—Supongo que lo mismo que tú: su entrada en IC Laboratories solo pudo tratarse de una huida.

Natalia asintió.

—La doctora Sokolova quiso desvincularse del proyecto militar y se refugió en el sitio más modesto que encontró.

—De donde no ha vuelto a salir, por cierto.

—No ha vuelto a salir —se apresuró a matizar Natalia—, pero tampoco se desentendió por completo…

Ambos pensaban en la extraña relación cibernética que mantenía con Antónovich, esa complicidad clandestina.

—No —convino Motulyak—, de alguna forma debió de seguir al tanto de lo que se cocía en Itanich. Incluso estaba dispuesta a ayudar a Serguéi. Aunque no tuvo tiempo.

—Por lo menos a la doctora le ha ido mejor que al ingeniero.

—Tiene que ser una mujer muy inteligente —aventuró Motulyak—. Sabe a lo que juega. Eso le ha permitido sobrevivir en un entorno tan hostil. Me pregunto cómo contactó con Antónovich…

—Yo me sigo preguntando qué pudo motivar una decisión tan radical como su entrada en IC Laboratories. ¡Echó toda su carrera por la borda! ¿De qué huía?

¿De qué huía?

—Tengo la impresión de que Nikolái y Ekaterina están a punto de averiguarlo, Natalia. Al menos parece evidente que la doctora Sokolova no está del lado de los militares.

—Puede. Pero si esa señora ha sido capaz de superar la vigilancia a la que la habrán sometido los militares durante estos años, no creo que confíe en los chicos. No hablará. Bastante ha sacrificado para poder vivir en paz.

… la vigilancia a la que la habrán sometido los militares durante estos años…

Motulyak se quedó mirando a su novia. Las últimas palabras que ella había pronunciado activaron una alerta en su cabeza.

—¡Pues claro que estará vigilada! —intentaba sin éxito levantarse del sofá—. ¡Los chicos se dirigen, sin saberlo, hacia los militares! ¡Serán interceptados!

Natalia le ayudó a incorporarse. Lo primero que hizo Motulyak fue llamar por teléfono a Nikolái.

—¡Mierda! —gritó al cabo de unos segundos—. Lo tiene apagado o fuera de cobertura, joder.

—Prueba a llamar a Ekaterina.

—No tengo su número —el reportero maldijo ahora su falta de previsión—. Tendría que habérselo pedido antes de separarnos. No caí.

—Quizá te equivoques —quiso animarle Natalia— y no tengan ningún problema. Es imposible que los militares imaginen que los chicos han relacionado a la doctora Sokolova con el incendio de Itanich.

—Eso da igual. Cuando Nikolái y yo fuimos a ver el cadáver del cazador, pregunté al coronel Volkov a qué unidad pertenecían los soldados que se estaban encargando de recoger muestras en el lugar de la muerte. Él no mencionó su nombre exacto, la UEI, pero dijo que se trataba de una unidad científica. Y Volkov es médico forense.

—¿Eso te hace pensar que conoce a la doctora? ¿El hecho de que los dos sean médicos y hayan desempeñado tareas para el ejército?

—Hay algo más —el nerviosismo de Motulyak iba en aumento—. Irina Sokolova fue fichada por el general Petrov, precisamente para quien trabajaba como científico el coronel durante aquellos años. No es que sospeche que se conocen, es que empiezo a plantearme que llegaron a trabajar juntos. Tuvieron por fuerza que coincidir.

Conforme hablaba, Motulyak envió un SMS a Nikolái con su advertencia, por si conectaba su móvil en cualquier momento. También le mandó un correo electrónico.

—Pero ella se desvinculó del proyecto hace ocho años…

—Apuesto a que llevándose consigo mucha información —puntualizó el reportero—. Seguro que el ingeniero también colaboró con los militares, aunque con él fueron menos generosos —tomó aliento, ahora el suicidio de aquel tipo se le antojaba muy poco creíble—. No, no se habrán olvidado de ella. Sabe demasiado.

Natalia puso cara de circunstancias.

—Entonces sí es probable que la tengan vigilada…

Motulyak empezó a dar vueltas por la habitación con su torpeza de lesionado.

—El hecho de que los militares ignoren lo que de verdad saben Nikolái y Ekaterina juega en contra de los chicos. Para encontrarlos se habrán visto obligados a cubrir todas las posibilidades. Y la doctora Sokolova es una de ellas. Da igual que no puedan entender cómo la han identificado. Estarán esperando cerca de los laboratorios donde trabaja por si los chicos aparecen.

Motulyak se detuvo. Miró a los ojos a su novia.

—¿Te apetece conducir?

Natalia estuvo a punto de protestar, pero no lo hizo. A Motulyak le habían recomendado reposo absoluto, pero ella misma se sintió incapaz de permanecer en casa mientras Nikolái y Ekaterina corrían riesgos. Tenían que intentar alcanzarlos antes de que lo hicieran los militares.

Itanich se ha convertido en un asunto personal.

Motulyak había llegado hasta el dormitorio mientras ella se preparaba. De un mueble extrajo el revólver que reservaba para las «grandes ocasiones». Lo cargó a pesar de la incomodidad del cabestrillo, colocó el seguro y se lo guardó entre la ropa.

—¡Vamos allá!

La tensión lo revitalizaba. Siempre había sido así.

Al atravesar el salón, aún tuvo tiempo de echar un buen trago a la botella de vodka. Natalia le permitió aquella infracción de la dieta de celebraciones. La situación lo requería.

—Yo te ayudaré a despistar a nuestros espías —dijo Motulyak, que como pararazzi dominaba las fugas por carretera—. Pero vas a tener que pisar a fondo el acelerador, Natalia. Los chicos nos llevan ventaja.

estrella

Siete y media de la tarde.

La primera parte del plan —la fácil— estaba saliendo bien. Nikolái y Ekaterina acababan de ser conducidos a una salita, donde aguardaron unos minutos. Se lanzaban miradas de reojo, procurando camuflar su impaciencia, pendientes de que en cualquier momento surgiera la figura de la doctora Sokolova.

Ella ha guardado celosamente, durante años, un secreto que salpica de sangre Itanich.

Por fin se abrió la puerta de aquella estancia y entró una mujer madura, alta y delgada, ataviada con bata blanca. Su rostro, de líneas suaves, se escudaba detrás de unas gruesas gafas de pasta enganchadas a su cuello por un cordón.

—Bienvenidos —saludó estrechándoles la mano—. Soy la doctora Sokolova.

Se acomodó frente a ellos.

—¿De dónde sois? —preguntó al escuchar cómo ellos se presentaban—. Vuestro acento…

Podrían haber empleado en la respuesta sus países actuales de residencia, pero no lo hicieron.

—De Itanich —contestó Ekaterina.

Nikolái captó la provocación de su amiga.

Los dos miraron a la doctora a los ojos. Sokolova percibió el interés con el que aquellos jóvenes estudiaban cada uno de sus ademanes, aunque su inicial desconcierto se limitó a un titubeo breve: Irina Sokolova era menos vulnerable de lo que parecía.

—¿De… Itanich? —se recompuso de inmediato—. Vaya, pensaba que estudiabais aquí, en Kiev. Bueno, decidme: ¿de qué trata esa entrevista que me haréis más adelante? No dispongo de mucho tiempo…

Fue entonces cuando Nikolái tuvo una inspiración:

—Odessa —pronunció en un susurro.

No añadió nada más.

—¿Perdón?

—Odessa.

Ahora la doctora Sokolova sí había abierto los ojos desmesuradamente. Pareció que se disponía a hablar, pero cerró la boca sin emitir una sola palabra. Había apartado su cuerpo de forma inconsciente, como creando una distancia de seguridad frente a aquellos visitantes que habían irrumpido en su vida, de improviso, para quebrantar el refugio de la rutina.

Un oscuro pasado se iba abriendo camino en su memoria. Había sido descubierta, siempre supo que terminaría sucediendo. La doctora Sokolova jamás habría sospechado, sin embargo, que la sombra del ayer la alcanzaría a través de unos muchachos. El sarcasmo la sobrecogió; se enfrentaba a la misma juventud que teñía su secreto.

Las viejas historias sobre las que no se escribió una última página acaban encontrando a sus protagonistas, le dijo Nikolái ante el semblante de la doctora. Exigen un desenlace.

Todos tenemos una cita pendiente con Itanich.

—¿Quiénes… quiénes sois? —murmuró la doctora, pálida.

—Nos envía un amigo de Andréi Antónovich —mintió Ekaterina—. Tenemos que hablar.