CAPÍTULO XXVI

Los dedos de Nikolái caían con furia sobre las teclas de su ordenador. Una vez obtenidos los números IP de Anónimo1 y Anónimo2, ahora rastreaba en la red lugares donde hubieran sido empleados y que aportaran información personal sobre los dueños de los equipos. Por fortuna, los servidores guardaban durante varios años un registro de movimientos en internet.

La IP de Anónimo1 le condujo al cabo de unos minutos a una web personal con los datos que necesitaba. Con Anónimo2 fue más complicado, pero al final detectó su IP en un correo electrónico profesional lo suficientemente explícito:

irinasokolova@iclaboratories.com

—¿Qué tal vas? —preguntó Ekaterina, impaciente.

—Ya casi lo tengo. —Nikolái continuaba tecleando—. A ver: Anónimo1 pertenece a un tipo llamado Fiodor Pavernak, con domicilio en Chernóbil. Anónimo2 es el nick empleado por… Irina Sokolova. Veo que utiliza una dirección de correo perteneciente a unos laboratorios. Supongo que trabaja allí.

Ekaterina se había quedado con la boca abierta.

—¡Joder, Nikolái, lo has conseguido! ¡Eres un auténtico hacker.

—No es para tanto —él disfrutó de aquellos instantes de éxito, de admiración por parte de ella; era su particular modo de contrarrestar la imagen triunfadora que Ekaterina exhibía a sus ojos como cantante—. Lo que acabo de hacer no es tan difícil.

—Si tú lo dices…

Nikolái observó el panorama de la cafetería, muy tranquilo. De momento no parecía que hubieran sido descubiertos.

—Será mejor que continuemos —Ekaterina había captado su recelo—. Tenemos que aprovechar esta tregua.

—Estoy de acuerdo.

—¿Fechas de los últimos comentarios en el blog oculto del periodista?

—Anónimo1 no llegó a dejar ninguno en el texto final de Antónovich.

Ekaterina depositó su ordenador sobre la mesa.

—Eso es que se enteró de su muerte y no quiso arriesgarse. Sabía que no habría más actualizaciones del periodista. ¿Y Sokolova?

—Ella sí escribió un comentario en el último post el mismo día de la actualización de Antónovich. Media hora después.

—El periodista no llegó a leer su advertencia.

—¿Hubiera servido de algo? —cuestionó Nikolái—. Eso no habría detenido a Antónovich. Una vez que descubres una pista fiable, asumes el riesgo como parte del juego. No puedes dejarte intimidar. Hay que llegar hasta el final.

Ekaterina le observó largo rato, se inclinó hacia él y le acarició el rostro.

—Me gusta ese gesto apasionado que pones cuando hablas de periodismo. Es como si de pronto tuvieras las ideas muy claras.

Nikolái apreció la exactitud de las palabras de su amiga sobre su vocación. Acertaba: en torno al periodismo, su idealismo parecía blindarse. La misma firmeza que experimentaba durante los partidos de fútbol, cuando el balón rodaba entre sus pies y la portería rival iba quedando más cerca.

El chico, feliz, había dejado de pulsar las teclas del portátil y ahora le devolvía la mirada a ella.

—Me gustaría… me gustaría tener la misma claridad de ideas sobre lo que puede haber entre nosotros a partir de ahora.

Ella le puso un dedo en los labios.

—Ahora mismo, yo tampoco tengo una respuesta, Nikolái. Pero, incluso así, estoy disfrutando mucho al compartir todo esto contigo. Hasta he retrasado mi marcha a Estados Unidos, mi grupo ya se ha ido.

—No lo sabía.

—También tengo mis dudas sobre lo que ha ocurrido entre nosotros —prosiguió ella—, lo reconozco. Me sorprendiste. Pero —adoptaba una mueca pícara— me gustan las incógnitas. Ya que vamos superando el pasado, dejémonos llevar por el presente. Arriesguemos. Acabamos de encontrarnos, al fin y al cabo.

Nikolái aceptó. Una vez más, se veía obligado a rebelarse contra su impaciencia. Pero es que no conseguía reprimir sus sentimientos cuando estaba junto a ella.

—Supongo… que tienes razón. Será mejor que nos centremos en ayudar a Motulyak; es ahora más urgente.

Ekaterina le dio un beso breve en la mejilla.

—Como recompensa. Eres un fiera con la informática —añadió mientras recuperaba su ordenador—. Déjame que busque en Google algo de información sobre Pavernak y Sokolova. Eso puede ayudarnos a entender lo que le sucedió a Antónovich o, al menos, la razón por la que el periodista decidió confiar en ellos.

Nikolái asintió, agradeciendo esos momentos de inactividad que necesitaba para recomponerse. Admiró la naturalidad con la que ella pasaba de un asunto a otro. Así era su amiga.

—La investigación sobre Fiodor Pavernak va a terminar muy pronto —avisó Ekaterina con voz extraña, minutos después.

—¿Qué quieres decir?

La chica giró el portátil para que Nikolái pudiera ver la noticia que copaba la pantalla. Un titular alusivo a la muerte de aquel hombre.

—No me jodas…

—Pues sí —Ekaterina bebió un sorbo de su refresco—. Según parece, Fiodor Pavernak se suicidó.

—¿Cuándo?

—Veinte días después del accidente de Antónovich —ella frunció los labios—. ¿Coincidencia? ¿Causa-efecto?

A Nikolái le sorprendió la segunda de aquellas posibilidades:

—¿Causa-efecto? ¿Te refieres a que Pavernak se quitara la vida por culpa del accidente del periodista?

—Tal vez se sentía culpable.

—No lo veo…

Ella organizó sus ideas antes de argumentar:

—Si el periodista confiaba en él, a lo mejor es que eran amigos y Pavernak pensó que podía haber evitado ese «accidente». Los remordimientos acabaron con él. ¿Qué te parece?

—¿Pero cómo iba a anticiparse ese tipo a lo que iba a sucederle a Antónovich?

—Bueno, el comentario de Anónimo2 deja claro que ella sí contaba con más información que el periodista. Quizá Pavernak también y no se atrevió a compartirla. Después se arrepintió y…

—No creo. Si Pavernak realmente sabía más cosas, yo antes apostaría a que lo que le llevó al suicidio fue precisamente ese secreto.

—¿Te refieres a que se trata de algo tan terrible que no lo soportó?

—No tiene que ser fácil vivir con el peso de la muerte de gente inocente. De todos modos, nos estamos olvidando de otra opción, la más probable: que se trate de dos asesinatos ordenados por la misma persona.

—Sí, puede ser. Ejecuciones para garantizar el silencio. Pero, entonces, ¿por qué se salvó Irina Sokolova? Se supone que ella también «sabía demasiado», ¿no?

Nikolái alzó la voz:

—¿Y quién te dice que se salvó?

Ambos se quedaron quietos, callados. Acababan de caer en la cuenta de que aún no sabían si Anónimo2 continuaba con vida. Su última manifestación databa del veintidós de enero de 2008, simplemente. ¿Y si estaba muerta? ¿Y si llevaba muerta desde 2008, como sus dos confidentes?

¿Y si habían logrado ejecutar a las tres únicas personas que habían tenido la osadía de investigar en torno al Chudovishche?

Interrumpieron su conversación por la proximidad del camarero, que limpiaba en ese momento una de las mesas vecinas. En cuanto aquel hombre se alejó, prosiguieron con las indagaciones.

—Fiodor Pavernak era un reconocido ingeniero —Ekaterina repasaba uno de los artículos localizados por el buscador—. Veamos ahora quién es Irina Sokolova… y si sigue viva.

—Médico —se adelantó Nikolái desde su ordenador—. Doctora Irina Sokolova. No menciona su especialidad. Aquí señala que trabaja en IC Laboratorios, una empresa farmacéutica de Kiev. Coincide con el correo electrónico que he localizado.

—¿Es una noticia actual? Puede tratarse de una publicación anterior al año 2008.

—Es de hace seis meses.

Resoplaron aliviados; dado el tiempo transcurrido desde la muerte de Antónovich, había muchas posibilidades de que la segunda confidente, la única depositaria de las maniobras del periodista asesinado, continuara viva y, por tanto, accesible.

—Tenemos que hablar con ella —sentenció Ekaterina, levantándose de la mesa—. Hoy.

Nikolái no lo vio tan claro.

—Pero cómo quieres…

—Son las cinco y cuarto y sabemos dónde trabaja, ¿no? Kiev está a hora y media en coche. ¡Esa doctora tiene todas las respuestas!

—Ella no estará dispuesta a colaborar. No después de lo que quizá les sucedió a Antónovich y a Pavernak.

—Ha pasado tiempo —insistió ella—, ahora se sentirá más segura. ¿Qué puede temer de un par de jóvenes extranjeros? Lo más probable es que lleve tiempo deseando quitarse ese peso de encima si en su momento no pudo hacer nada. Además, seguro que está al corriente de que las víctimas siguen aumentando.

Nikolái recelaba.

—¿Y por qué la dejaron con vida si parece saber tanto? Es posible que se halle involucrada en lo que oculta el ejército, y entonces estaríamos yendo directos hacia el peligro.

Ekaterina no aceptó aquella suposición:

—Si la doctora Sokolova quiso avisar al periodista, es que no está con los «malos». Además, Antónovich se tomó demasiadas molestias al esconder sus investigaciones como para elegir a un confidente poco fiable. Si no la mataron, es porque fue lo suficientemente inteligente para no delatarse… y porque los militares no han descubierto aún el blog secreto de Antónovich.

Nikolái continuaba quieto en su silla. Vacilaba.

—Esto deberíamos dejarlo en manos de Motulyak…

—Sabes que no está en condiciones —repuso ella—, y cualquier movimiento de Motulyak solo la pondría en peligro. Él está demasiado vigilado. Somos nosotros los que nos hemos librado de nuestros «escoltas», algo que no durará. La libertad es un lujo que hay que aprovechar. Es ahora o nunca, Nikolái. Sin la doctora Sokolova no podemos avanzar más.

Él accedió por fin. Ekaterina tenía razón.

—Al menos deberíamos avisar a Motuylak de nuestros avances —sugirió—. Es más seguro que sepa lo que vamos haciendo.

—Me parece bien.

Ekaterina pagó al camarero y se sentó de nuevo mientras Nikolái llamaba por el móvil al reportero. Este respondió recomendando el Skype como vía de comunicación más segura, así que intercambiaron los nombres que empleaban en ese programa y se conectaron. Una vez iniciada la llamada, por discreción y seguridad, no recurrieron a los micrófonos sino que se limitaron a escribir. Sí activaron la webcam al menos podían verse.

Nikolái no tardó en poner al corriente al reportero, a quien para variar se veía tendido en su sofá, en compañía de Natalia. Motulyak reaccionó insistiendo en que no llegaran más lejos.

—Dice que es muy peligroso —comunicó el chico a Ekaterina—. Nos felicita por lo que hemos averiguado, pero ahora pide que nos detengamos. Promete que cuando se haya recuperado irá a entrevistarse con la doctora Sokolova.

—Entiendo su preocupación —contestó ella—. Pero después de lo que le han hecho, si los militares llegan siquiera a sospechar que pretende acercarse a la doctora, lo matarán. Nosotros lo tenemos mucho más fácil.

Nikolái sabía que ella estaba en lo cierto. A esas alturas, el edificio donde vivía el reportero estaría muy vigilado. Al igual que el hotel donde se alojaba Ekaterina y su propio hostal.

No tenían adonde ir si aspiraban a conservar la libertad de movimientos.

—Natalia ha escaneado un mapa con las localizaciones de las muertes —dijo Nikolái a su amiga, tras leer el último mensaje escrito por el reportero—. Me lo envían por email. Están convencidos de que… joder, qué fuerte… Motulyak dice que los militares muertos participaban en cacerías clandestinas que el ejército organiza cada cierto tiempo por la zona de Korostik desde 2004.

—Nuestra tierra, ¿un coto de caza? —Ekaterina aún no daba crédito a la historia que empañaba el escenario de su infancia—. ¿El refugio de un supuesto monstruo que no han logrado capturar después de años de búsquedas? Eso no hay quien se lo crea.

Suena menos disparatada una conspiración nuclear.

—Recuerda —Nikolái seguía leyendo— que Motulyak consultó fuentes del ejército y nadie sabe a qué se ha dedicado allí la Unidad Especial de Intervención durante estos años. Ni los mismos militares. Solo se rumorea, por lo que me dice, que se trata de un asunto de seguridad nacional. Lo que sí parece confirmado es que la UEI organiza todos los años varias incursiones al sector de Itanich… y a veces no vuelven todos sus integrantes.

—¿Y cómo cuadra eso con tu idea de un desastre atómico?

—No lo sé.

Aquella intriga solo sirvió para consolidar la determinación de Ekaterina:

—Tenemos que encontrar a la doctora Sokolova. Ella es la única que puede ayudarnos a desvelar lo que hay detrás de ese absurdo mito del Chudovishche.

estrella

—No lo entiendo, capitán —Volkov se había levantado del sillón y ahora contemplaba el horizonte desde la ventana de su despacho, con las manos a la espalda—. ¿Me está diciendo que un inofensivo par de jóvenes extranjeros continúa en paradero desconocido? ¿Que sus hombres han sido incapaces de encontrarlos entre un puñado de campesinos? ¿Se trata de eso?

Arshavin, dispuesto a mantener la dignidad tantas veces pisoteada por su superior, se esforzó en no bajar la mirada. Aunque tenía miedo: enfrentarse a la ira del alto oficial implicaba demasiado riesgo.

—No utilizan el coche del chico para desplazarse —comenzó—. Tampoco se los ha visto por las calles, ni en sus respectivos alojamientos, ni en Itanich. A estas alturas, aumentan las probabilidades de que hayan abandonado el área de influencia de la ciudad donde reside Motulyak Ravek.

—¿Acaso disponen de algún otro vehículo?

—Que sepamos, no. Y los que son propiedad del reportero y su pareja continúan estacionados junto a su domicilio. Confirmado.

—¿Entonces?

—Tal vez han empleado un taxi, señor. O los ayuda algún familiar, algún conocido. Es muy difícil controlar la hipotética red de contactos de estos chicos, teniendo en cuenta que se criaron en esta región. Si además hemos de ser discretos…

—Las dificultades solo constituyen un obstáculo para los mediocres —acusó Volkov—. No voy a olvidar su falta de eficacia, capitán. De momento está de suerte, pues las circunstancias me impiden prescindir de usted.

Arshavin prefirió ignorar aquella frase.

—¿Qué sugiere, mi coronel?

Volkov se dejó caer en su sillón. El gesto calculador se había agudizado y sus dedos bailaban sobre la mesa.

El capitán se percató de que su superior estaba mucho más nervioso de lo que aparentaba, algo que tampoco alcanzaba a entender. ¿Tan grave era lo que estaba sucediendo?

—El problema es que ignoramos la información que esos niñatos manejan —observó Volkov—. Por eso no estamos en disposición de prever sus movimientos. Nos llevan la delantera, lo cual es inaceptable. Ya subestimamos al reportero y hemos vuelto a cometer el mismo error. No sé cómo coño lo hacen, pero…

… no dejan de acercarse.

Se quedó en silencio, meditando sobre la estrategia a seguir, una decisión que, por desgracia, debía tomar solo. Ya había intentado dos veces ponerse en contacto con el general, pero este había optado por desentenderse. En algún momento, durante los últimos años, Petrov había ido desprendiéndose de su condición de militar para adoptar una actitud esencialmente política, que ahora mostraba sin tapujos.

El general renegaba del pasado.

Traidor.

Pues él tampoco estaba dispuesto a hundirse con el barco.

—Aumenten el radio de vigilancia para cubrir nuevas poblaciones del entorno de Itanich —ordenó—. Quiero soldados de paisano en los núcleos más importantes y rondas por los alrededores. Tienen que aparecer.

—¿Establecemos controles en las carreteras?

—No, hemos de evitar hacernos tan visibles. No pongamos en evidencia esta operación de búsqueda ni ante los civiles ni ante el objetivo.

—De acuerdo, señor.

A Arshavin le parecieron unas medidas poco consistentes; el semblante del coronel transmitía un aire mucho más crítico de lo que insinuaba su reacción.

—Una cosa más, capitán. Vamos a contemplar otro destino al que pueden haberse dirigido esos chicos. Es hora de activar una táctica… preventiva.