CAPÍTULO XXV

Ekaterina detuvo a Nikolái cuando este se dirigía hacia la puerta principal del edificio.

—Por ahí —señalaba al fondo de un pasillo, hacia una puerta lateral por la que en esos momentos estaban introduciendo varias cajas procedentes de una furgoneta de reparto—. No tendremos muchas más oportunidades de eludir la vigilancia de nuestros espías. ¡Vamos!

Nikolái asintió y ambos aprovecharon aquella vía de escape que las circunstancias les servían en bandeja. Una vez en el exterior, se alejaron discretamente del edificio.

—Buena idea —a Nikolái, no obstante, esa improvisación le había pillado por sorpresa—. ¿Y ahora?

—No podemos llegar hasta tu coche, pero esta ciudad es grande: no será difícil conseguir un taxi.

—Tampoco podemos ir a nuestros alojamientos. En cuanto se den cuenta de que nos han perdido, nos buscarán allí.

—Ni donde se alojaban mis compañeros del grupo —Ekaterina reflexionaba—. Ya contaba con ello: vamos a ir a otro hotel de esta ciudad.

Nikolái estuvo de acuerdo en no salir de esa población. En núcleos más pequeños serían localizados muy fácilmente.

—Llévenos al hotel Ukraina —pidió Ekaterina en cuanto se encontraron dentro de un taxi—. Deprisa, por favor.

Poco después cruzaban un nuevo vestíbulo, sin que hasta ese momento nadie los hubiera interceptado. Su improvisación les había permitido escabullirse de sus controladores —al menos de momento—. Nadie había seguido a su vehículo.

Disponían de un valioso margen de libertad.

Más tranquilos, se dirigieron hacia la cafetería, se acomodaron en la mesa más apartada y pidieron un par de refrescos mientras encendían sus portátiles.

—¿Hay wi-fi. —Preguntó ella.

—Si no hay, no te preocupes —Nikolái deseaba poder exhibir su dominio informático—. Sé cómo acceder a la red del hotel sin pagar una grivna.

No hizo falta: la conexión de aquel establecimiento era abierta.

—¿Llegaste a descubrir algo interesante en casa de Motulyak? —preguntó Ekaterina, atenta a los movimientos del camarero.

Nikolái ya había comenzado a teclear, sus dedos se deslizaban con agilidad sobre el portátil.

—Que no tiene mucho sentido un blog secreto si no lo compartes con alguien. La clave está en identificar a Anónimo1 y Anónimo2.

—Tienes razón.

—De sus textos se deduce que Antónovich sabía que se estaba metiendo en asuntos peligrosos —repuso Nikolái—. Su página era algo más que un buen escondite; a un periodista lo que le preocupa es que su información pueda morir con él si le ocurre algo. No; a través de su blog secreto ponía al corriente a los dos lectores que comentaban sus actualizaciones.

—Ese periodista conocía muy bien los riesgos de su investigación. Y el tío quiso continuar, a pesar de todo.

Nikolái asintió.

—Arriesgó su vida por la verdad. Eso es vocación.

Durante aquel viaje estaba aprendiendo mucho más de lo que nunca habría imaginado. Aunque esas lecciones podían terminar costándole caras… Tenían que ser prudentes.

Los dos callaron cuando el camarero llegó hasta su mesa con las bebidas. Las depositó con parsimonia, dejó la cuenta junto a los vasos y continuó con su ronda por la sala.

Ekaterina se inclinó entonces hacia su amigo.

—Lástima que no llegara a contarnos lo que descubrió aquella última noche —observó.

—Alguien se encargó de que no tuviera tiempo. Y seguro que no fue el Chudovishche

Los dos chicos revisaron ahora las manifestaciones de los cómplices de Antónovich, breves y nada comprometidas.

Un único comentario de Anónimo2 se apartaba de aquella línea tan neutra, el que había dejado escrito tras el último texto de Antónovich:

Abandona, van a por ti.

Aquellas palabras seguían intrigando a los chicos.

—¿«Van a por ti»? ¿Quiénes? —se quejó Nikolái—. ¿Quiénes iban a por Antónovich? Podía haber concretado un poco más…

—Anónimo2 sabe mucho más que el propio periodista —valoró Ekaterina—, algo que no aparenta en sus intervenciones anteriores. Es como si todo se precipitara al final. Lástima que su advertencia llegara tarde. ¿Puedes rastrear el origen de esos comentarios? ¿Hay alguna forma de averiguar la identidad de sus autores?

—Lo voy a intentar —los dedos de Nikolái volvían a su baile de pulsaciones—. En principio, a través de los comentarios puedo averiguar las direcciones IP de los equipos que empleaban. Eso podría conducirme a otras páginas donde figuren sus datos personales.

Él alzó la mirada. Se observaron mutuamente y en aquel momento ambos recuperaron el recuerdo del beso que habían compartido. No habían vuelto a hablar del tema ni a buscar una intimidad parecida; no se atrevían a sacar conclusiones, tampoco a llegar más lejos.

Al menos, no todavía.

Las circunstancias, algo frenéticas, imponían también sus condiciones.

—Buscarte durante años a través de la red me ha obligado a aprender muchas cosas —dijo Nikolái—. Tu desaparición ha tenido sus ventajas.

—Veamos entonces qué consigues —ella sonreía—. Demuéstrame lo que sabes.

Ekaterina había cruzado los dedos.

estrella

—Cómo que los han perdido —Volkov, sentado ante su escritorio, daba la impresión de morder cada una de sus palabras—. Eso qué significa.

El capitan carraspeó. Llevaba un buen rato preparándose para transmitir aquella noticia.

—La pista de esos chicos se pierde en el domicilio de Motulyak Ravek, mi coronel. Abandonaron el piso del periodista, pero no se los vio salir del edificio. Al parecer, hay otra salida que no… teníamos controlada.

El coronel golpeó la mesa con un puño y se incorporó.

—¡Pero cómo es posible! ¿En eso consiste un seguimiento? ¿Acaso no sabe lo que hay en juego? Su cabeza rodará junto con la de esos incompetentes, capitán. No podemos desperdiciar esta oportunidad…

Arshavin intentaba resistir frente a él:

—Mi coronel… Si dispusiéramos de más información…

Volkov achicó los ojos, taladrando a su subordinado.

—¿Ahora me viene con exigencias? ¿Ese es su torpe modo de justificar la negligencia de sus hombres?

—Pero es que recibimos órdenes sin saber muy bien…

Las pupilas del joven oficial, bajo su apariencia sumisa, volvían a brillar con ese destello provocador que tanto molestaba al coronel.

—¡Lo que tienen que hacer es obedecer, capitán! ¡Y las instrucciones fueron muy claras!

—Sí, señor…

—Por Dios, ¿tan difícil es controlar los movimientos de un par de jóvenes extranjeros?

—Usted sabe que se criaron aquí, mi coronel. Hablan nuestro idioma y conocen bien esta zona del país.

—Por lo que veo, también se saben controlados. El hecho de que hayan escapado dice mucho en cuanto a su implicación en todo el asunto… No son simples amigos del reportero; hemos sido demasiado indulgentes con ellos. Movilice a más hombres, capitán. Los quiero localizados ya.

—¿Los… los detenemos?

Volkov no respondió enseguida. Primero se quedó mirando, abstraído, un nuevo expediente que había estado leyendo, con más información sobre los dos chicos: dónde habían estudiado en su infancia, sus familias, su trayectoria…

—No —contestó—. Quiero que continúen pensando que nadie los espía, que se desplacen con libertad. Ya llegará el momento de intervenir, capitán. Lo vital ahora es encontrarlos. No consentiré nuevos errores.

—De acuerdo, mi coronel.

—No quiero otra mala noticia —advirtió—. O se arrepentirá.

—Sí, señor.

—Y discreción. Si esos muchachos detectan la presencia de nuestros hombres, no nos serán útiles.

estrella

Motulyak permanecía medio incorporado en el sofá. Consultaba su portátil y las listas de víctimas, tanto oficiales como oficiosas, del Chudovishche. Ayudado por una mesita plegable sobre la que Natalia había colocado un folio en blanco, iba trazando con su mano libre un mapa donde señalaba determinados emplazamientos.

—¿Los lugares donde se ha manifestado el monstruo? —adivinó Natalia.

—Sí; me acabo de dar cuenta de que nuestra criatura de los bosques nunca se había mostrado tan activa como en los últimos días. Desde 2004 arroja una media de entre una y dos víctimas por año. Sin embargo, algo le ha debido de poner nervioso esta Navidad, porque se le atribuyen tres muertes desde el veintidós de diciembre pasado. ¡Tres muertes en doce días!

—Algo ha sacado al Chudovishche de su madriguera…

—Y de muy mal humor —completó Motulyak—. Sea lo que sea lo que los militares camuflan bajo esa leyenda, se les está yendo de las manos.

—Por eso están tan inquietos. Y tus indagaciones no han ayudado a tranquilizarlos, desde luego.

—Eso siempre es buena señal, ya lo sabes.

El gesto de Natalia le recordó la escasa gracia que le hacía a ella su audacia de periodista. Debía contener su entusiasmo profesional.

—¿Y por dónde se mueve la «criatura»?

—También se está desplazando a mayor distancia —respondió Motulyak—. El cadáver del cazador apareció muy cerca del cementerio de Braviak; la última muerte se ha producido en las inmediaciones del hotel Sebastopol, y el militar que inauguró esta racha de tragedias falleció cerca de la alambrada de Itanich. Todas las muertes de años anteriores se produjeron, por el contrario, en zonas más profundas del bosque, algunas próximas al pueblo fantasma de Korostik.

El reportero cavilaba. No conseguía encajar aquel ritmo de muertes tan selectivo en el escenario de una hipotética catástrofe nuclear; los desastres atómicos eran incontrolables, generaban víctimas indiscriminadamente en el momento en que tenían lugar, pero años después la radiación no provocaba daños tan fulminantes como los que provocaba el Chudovishche que parecían matar en unas horas.

Natalia observó el plano que estaba dibujando Motulyak.

—¿Por qué empleas dos colores para señalar la localización de los cadáveres?

—El azul, para las muertes de civiles; el rojo, para las de militares.

—Casi todas son bajas del ejército.

—Cierto, apenas han fallecido civiles. El gusto del Chudovishche parece decantarse por lo militar. Tal vez le motiven los uniformes…

Su broma logró que los labios de su novia dibujaran una leve sonrisa.

—Una labradora, un cazador, un chico que se perdió… —Natalia repasaba ahora la lista elaborada por Motulyak—. Ellos se encontraban en lugares que les corresponden. La muerte los sorprendió donde debían estar. Pero los soldados… Tenías razón: lo que no encaja es la presencia militar en los demás escenarios, cerca de Korostik. Teniendo en cuenta que en Itanich no hay instalaciones de ningún tipo salvo ese pueblo abandonado, ¿qué hacían allí? Es como si, verdaderamente, estuvieran buscando al Chudovishche en su territorio.

El reportero se encogió de hombros.

—¿El ejército lleva años organizando batidas para capturar a un monstruo que no existe?

—Un monstruo irreal que, sin embargo, ha ido causando bajas entre los miembros de la unidad que le intenta dar caza… —completó ella.

—Que no es otra sino la Unidad Especial de Intervención, dirigida por el coronel Volkov —Motulyak suspiró—. No tiene sentido. Si el Chudovishche es una fantasía creada por el ejército para ocultar muertes de soldados en extrañas circunstancias, ¿a qué vienen las víctimas civiles? ¿Y qué justificación tienen localizaciones tan expuestas como las últimas?

—Antónovich también era civil —recordó Natalia—. Si él fue eliminado por haber visto algo comprometedor, es de suponer que a lo largo de los años haya habido otros testigos accidentales.

—Me parece un planteamiento muy lúcido —opinó Motulyak—. Tal vez eso sí explique las víctimas civiles. Pero…

El reportero se interrumpió. Una ocurrencia le acababa de venir a la cabeza, y esperó a que madurara en su mente antes de manifestarla. Natalia, que le conocía bien, captó su gesto ausente y aguardó.

—El ejército sí persigue a algo o a alguien —afirmó—. Ha perdido a sus hombres en verdaderas operaciones de búsqueda.

Natalia enarcó las cejas.

—Entonces, a tu entender, ¿existe el Chudovishche. ¿Y qué pasa con la teoría de una catástrofe nuclear?

—Ya no sé qué pensar —reconoció él—. Pero lo que tengo claro es que llevan desde 2004 rastreando algo dentro del territorio de Itanich. Algo que les está dando muchos problemas.

—¿Qué te hace defender esa hipótesis con tal seguridad?

—Cuando Nikolái y yo acudimos al lugar donde se encontró el cadáver del cazador —explicó—, alcancé a leer los labios del coronel Volkov en una conversación que mantenía con otro oficial. Solo entendí una frase, que no supe interpretar: «Nunca se había alejado tanto». Di por hecho que se refería al cazador muerto, y recuerdo que me extrañó el comentario.

Natalia adelantó la conclusión:

—Volkov se refería a los movimientos del Chudovishche ¿verdad? No a los de su víctima.

—¡Mira el plano! ¡El coronel estaba en lo cierto! —Motulyak fue señalando los puntos rojos—. Si exceptuamos la muerte del último soldado, que es posterior, el presunto monstruo jamás se ha apartado de su madriguera en el corazón de Itanich en sus ataques a los militares. Todas las bajas que ha sufrido el ejército se han producido en las inmediaciones de Korostik. Las muertes de civiles han tenido lugar fuera del recinto militar, es cierto; pero siempre lejos de las zonas pobladas. El cazador, sin embargo, perdió la vida muy cerca del cementerio de Braviak.

Nunca se había alejado tanto. Había afirmado el coronel.

Volkov llevaba años siguiendo el rastro del Chudovishche por absurdo que sonara.

—Pero tu deducción implica aceptar la existencia de esa criatura…

Motulyak procuró estirarse sobre el sofá, dolorido. Natalia le acercó un vaso de agua y varios calmantes. Necesitaba un respiro.

—El único que sabe qué persigue la Unidad Especial de Intervención es el coronel Volkov —dijo después de tragar las cápsulas—. Y juraría que el general Petrov también.

—¿Y qué papel desempeña Karol Viridik en todo esto?

—Lo único que ha hecho ese tipo ha sido interesarse por los terrenos de Itanich en el peor momento —valoró—. El ejército jamás habría contado con un político corrupto para algo así. Descartado como sospechoso.

—Al menos, al reunirse con el general Petrov llamó tu atención —opinó Natalia—. Eso sí debemos agradecérselo.

—Desde luego.

Se quedaron en silencio.

—En fin, sea lo que sea eso que oculta Itanich, debe de tratarse de algo muy importante si han estado dispuestos durante estos años a sacrificar soldados por la causa —aventuró Natalia.

—Han estado dispuestos a sacrificarlos… y a ocultar sus muertes, lo que es mucho más grave. Ese comportamiento los incrimina en algún asunto que se aparta de la legalidad —ahora Motulyak se giró lentamente hacia su portátil—, probablemente relacionado con un origen atómico del incendio de Itanich. Estoy cada vez más convencido. Eso explicaría que el ejército nunca haya empleado esos terrenos. Se limita a custodiarlos porque nadie puede permanecer dentro de sus límites. Como ocurre en Prípiat. Sea lo que sea lo que ocultan —terminó Motulyak—, Serguéi Antónovich llegó a verlo. Ojalá hubiera tenido tiempo de contarlo en su blog.

—Aterrador —concluyó Natalia—. Todo aquel que logra ver aquello que los militares buscan, muere. Como una maldición. Y tú pretendes que sigamos su huella…

—No tenemos alternativa.