CAPÍTULO XXIV

—Así que no estáis dispuestos a iros. Ni siquiera aunque os lo suplique —Motulyak, que hasta este momento se había dedicado a escuchar, observaba ahora a los chicos con cara de póquer. Natalia permanecía sentada a su lado.

—No podemos abandonar ahora —explicó Ekaterina—. Un amigo nuestro murió en el incendio de Itanich. Se lo debemos.

—Pero os han seguido hasta aquí… —Natalia tampoco se mostraba muy convencida—. Esto es muy peligroso.

—Tendremos cuidado —intervino Nikolái—. Después de lo de Motulyak, no creo que estén dispuestos a arriesgarse con otra de sus «actuaciones».

—A ellos también les interesa la invisibilidad —apoyó Ekaterina—. Además, nosotros solo somos un par de turistas.

El reportero asintió ante la determinación de los dos jóvenes. Tampoco le sorprendía. En realidad, le habría decepcionado que Nikolái no luchase por mantenerse en la investigación.

—Rebecca, no subestimes a los militares —dijo—. Sobre todo en estas circunstancias. Han cambiado mucho las cosas en veinticuatro horas. Vuestra libertad de movimientos se ha terminado.

—Seremos muy prudentes —insistió Nikolái—. De verdad.

El chico cruzó una mirada cómplice con Ekaterina. Lo que había sucedido entre ellos un rato antes ocupaba sus mentes, a pesar de las circunstancias. Aquel beso…

—Tu padre nunca me perdonaría si te sucediese algo —objetó Motulyak—. Y yo tampoco.

—No te daré problemas —prometió Nikolái—. Pero entiéndeme: estoy viviendo una lección de periodismo real.

Aquella afirmación era cierta y sirvió para que todos dieran por zanjado el asunto; no había tiempo que perder.

—Este va a ser nuestro cuartel general mientras duren las investigaciones —empezó el reportero, adoptando un semblante de gravedad—. Natalia ha revisado la casa en busca de micrófonos. Parece limpia.

—Todo se ha precipitado —explicó ella— y esos tipos no han tenido todavía oportunidad de acceder al piso. Hasta ayer, los militares no pensaban que Motulyak supusiera una amenaza. Y desde entonces este apartamento no ha estado vacío. No han podido entrar.

—Quizá la línea esté intervenida —el reportero señaló el teléfono fijo—. No efectuaremos llamadas desde aquí. Lo que me pregunto es qué hacían en el bosque los soldados que han ido muriendo estos años en Itanich. Puedo aceptar alguna muerte accidental de cazadores, campesinos… pero ¿de soldados? Asumiendo que no se trata de miembros de la unidad que custodia la entrada a la zona y que el ejército nunca ha llegado a emplear esos terrenos, no tengo una respuesta sobre qué estaban haciendo allí los fallecidos. Y en tantas ocasiones, por cierto. Cinco en cuatro años.

—Es asombrosa la discreción con que la prensa ha tratado este asunto desde el principio —Natalia meneaba la cabeza, perpleja—. Nadie se ha preocupado de atar cabos, de asociar muertes que están claramente relacionadas. Durante siete años ha estado muriendo gente en esta región y nadie parece darse cuenta.

—¿Nadie se ha preocupado? ¿Tan segura estás de eso?

Motulyak planteaba, con su interrogante, una cuestión delicada: si Antónovich había sido asesinado por indagar demasiado, ¿habrían silenciado a otros curiosos?

Ella no se atrevió a responder.

—¿Cómo ha justificado el ejército la muerte de esos soldados? —preguntó Ekaterina, volviendo a la incógnita de qué pintaban los militares fallecidos en Itanich.

—Son muertes que tampoco se han difundido. La versión interna habla de «maniobras de entrenamiento llevadas a cabo por la Unidad Especial de Intervención». Se trata de una especie de brigada de la que nadie sabe mucho.

—Como la del coronel Volkov… —recordó Nikolái.

—Es la del coronel Volkov —Motuylak se masajeaba el brazo herido—. Aunque ayer por la noche se añadió una nueva víctima a la lista de militares fallecidos que no pertenece a esa unidad: el cabo Miloslav Nitchin. Se trata de la única excepción hasta el momento y la única muerte de soldado que sí ha trascendido oficialmente.

—¿También murió en Itanich? —Nikolái estaba impresionado por aquella noticia tan reciente. El reguero de cadáveres continuaba aumentando.

—Sí, aunque bastante lejos del sector habitual: en las proximidades de Vasilivka.

—¡En ese pueblo me alojo yo! —ahora era Ekaterina quien alzaba la voz—. En el hotel Sebastopol.

—Entonces casi fuiste testigo de la última muerte —comentó Motulyak—. Esta mañana ha habido una breve rueda de prensa al respecto. Por lo visto, el cabo Nitchin participaba en un dispositivo de vigilancia. Una operación antidroga, según las declaraciones del portavoz del ejército.

Ninguno de los presentes otorgó credibilidad a esa justificación. Estaban ya demasiado implicados en aquella conspiración que iba quedando al descubierto.

Ekaterina recordó entonces los haces de luz que había distinguido desde su habitación del hotel. Quién hubiera imaginado que durante esos minutos en los que ella se asomaba a la noche alguien estaba a punto de morir.

—Nadie ha conseguido ver en estos años los cadáveres de las víctimas del Chudovishche. Completó Motulyak. —Si tenemos en cuenta la foto de las quemaduras que colgó Antónovich, pertenecientes a la segunda víctima, y las secuelas similares que sufrió el grupo de lugareños que descubrió el cuerpo del cazador…

—La cuestión está sobre la mesa —terminó Nikolái por él—: ¿Todos los cuerpos de las víctimas del Chudovishche presentaban quemaduras?

—Imposible averiguarlo. En cualquier caso, ese tipo de lesiones no las provoca ninguna criatura, ni real ni legendaria —opinó Natalia.

—Pero sí la exposición a la radiación atómica —Ekaterina recuperaba la hipótesis de Nikolái—. ¿Y eso adónde nos lleva?

—A afirmar que el origen del incendio de Itanich no fue un rayo —concluyó el chico—, sino algo mucho peor, cuyos efectos no se han logrado neutralizar a día de hoy.

Se hizo un breve silencio.

—Hace un rato he hablado con el hermano de Antónovich —el reportero compartía ahora su nueva línea de investigación—. Entre los objetos personales que se le entregaron a la muerte de Serguéi no figura ninguna cámara de fotos.

—¡Pero eso es absurdo! —exclamó Nikolái—. De acuerdo con su último post. Antónovich acudió a Itanich la noche del veintidós de enero de 2008 para cubrir el hallazgo de la nueva víctima del Chudovishche. En ningún caso habría salido de casa sin su cámara.

—Estoy de acuerdo —convino Motulyak—. Es evidente que se la quedaron. ¿Motivo?

—Llegó a fotografiar algo comprometedor antes de morir —opinó Ekaterina.

—Precisamente durante la única ocasión en la que las circunstancias le permitieron adelantarse al ejército en la inspección del cadáver —coincidió el reportero.

—Eso fue lo que lo llevó a la tumba —Natalia suspiraba—. Algo consiguió fotografiar Antónovich aquella noche, algo tan importante que los militares decidieron eliminar hasta el último rastro. Y eso le incluía a él.

—El ejército llegó tarde… pero llegó —sentenció Ekaterina—. Y de qué manera.

La conjetura de Nikolái se materializaba. Junto a él, todos se habían quedado en silencio ante una acusación pronunciada sin tapujos: el ejército había asesinado a Serguéi Antónovich.

—Pero cometieron un error —añadió Nikolái con solemnidad—: Sus verdugos ignoraban que Antónovich tenía una página secreta en internet donde iba compartiendo sus avances.

Natalia acarició los cabellos de Motulyak, como si cada vez que se aludía al presunto accidente del periodista asesinado sintiese la necesidad de confirmar que su pareja seguía con vida. Su miedo se percibía en el salón.

Un miedo que todos empezaban a sentir. Resultaba irónico que investigar sobre el incendio de Itanich supusiera jugar con fuego. Pero así era.

—En esa dirección ya no podemos avanzar —señaló Motulyak—. Es hora de leer con detenimiento la página secreta de Antónovich. Eso nos ayudará a imaginar lo que andaba buscando cuando fue… ejecutado.

Ekaterina y Nikolái encendieron sus respectivos portátiles y accedieron al blog del periodista mientras Natalia ayudaba a Motulyak con su ordenador. No tardó en respirarse una atmósfera de lectura concentrada. Los cuatro iban recorriendo con sus ojos cada uno de los textos que Antónovich había alcanzado a colgar antes de su muerte, un total de cinco que cubrían un período de quince meses. Analizaban cada palabra, cada título, cada fotografía.

Nikolái leyó el primero, fechado el seis de noviembre de 2006.

Esa primera actualización no venía acompañada de ninguna imagen ni de comentario alguno. Nikolái, pensativo, la leyó dos veces más antes de pasar al segundo post el que contaba con la fotografía de la piel quemada del cadáver.

Nikolái levantó la vista de la pantalla de su portátil. El silencio no se había interrumpido. Todos proseguían con su estudio de los textos de Antónovich. Natalia se había levantado un par de veces para comprobar los coches que permanecían aparcados en las inmediaciones del edificio. En efecto, desde la ventana del salón confirmó que aquel domicilio seguía vigilado.

El chico reanudó sus reflexiones. La actualización que acababa de leer sí había sido comentada tanto por Anónimo1 como por Anónimo2. Ambos habían dejado mensajes, aunque se trataba de textos que no aportaban nada.

Nikolái volvió a la cuestión básica que todos se habían preguntado al acceder por primera vez a ese blog secreto:

¿Para quién escribe Serguéi Antónovich?

El hecho de que su blog fuera seguido por dos lectores era lógico; si el periodista consideraba que estaba cerca de desvelar algo muy importante, no hubiera tenido sentido que se guardara la información solo para él. En abril de 2007, Antónovich empezaba ya a ser consciente de que su intrusión lo situaba como elemento problemático para gente influyente, lo que equivalía a convertirse en blanco de represalias. En caso de que le ocurriera algo, todos sus esfuerzos no habrían servido para nada si él era el único depositario del resultado de las investigaciones.

Antónovich no había procedido así: era un periodista vocacional. Los comentarios de Anónimo1 y Anónimo2 confirmaban que el periodista se había asegurado de que alguien cogería el testigo si le sucedía algún «percance».

Había fichado a dos personas, los había convertido en cómplices de su investigación al facilitarles la dirección y contraseña de su blog secreto.

Nikolái se disponía a efectuar una comprobación sobre aquellos lectores clandestinos cuando llamaron al timbre.

No esperaban visita. Los cuatro se miraron asustados.

¿Quién esperaba tras la puerta?

—Borrad el historial de vuestros navegadores —reaccionó Motulyak mientras entregaba su ordenador a Natalia—. Y recoged todo. Id a tu hotel, Rebecca. Os llamaré más tarde.

El timbre volvió a sonar.

Alguien se impacientaba.

estrella

El coronel Volkov abrió el primero de los dos expedientes que el capitán Arshavin acababa de depositar sobre la mesa. Lo leyó con calma y, a continuación, se concentró en el segundo. Su semblante había exteriorizado cierto asombro inicial, que iba en aumento conforme sus ojos terminaban de estudiar el contenido del último documento.

—No me lo puedo creer —dijo, levantando la vista hacia Arshavin—. Estos dos jóvenes vivieron en la zona de Korostik hasta 2004.

—Así es —confirmó el capitán—. De hecho, ambos conservan la nacionalidad ucraniana.

—Ya veo que ella es la cantante de un grupo americano que ha participado en el homenaje a las víctimas de Chernóbil. Pero ¿y él? ¿Qué pinta en Ucrania?

—Por lo visto, ha regresado a su tierra para visitar a algunos familiares y de paso hacer un reportaje sobre el incendio de Itanich.

Volkov frunció el ceño.

—¿Ha venido desde España para eso?

—Sí, mi coronel. Además, parece ser que ayuda al conocido periodista Motulyak Ravek en algunos de sus trabajos durante su estancia aquí.

—¿Ese muchacho, Nikolái Sokolov, es periodista?

—Estudiante de periodismo en una universidad de Madrid. Su tarea es más bien… doméstica.

El gesto del coronel se relajó.

—Parecen conocerse mucho esos dos chicos. Sin embargo, se alojan en lugares distintos.

—Y llegaron a Kiev en fechas diferentes. No hemos podido averiguar en qué momento se reunieron, pero parece evidente que son amigos.

—¿Y de qué conocen a Motulyak Ravek?

—No estamos seguros. No hemos encontrado ningún vínculo entre ella y el periodista, pero todo apunta a que Ravek conserva alguna relación con la familia del chico en España.

—Ya veo que tanto Ekaterina como Nikolái nacieron en 1990 —señaló Volkov—. Una generación… conflictiva, no cabe duda.

—¿Mantenemos la vigilancia sobre ellos?

El coronel reflexionaba.

—¿El resto de los integrantes del grupo musical se aloja también en el Sebastopol?

—No lo hicieron mientras estuvieron aquí, señor. Ya han regresado a los Estados Unidos.

Volkov sonrió.

—Pero ella se ha quedado. Vaya. Dos decisiones que resultan llamativas. Y prometedoras.

—¿Entonces?

—Que refuercen el seguimiento. No quiero que esos muchachos den un paso sin que lo sepamos.

—¿Está usted seguro? Son solo un par de críos. Disponemos de pocos efectivos, y…

—Haga lo que le he dicho. Los movimientos de esos jóvenes nos pueden ser muy útiles.

El capitán Arshavin se retiró para comunicar las nuevas órdenes.

estrella

—Qué sorpresa.

Las palabras de Motulyak no traslucían excesivo entusiasmo. Las había pronunciado desde el sofá al saludar a la visita.

Un colega llamado Arkadi Efímovich aguardaba en la puerta. Acababa de cruzarse con los chicos, que con un escueto «que te mejores» habían salido de allí. Efímovich los había seguido con la mirada antes de volver a prestar atención al reportero.

—No pareces muy contento de verme —dijo ofreciéndole una caja de bombones a Natalia—. Encima de que vengo para desearte una pronta recuperación…

Motulyak contempló las facciones ávidas de su viejo colega, sus ojillos hipócritas que no dejaban de analizar cada detalle del salón. Desconfía. Se dijo. Ten cuidado.

—Este gesto no va contigo, Arkadi. Tú jamás te preocupas por nadie. Pero pasa, pasa. Ponte cómodo y así podrás decirme lo que te traes entre manos.

El aludido obedeció, sentándose en un sillón próximo. Natalia le trajo una cerveza de mala gana, haciendo el esfuerzo de hospitalidad que le había insinuado su novio con una mirada.

—Qué injustas son tus palabras, amigo —se defendía Efímovich—. Únicamente me preocupo por los demás cuando la situación lo requiere. Y tú has sufrido un accidente serio.

—Sí, claro. Un accidente —el tono irónico resultó evidente, pero el recién llegado fingió no captarlo.

Natalia permanecía cerca, en silencio. Había decidido no intervenir. La mera posibilidad de que aquel individuo de apariencia vulgar estuviese colaborando con quienes habían hecho daño a Motulyak, de que hubiera tenido la poca vergüenza de acudir a la casa de su víctima, la enervaba. Pero sabía que no debía perder el control.

—¿Te encuentras mejor? —Efímovich retomaba su tono cordial.

—Esto va poco a poco. Pero me recuperaré.

—Me alegro. Hoy día hay que tener cuidado con la carretera. Hay gente que conduce como loca…

—Ya lo he comprobado.

—Sobre todo en según qué zonas —ahora Efímovich no despegaba sus pupilas de él. Aquello era una advertencia en toda regla—. Por eso hay que elegir bien las rutas. Menos mal que esta vez has tenido… suerte.

Natalia se levantó. La osadía de aquel sujeto en su propia casa era indignante.

Motulyak soportó a duras penas la rabia. Su colega era un vendido, sí. Pero de la actitud que ellos exhibieran dependía el informe que iban a recibir los jefes militares de los que dependía su libertad de movimientos. Tenía que resistir y ofrecer una imagen inofensiva, el mismo mensaje que transmitió a Natalia con un gesto. Aguanta, cariño. Tenemos que aguantar.

—Me temo que durante una buena temporada no voy a salir mucho —dijo—. El médico me ha recomendado reposo.

—Muy razonable. Cualquier exceso puede agravar las lesiones y complicar la recuperación. ¿En qué estabas trabajando? ¿Quieres que te ayude con algún encargo pendiente?

Efímovich sonreía. Motulyak simuló plantearse en serio aquella alternativa antes de rechazarla:

—No te preocupes, muchas gracias. Lo que voy a hacer ahora es acostarme, si no te importa. Tengo que recuperar fuerzas.

No se le había ocurrido una despedida más sutil.