Nikolái y Ekaterina se hallaban sentados en la cama de una confortable habitación del hotel Sebastopol. Permanecían muy juntos frente al portátil que ella sostenía abierto sobre sus muslos. Una imagen copaba la pantalla del ordenador: la fotografía de una porción de piel chamuscada.
Se trataba de una instantánea algo cruda que acompañaba el segundo post del blog de Antónovich. Pero Nikolái no lograba prestar atención: su proximidad a Ekaterina le descentraba. No podía evitarlo. Sus rostros quedaban a la misma altura, y si el chico apartaba la vista del ordenador para girarse hacia ella, podía percibir un olor suave, a champú, en aquellos cabellos rubios que no habían perdido para él su efecto hipnótico.
Se dejó embargar por ese aroma que su memoria registraba para futuros sueños. Nadie podría arrebatárselo ya.
Nikolái procuró frenar el rubor que empezaba a colorear su rostro atendiendo ahora a la fotografía —fingiendo hacerlo—, temeroso de que ella pudiera descubrir sus pensamientos. De refilón atisbó, no obstante, el perfil de Ekaterina, su nariz respingona, las mejillas entre las que brotaban sus labios.
Nikolái empezó a perder la convicción que había ido alimentando durante la noche en vela. Tal vez no era tan buena idea mostrarle a ella sus sentimientos.
¿Y si ella lo tachaba de oportunista, en medio de la situación en la que se encontraban? Nikolái no podría soportar su desprecio.
—No hay nada que discutir, ¿verdad?
Él se había vuelto por completo hacia ella para formularle el interrogante. Ekaterina captó a la primera el significado de esa pregunta.
—Creo que no —sonreía—. Nos quedamos. Hasta el final.
—No podemos irnos ahora. Esta vez, no.
—Sería una traición —confirmó Ekaterina, convencida—. Seguiremos adelante hasta descubrir lo que hay detrás de todo esto. Por Dimitri.
Nikolái experimentó un fogonazo de lucidez; supo que aquella era la oportunidad y decidió lanzarse al vacío antes de que su determinación se diluyese:
—Yo nunca olvidaré a Dimitri —comenzó, reuniendo fuerzas—. Pero si me quedo es por ti, Ekaterina. Es… por ti.
Sus palabras se precipitaron como un torrente por el espacio que separaba las miradas de ambos. Congelaron el instante.
Se había hecho el silencio. Algo había cambiado en la atmósfera de la habitación.
Ni se movían ni dejaban de observarse. Ella entrecerraba los ojos, indagando en los de él el significado de sus palabras.
Todo lo demás parecía haber quedado al margen, arrastrado de un golpe por la intensidad de ese momento.
La mano de Nikolái avanzó sobre el edredón buscando la de Ekaterina y se situó encima poco a poco, tímidamente. Ella no retiró la suya.
Se la veía tensa. Por primera vez, indecisa.
—¿Qué has querido decir, Nikolái?
Él suspiró. Quemadas las naves, no quedaba sino el avance:
—Que no estoy dispuesto a volver a perderte. Te necesito —tomó aire—. Te he necesitado siempre.
Ella vacilaba.
—Pero si no me conoces… Ha pasado mucho tiempo…
Nikolái recordó las palabras de Motulyak.
—¿Tanto hemos cambiado?
Nikolái acercó su rostro al de ella todavía más. Cada uno distinguía su propio reflejo en las pupilas del otro.
Ekaterina no había respondido. No estaba acostumbrada a ceder la iniciativa y, en aquella ocasión, Nikolái la había pillado en fuera de juego. Ahora, sin margen para reaccionar, se veía arrastrada a un terreno resbaladizo donde perdía su mejor baza: la seguridad.
A pesar de todo, muy erguida, tampoco rehuía la audacia de su antiguo amigo. El único obstáculo que parecía interponerse era el de la incertidumbre. Ambos se daban cuenta de que a cada paso se iba abriendo un horizonte dudoso. Y a ella la intimidaba aquel escenario en el que —intuía— habían empezado a jugar con la torpeza de los principiantes.
Daba vértigo asomarse a lo que proponía Nikolái.
Ninguno de los dos rompía su mutismo. Calculaban las repercusiones de una nueva maniobra. La posibilidad de un tropiezo, de una imperdonable precipitación, los frenaba.
Hacía tan poco que se habían reencontrado…
—No sé si es demasiado pronto —dijo ella—. Y en esta situación…
Nikolái estudiaba cada gesto de su amiga, anhelando cualquier indicio que le alentara. Finalmente, creyó atisbar una tenue complicidad en las objeciones poco sólidas de ella y se obligó a vencer la última distancia que le separaba de Ekaterina.
La apuesta era a todo o nada.
Y llegaba el momento de jugar. Su turno.
Nikolái posó sus labios sobre los de Ekaterina con lentitud, sin dejar de mirarla.
Ella se apartó un instante.
—¿Qué estamos haciendo? —acertó a pronunciar débilmente.
—No puedo responder por ti —contestó Nikolái—. Yo, cumplir un sueño.
Natalia había regresado muy pronto del trabajo para estar con Motulyak. Este había insistido la noche anterior en que no lo hiciera, pero ella se había mostrado inflexible y ahora ya estaba en casa. Incluso le había ayudado a almorzar. La actitud de la mujer, que él agradecía, intensificaba sin embargo la sensación de culpabilidad que el reportero sufría desde su decisión de continuar con el asunto de Antónovich.
Natalia no se merecía eso.
—Siéntate conmigo, por favor —pidió Motulyak mientras palmeaba con su mano libre uno de los cojines del sofá.
Ella obedeció en silencio. Su rostro exhibía una tristeza lánguida. La de la resignación.
El reportero se había incorporado y ahora, apoyando su magullado torso contra unos almohadones, buscaba una postura que le permitiera mantenerse en posición erguida con el menor daño posible.
—¿Te duele mucho?
—No, la sobredosis de calmantes está funcionando.
—Menos mal.
—¿No vas a decir nada? —a Motulyak le apenaba más el silencio mártir de ella; la quería demasiado, no necesitaba que Natalia se quejara para percibir su angustia.
—Ayer dije lo que pensaba. Tampoco hubiera hecho falta —añadió con amargura—. Nos conocemos demasiado bien. Evitemos discusiones inútiles. No voy a conseguir que abandones el caso, así que no volveré a pedírtelo.
—Natalia, ojalá pudiera evitarte el sufrimiento —reconoció él—. Me he planteado apartarme de todo esto, en serio. Pero… no puedo. Sería como… renunciar a mí mismo. No puedo. Hay periodistas que se pasan toda la vida esperando una oportunidad como esta. No puedo mirar hacia otro lado. Por la verdad y por mi carrera.
Ella asintió.
—Ya me advertiste de lo que suponía enamorarse de un periodista —dijo—. Me avisaste, así que ni siquiera me queda el recurso de la decepción. Al menos déjame que no muestre entusiasmo. Me da tanto miedo que te ocurra algo… Mírate. Te han herido, Motulyak. Y esto no ha hecho más que empezar.
Él la abrazó como pudo, con su brazo en cabestrillo.
—Eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida, Natalia —dijo Motulyak—. Prometo que te compensaré.
Ella contenía las lágrimas.
—Me basta con que me prometas que seguirás a mi lado cuando esto termine. Que no te harán más daño.
—Te lo prometo. No hay quien pueda con Motulyak, ya lo sabes.
Los dos se escudaron en aquella falsa certidumbre.
Natalia esbozaba una leve sonrisa. Había apoyado la cabeza en el pecho de él, desde donde alcanzó a escuchar el rítmico compás de sus latidos.
—Anda, dime lo que has averiguado en mi ausencia. Porque seguro que te ha faltado tiempo para ponerte a investigar, incluso en tu estado…
A él le emocionó el esfuerzo que su novia estaba haciendo al fingir aquel interés. Su gesto constituía una muestra de auténtica generosidad.
—He averiguado cuánto hace que los terrenos de Itanich que rodean las ruinas de Korostik son propiedad del Ministerio de Defensa —comenzó.
—Déjame adivinarlo: ¿desde el incendio?
—Exacto. Poco después de la tragedia, el treinta de marzo de 2004, toda esa zona pasó a manos militares. El ejército acudió a intentar sofocar las llamas… y ya no se fue de allí. Curioso, ¿no?
—Supongo.
—También he comprobado que buena parte de las víctimas que la leyenda atribuye a esa criatura del bosque, el Chudovishche son soldados.
Aquel dato le pareció a Natalia menos sorprendente.
—Bueno, si por allí cerca hay instalaciones militares…
—Es que no las hay —matizó Motulyak—. Ese es el problema. Recuerda, el recinto militar de Itanich está vacío. ¡No hay nada salvo el pueblo abandonado! Nunca ha llegado a ocuparse. Las únicas tropas que se mueven por allí son las que custodian su acceso. Y esto me lleva a los siguientes interrogantes: ¿por qué tuvo tanta prisa el ejército en apropiarse de esos terrenos, si después no los ha empleado? Y, en segundo lugar, ¿a qué viene esa vigilancia tan rigurosa para una propiedad que nada oculta?
Esta vez, Natalia no supo qué contestar.
—Además —continuó Motulyak—, los emplazamientos de las muertes se reparten por puntos muy distantes dentro de Itanich, no siguen el trazado de la empalizada que rodea el terreno militar.
—¿No lo hacen?
—Eso es lo más llamativo: las presuntas víctimas militares del Chudovishche no pertenecen a la unidad que se encarga de la vigilancia de Itanich, la única tropa con presencia oficial allí.
Aquel era el motivo por el que la ubicación de esos fallecimientos quedaba fuera de la alambrada que circundaba buena parte de Itanich. A Motulyak, por otra parte, le había sido muy fácil relacionar los soldados fallecidos con la brigada comandada por el coronel Volkov, aunque no podía demostrar esa sospecha.
—¿Seguro que las víctimas no son compañeros de los guardias? —preguntaba Natalia—. ¿Te lo han confirmado?
—Pues claro que no. El ejército ni siquiera reconoce la existencia de ese monstruo. Todas sus bajas desde el año 2004, unas cinco que no se han difundido, han sido declaradas como muertes por causas naturales o accidentales.
—Vaya índice de mortalidad… ¿Y cómo has obtenido esa información?
—Gracias a la web de un famoso ocultista… y al blog de Antónovich. He confirmado que las muertes a las que aluden ambos son reales. Aunque difíciles de rastrear, por cierto.
—¿La web de ese ocultista es pública?
—Sí.
—Pero si fuera cierto que en Itanich el ejército esconde algo tan grave, a estas alturas ese tipo habría corrido la misma suerte que Antónovich.
Al reportero le vino la respuesta con una claridad pasmosa:
—Su celebridad lo vuelve un blanco complicado. Además… puede que al Ministerio de Defensa le interese que se atribuyan esas muertes al Chudovishche.
—¿Cómo?
Natalia tuvo que reconocer que, a pesar de sus reticencias, el hilo deductivo de su novio la intrigaba.
—¿Puedo beber un trago? —pidió Motulyak—. Los enigmas dan una sed…
—No, cariño —ella le acarició el pelo, exagerando la compasión con una mueca que delataba su pequeña venganza—. Recuerda la dieta de celebraciones.
—¿Y no puedo celebrar todo lo que estamos descubriendo?
—No con la medicación que has tomado.
Ella retomó entonces el tema de la conversación, sorprendida por la genuina curiosidad que le provocaba:
—¿Dices que al ejército le interesa ampararse en el rumor de que el Chudovishche ha matado a varios de sus hombres?
—Si consigues que el pueblo se crea una explicación, aunque sea tan absurda, el pueblo deja de hacerse preguntas.
—Ya veo.
—Esa teoría sobre las muertes es precisamente lo que Antónovich cuestiona en su blog clandestino —recordó la foto del cadáver con quemaduras—. Mi colega no se creía la leyenda de la criatura: insistía en que tenía que haber otra justificación para ese porcentaje tan alto de muertes accidentales en un colectivo joven y preparado como el militar.
—Vaya.
—Intuyo que si Antónovich hubiese defendido la tesis del ocultista, ahora estaría vivo. Pero no lo hizo. Se empeñó en buscar otras explicaciones.
—La bitácora de tu colega es secreta —objetó Natalia—. Si los militares la hubieran detectado en la red, ya la habrían eliminado.
—Eso es cierto, lo que me lleva a pensar que Antónovich no fue lo suficientemente discreto en su trabajo de campo. Sus verdugos no llegaron a leer el blog oculto: lo mataron al descubrir sus indagaciones reales, sin sospechar que iba dejando constancia de ellas en internet. No somos nosotros los únicos sorprendidos con su doble vida.
—Madre mía.
—Pues sí. Cuanto más lo analizo, más oscuro se va volviendo todo. Hay mucha mierda detrás de lo que estamos descubriendo, Natalia. Mucha.
—Mi coronel —el capitán Arshavin le tendió por encima del escritorio un par de hojas de papel—, aquí tiene la lista de huéspedes que ayer por la noche ocupaban habitación en el hotel Sebastopol.
Volkov alargó su brazo para atrapar ese documento.
—Gracias, puede retirarse.
Los ojos del coronel fueron recorriendo con avidez aquella relación de nombres desconocidos, en su mayoría emparejados. A cada lado figuraba el número de habitación donde habían dormido y la nacionalidad o procedencia.
Volkov apretó los dientes, dejándose llevar por el resentimiento. Necesitaba pistas que le ayudaran a capturar y eliminar a ese adversario que lo había humillado en tantas ocasiones.
¿Se escondía entre aquellos apellidos algún vínculo con el enemigo, tal vez el detonante de la osadía que estaba mostrando su objetivo durante los últimos días? El coronel tuvo que reconocer que tampoco sabía bien qué buscar.
Su mirada se detuvo en la identificación del huésped número dieciséis, intrigado ante su origen: Nueva York, Estados Unidos (vía Kiev).
Rebecca Welsh.
El coronel arrugó el entrecejo. ¿Qué pintaba allí una americana? Los medios extranjeros que habían acudido al homenaje de Chernóbil se habían alojado en poblaciones mucho más cercanas al lugar de los eventos. Vasilivka era un pueblo pequeño sin ningún interés.
¿Qué había llevado a esa tal Welsh a escoger el hotel Sebastopol?
¿Qué había llevado a aquella mujer a aproximarse tanto a Itanich?
Volkov no quiso precipitarse; la impaciencia podía entorpecer su juicio. Recuperó la frialdad, y sus ojos se afilaron conforme continuaba con su análisis: los demás inquilinos del establecimiento procedían, en efecto, de Ucrania, Rusia y zonas limítrofes.
Los dedos del coronel bailaban sobre la mesa mientras meditaba.
¿Quién es esa mujer?
En las inmediaciones del hotel Sebastopol, el sector al que casi se había asomado la criatura desde la arboleda, no había más edificios significativos, tan solo viejas casas de lugareños. ¿Entonces?
La inspección del tramo de bosque que colindaba con Vasilivka en ese extremo confirmó que el enemigo había permanecido durante largo rato allí. Quieto.
¿Por qué?
Después de años sin apenas movimiento, ¿qué impulsaba al objetivo a salir de su madriguera para delatarse con aquella maniobra? ¿Qué miraba? ¿Qué aguardaba en aquel punto exacto del bosque?
El coronel Volkov sabía que, si lograba averiguarlo, podría atrapar a la criatura.
Y nada despertaba en él tanta ansiedad. No descansaría hasta tener la cabeza de su objetivo. Llegaba el momento de la sangre.