CAPÍTULO XXII

—Necesitamos un cebo —susurró el general Petrov, de pie frente a un plano de la región de Itanich—. Algo que lo atraiga hacia nosotros. No podemos permitirnos nuevas bajas y nuestro enemigo conoce bien el territorio. No quiero más fracasos.

El coronel Volkov estuvo de acuerdo.

—Si seguimos sacrificando hombres, el proyecto saldrá a la luz —observó—. No podremos ocultarlo por mucho más tiempo. Hay que acabar con esto, mi general.

Petrov emitió un gruñido.

—Cuénteme algo que yo no sepa —las yemas de sus dedos se apoyaban en el corazón del mapa de aquella zona—. El carácter confidencial del programa nos ha impedido contar con más recursos. Y cuando las cosas salen mal, los políticos se desentienden. Hijos de perra.

—Ese es el problema. La superficie de Itanich es enorme y su orografía complicada. Los efectivos de la brigada son insuficientes para cubrirlo. Por no hablar de otros riesgos que usted conoce bien.

—En cualquier caso, esa criatura se escabulle con demasiada facilidad —Petrov se giró hacia el coronel—. Lo que quiero son resultados, Yuri. Mi paciencia tiene un límite. Si caigo, usted caerá conmigo. No necesito recordárselo.

Golpeó con un puño la pared del despacho, un gesto que no impresionó al otro oficial.

Volkov ofrecía su acostumbrado semblante lúgubre.

—Trabajamos en el diseño de una estrategia que puede resolver este asunto para siempre, mi general. Solo necesito… un poco más de tiempo.

Petrov frunció el ceño.

—Tiempo es lo que no tenemos, coronel. ¿Se ha percatado de los últimos movimientos del enemigo? ¡Ha llegado casi hasta Vasilivka! Nunca se había alejado tanto de su zona de influencia.

—Estoy analizando los motivos que le han llevado a exponerse tanto, mi general. Puede que ahí tengamos el cebo que usted pedía.

Volkov exhibía una sonrisa retorcida que inquietó incluso a su superior.

—Retírese, coronel —el general miró a los ojos a Volkov—. Y tráigame la cabeza de ese engendro.

Motulyak mantenía una conversación a través del ordenador, tendido sobre el sofá y con unas ganas terribles de echar un trago de vodka.

Su colega Alexéi le estaba transmitiendo la información sobre la muerte de Mollensko vía Skype. Los primeros detalles facilitados no habían sorprendido al reportero: la prolongada autopsia a la que se había sometido el cuerpo del fallecido, el hecho de que la familia del cazador no hubiera llegado a ver el cadáver de Bratislav (con el pretexto de que los dos días que sus restos habían pasado a la intemperie lo habían dejado en un estado irreconocible)…

Nada nuevo bajo el sol. Con Mollensko se ha seguido el siniestro protocolo habitual. Un nombre más en la lista de víctimas… un nombre sobre el que conviene no indagar demasiado.

Su identificación había corrido a cargo, por tanto, de forenses militares. Motulyak habría apostado un brazo a que la unidad del coronel Volkov había sido la designada para esa tarea.

—La entrega de los enseres personales que portaba el cazador en el momento de su muerte se produjo casi una semana después —dijo Alexéi a través de Skype—. Demasiado tiempo para un trámite tan sencillo, ¿no? Pero sirvió para frenar las suspicacias de sus parientes.

—Ya.

—Por cierto —añadió el compañero—, todavía se recuerda la aparición de Antónovich aquel día. La vecina de Mollensko con la que he hablado lo vio llegar en moto a la zona del bosque donde encontraron el cuerpo de la víctima. Lo que pasa es que, poco después, Antónovich se apartó del grupo que había organizado la búsqueda al escucharse un grito sospechoso en otra zona del bosque.

¿Un grito? ¿Tal vez procedente del soldado que había muerto aquella precisa noche del hallazgo del cuerpo de Mollensko?

Motulyak tomó buena nota de ello.

—¿Algo más?

—Una curiosidad: los soldados tardaron en llegar.

Motulyak recordó el contenido de la web secreta de Antónovich.

—¿Qué quieres decir?

—Que, como fueron los propios lugareños quienes encontraron el cuerpo de Mollensko, se tardó en avisar a los militares. Puede que la familia del cazador, que se encontraba rastreando otra zona, no llegase a ver el cadáver de Mollensko. Pero algunos de aquellos hombres sí lo consiguieron.

—Y eso incluye a Antónovich…

—Supongo que sí.

Se confirmaba de ese modo que el periodista no mentía en la última actualización de su página oculta. Ahora llegaba una previsible pregunta:

—¿Y vieron algo especial en el cuerpo del cazador?

—La persona con la que he hablado no fue de las que se acercaron tanto al cadáver. Pero recuerda que los que sí lo hicieron hablaban de quemaduras.

Lo bueno de que la gente del campo no sospeche lo que puede haber detrás de estos presuntos accidentes es que hablan sin miedo. Pensó Motulyak.

Menos mal.

—¿Quemaduras? —repitió, recordando la foto del blog secreto de Antónovich.

—Eso es. El ejército argumentó que el reflejo del sol en la nieve durante tantas horas había producido lesiones en la piel del cadáver.

Motulyak percibió algo en el tono de Alexéi.

—Amigo, ¿te estás guardando algún detalle?

Alexéi carraspeó.

—No sé… Hay algo que suena raro. Es que la señora con la que he hablado me ha comentado que, según dijeron quienes alcanzaron a ver el cuerpo, la ropa estaba intacta.

—¿Intacta, después de dos días a la intemperie?

—Eso es. ¿Qué puede significar eso?

—Un fenómeno curioso: que durante cuarenta y ocho horas en pleno bosque, no se aproximó al cuerpo de Mollensko ni un solo animal.

—Joder, qué extraño.

—Extraño, no. Inexplicable.

—Pues aún hay más. Varias de las personas que localizaron el cuerpo de Mollensko enfermaron días después. Eso alimentó todavía más la leyenda del Chudovishche según la cual ese monstruo envenena los cuerpos de sus víctimas.

Motulyak se llevó las manos a la cabeza.

—¿Pero qué está sucediendo en Itanich? Cada vez entiendo menos.

No era cierto; la teoría formulada por Nikolái ganaba enteros en su cabeza: ¿contaminación radiactiva?

—No tengo ni idea —respondía Alexéi—, pero yo que tú tendría cuidado con las preguntas que haces. Me da la impresión de que estás metiendo las narices en un asunto muy peligroso. Huelo ya el tufillo de una conspiración de silencio.

El reportero resopló.

—No necesito consejos, Alexéi. Lo que necesito es más información. ¿Qué pasó con la gente enferma?

—Salvaron la vida gracias a la intervención de los médicos militares. Fueron confinados en unas instalaciones del ejército donde permanecieron en cuarentena. No se facilitaron diagnósticos y, ya te lo adelanto, ninguno de los afectados querrá hablar de ello.

Motulyak se quedó pensando unos instantes hasta que una corazonada activó sus impulsos:

—Alexéi, ¿por casualidad no habrás conseguido la lista de esos efectos personales que se recuperaron tras la muerte de Antónovich?

—Ahí me pillas, solo me he informado sobre la muerte de Mollensko.

—No te preocupes, aun así me has ayudado mucho. ¿Te ha sido fácil obtener la información?

Alexéi soltó una risilla.

—Le he dicho a mi fuente que el periódico está preparando un homenaje a Antónovich.

—Eres todo un profesional. Sin escrúpulos, pero un profesional.

—¿Estamos en paz?

El reportero asintió.

—¡Claro!

—¿Algo más?

—Antónovich era soltero, ¿no?

—Sí. Fue su hermano Boris quien se encargó de todo a su muerte. Yo no he recurrido a él, pero tengo su teléfono.

—Dámelo, por favor.

estrella

Itanich, … 2004

No lo voy a conseguir. Siento cómo mi organismo se deteriora a cada paso, cómo se acelera la degeneración en mi interior. Algo se ha roto dentro de mí. Definitivamente.

Escupo sangre. El dolor y las convulsiones han vuelto.

No voy a alcanzar ese resplandor, aún queda lejos. Me arrastro hacia él, no quiero quedarme aquí.

Lo intento.

No quiero morir dentro de este túnel. Solo, en la oscuridad.

Me he detenido. He agotado las últimas fuerzas.

No puedo moverme.

Llamo a gritos a mi familia. A mi madre.

Escribo. Nunca llegaré hasta la luz ni puedo ya retroceder.

Estoy atrapado.

Voy a morir dentro de este túnel.

Nunca llegaré hasta el resplandor.

Mis pensamientos empiezan a perder coherencia.

La muerte me ha sorprendido bajo tierra.

La muerte me esperaba.

Resisto.

Me voy desvaneciendo.

La muerte.

Ekaterina. Nikolái.

Intento sostener la matrioska entre mis manos. Mis dedos no responden, suelto la muñeca.

La pierdo en la penumbra.

Mi cuaderno va a caer también. Apenas consigo escribir cada palabra.

Mi cuaderno va a caer.

Y con él, mi conciencia.

La muerte avanza por las galerías.

Alargo un brazo hacia el resplandor.

La negrura me consume, me desintegro en ella.

El eco de mi grito se pierde por los túneles.

La linterna se ha fundido.

Oscuridad.

La muerte viene a recogerme. Tan cerca de la luz.

estrella

El coronel Volkov estudiaba con detenimiento un mapa de la región de Itanich en el que diferentes chinchetas marcaban emplazamientos muy concretos.

—No hay duda —advirtió con su voz profunda al capitán Arshavin—. Esa criatura no solo ha estado excepcionalmente activa durante los últimos días, sino que ha llegado bastante más lejos de lo que nunca habíamos detectado —señaló con un dedo—. Anoche estuvo rondando casi a la entrada de Vasilivka. Inadmisible.

—Su capacidad de desaparecer en el bosque es asombrosa —tuvo que reconocer el otro oficial—. Es como si se volatilizara.

—Conoce cada árbol, cada matorral, cada relieve del terreno. Y ha aprendido a resistir en medio de una naturaleza hostil. Como un animal.

—Pero no es un animal, mi coronel.

Volkov chasqueó la lengua.

—Si lo fuera, ya lo habríamos capturado. Todavía piensa, capitán.

—Sí, señor.

—Nuestro objetivo ha exhibido a lo largo de estos años una sorprendente capacidad estratégica. Subestimarle ha sido el mayor error. Y varios soldados han pagado con sus vidas nuestra soberbia.

El capitán resopló.

—Pero ¿cómo puede sobrevivir allí?

—Él no es como los demás —sentenció Volkov—. Por eso lo necesitamos.

—¿Vivo?

—Esas fueron las primeras instrucciones. Pero el objetivo ha pasado a convertirse en un riesgo excesivo. El general Petrov quiere eliminarlo. Punto.

—De acuerdo, mi coronel.

Volkov se sentó en el sillón de su despacho.

—Lo que necesitamos es averiguar qué estimula a esa criatura —observó—. Qué le está impulsando a desplazarse tan lejos del sector donde se siente protegido. Si damos con su motivación, estaremos en condiciones de predecir sus movimientos. Y entonces será nuestro.

—Pero, mi coronel, es imposible meterse en la cabeza del objetivo…

—No lo creo —insistió Volkov.

—¿Qué sugiere entonces, mi coronel?

Volkov orientó su mirada hacia la ventana que iluminaba aquella estancia.

—Ayer por la noche, nuestro objetivo se aproximó al hotel Sebastopol, recuérdelo. Incluso se quedó un tiempo allí.

El capitán enarcó las cejas.

—¿Insinúa que puede tener interés en ese edificio?

El coronel afiló una mueca tenebrosa.

—Consígame la lista de todos los clientes que estuvieron alojados en ese establecimiento ayer por la noche.

—Sí, mi coronel.

—¿Tienen ya los informes sobre esos jóvenes con los que se relaciona Motulyak Ravek?

—Estamos en ello, mi coronel.

—¡Los quiero hoy! Se agota el tiempo, capitán.