CAPÍTULO XXI

Itanich, … 2004

Recaída. No he tenido fuerzas para escribir durante semanas. En varias ocasiones he pensado que me moría, que todo terminaba.

Qué terrible asumir que mi resistencia no había servido para nada. He conocido el vacío que late en cada rincón de Korostik.

Pero he sobrevivido. Una vez más.

Estoy mejor.

Han sido semanas muy largas. El dolor y la fiebre solo me han permitido arrastrarme por mi madriguera como un alma en pena. La falta de provisiones es lo único que me ha forzado a salir del «agujero». Eso, y el hecho de que la radio no funciona en las profundidades de mi refugio.

La música me ayuda.

Me ha salvado. También me anuncia la llegada de cada jornada. Es hermoso conocer en qué día vives cuando alcanzar una nueva mañana es ya un logro, cuando cada día puede ser el último frente a un horizonte invariable.

Con la radio converso. Hablo con las voces familiares de los locutores como si pudieran oírme. Necesito sentir que alguien me escucha.

Ellos han regresado dos veces. Los extraños. Intuyen mi debilidad. Siempre con sus uniformes, siempre armados. Con sus señas, sus vehículos blindados, con su avance furtivo.

Es tan evidente que no buscan supervivientes… Buscan al enemigo. Vienen a matar. Para ellos esto es un coto de caza, y yo soy la presa.

Su intromisión me cansa, el sonido de sus botas contra la tierra quemada profana la quietud de la enorme sepultura que es Korostik. La ingenuidad de esas tropas no los lleva hasta mí: los pone en mis manos.

Mi invisibilidad no ha impedido que continúen buscándome. Saben que sigo vivo. Y yo sé que lo saben.

Mi presencia les estorba.

Pero este es mi reino.

He seguido explorando la red de túneles en el «agujero». Mochila al hombro y con la linterna en la mano, cada jornada me dedico a recorrer una de las galerías. Durante esta labor, anoto mis impresiones en el cuaderno donde ahora escribo.

Mi lenguaje de muescas me facilita siempre el retorno en medio de este laberinto. Hay decenas de vías abiertas en todas direcciones; algunas, artificiales; la mayoría, naturales. Muchas de ellas, de profundidad desconocida. El estallido debió de conectar las grietas con cauces de antiguos manantiales que se extienden, secos, por el subsuelo, lo que ha multiplicado la proporción de este mundo ciego.

Es imposible calcular los límites de esta telaraña de túneles oscuros que se derrama hacia la negrura más absoluta. Los hay amplios y otros mucho más estrechos. Los abiertos y los bloqueados para siempre por avalanchas de rocas o peñas inmensas. Ya reconozco incluso los fiables y los peligrosos, esos con tabiques de piedras sueltas que amenazan con precipitarse sobre el loco que prosiga a través de ellos.

También hay pasadizos ascendentes y descendentes.

Sigo débil, no consigo alcanzar el final de las vías en las que me interno. Sin más referencia que piedra y tierra por todos lados, me siento incapaz de calcular distancias. ¿Dónde me encuentro ahora? ¿Qué lugar se alzará varios metros por encima de mi cabeza en estos instantes? ¿Estaré bajo el pueblo, entre las raíces del bosque o más allá?

Me extraña no haber encontrado durante estas incursiones ni un solo insecto, ni el rastro de algún topo, ni un roedor o una víbora. La ausencia de vida se mantiene bajo la superficie. Me pregunto qué tipo de catástrofe ha podido generar tal exterminio. No ha sobrevivido nada. Yo.

He descubierto algunas pequeñas cavernas, dormidas como criptas, que ayudan a la ventilación. Pero el gran hallazgo está teniendo lugar ahora, cuando al apagar la linterna durante un momento me he percatado de una casi imperceptible reducción de la oscuridad.

¿Será sugestión mía? He continuado avanzando. La vía se estrecha.

Dios. No puedo creerlo.

Detecto en el hueco por el que me he desplazado una claridad que va aumentando a cada metro. No tiene sentido. Nada puede iluminar estas entrañas de la tierra en el punto en el que me hallo.

Nada… salvo el exterior.

Me quedo sin aliento. No se me había ocurrido que una de las grietas pudiera conducir al aire libre.

Dejo de escribir. Necesito saber qué hay al final de esta gruta. Tengo que averiguarlo…

estrella

2 de enero de 2012

Natalia ya se había ido a trabajar. Motulyak, renqueando por el pasillo del piso, se planteó en qué ocupar aquella mañana hasta que, a la hora de comer, llegaran Nikolái y Rebecca Welsh.

Su mente le pedía acción, pero era consciente de que ni estaba en condiciones ni debía dar muestras de un comportamiento sospechoso, así que mientras soportaba con resignación las lesiones del accidente, tomó la determinación de empezar a indagar desde su casa.

Se asomó a la ventana del dormitorio e identificó un nuevo coche que custodiaba la entrada a su domicilio.

Debía andarse con mucho cuidado: durante los próximos días sería vigilado con especial intensidad para comprobar si había captado la «advertencia». No le concederían un segundo aviso si cometía alguna estupidez o despertaba suspicacias.

Motulyak se tendió en su sofá, el móvil en un bolsillo de su albornoz —¿se habrían atrevido a intervenir sus llamadas?—, y comenzó a teclear en el portátil con su mano libre. Aquello ralentizaba su ritmo, pero eso no le desanimó. No pensaba dedicarse a otra cosa, todos los demás encargos podían esperar.

Era tan prometedor el montaje que se disponían a desenmascarar… Se atrevió a soñar con el Pulitzer. Si aquel asunto salía bien… quién sabe.

Seguro que el coronel Volkov está detrás de mi accidente.

Reacio a emplear el teléfono, contactó a través de Skype con un colega de confianza, Alexéi, a quien encargó la investigación de la misteriosa unidad militar que dirigía el coronel Yuri Volkov. Tal como el reportero sospechaba, un rato después su compañero le confirmó que nadie parecía conocer el cometido concreto de aquella especie de brigada anónima denominada Unidad Especial de Intervención, que surgía siempre que se encontraba un cadáver en las inmediaciones de Itanich.

Así que se trata de una unidad fantasma. Muy previsible. Concluyó Motulyak.

Tampoco le sorprendió constatar que la UEI había comenzado a operar precisamente a raíz del incendio de Itanich. La sombra de una tragedia de naturaleza nuclear volvió a perfilarse en su mente.

A continuación, se documentó sobre las circunstancias que rodearon la muerte de Antónovich: según detallaban los medios, horas antes de su fallecimiento, el periodista se había dirigido a Itanich ante el rumor del hallazgo del cadáver de una nueva víctima del Chudovishche acudía con ánimo de desmontar esa leyenda, afirmaba uno de los artículos en un intento de salvaguardar la reputación de Antónovich).

El rumor se confirmaría más tarde: los restos de Bratislav Mollensko, el cazador desaparecido, se habían localizado en el bosque. La versión oficial fue que había muerto dos días antes al sufrir un colapso cardíaco.

Las fuentes consultadas señalaban también que esa misma noche había perdido la vida —además del propio periodista— un joven soldado que participaba en el operativo de búsqueda de Mollensko en otra zona, al «precipitarse por un barranco». La niebla y la ventisca se barajaban como causas del desgraciado accidente.

Motulyak refunfuñó. Pero ¿qué pintaba aquella estúpida superstición sobre una criatura de los bosques en torno a las muertes? ¿Qué tenía que ver esa fantasía con lo que parecía ocultar el ejército? Los textos que contenía el blog del propio Antónovich daban la impresión de vincular ambas cosas.

Motulyak cayó en la cuenta de que no conocía a ningún periodista que se hubiera encargado del fallecimiento del cazador. Eso complicaba las cosas. Tecleó un mensaje en el Skype para Alexéi: «Necesito información sobre accidente de Bratislav Mollensko en relación con muerte de nuestro colega Antónovich. Cazador, muerto en Itanich, enero 2008. Consigue testimonio de algún familiar. Discreción».

La escueta respuesta de su compañero llegó enseguida: «OK, con esta ya estamos en paz».

Motulyak soltó una breve carcajada; hacía varios meses que había hecho un favor a ese tipo, y Alexéi pretendía saldar la deuda.

«OK», contestó. «Pero cúrratelo».

Para hacer tiempo, Motulyak revisó la lista de víctimas atribuidas al Chudovishche según la leyenda, un dato que encontró en la web de un conocido ocultista ucraniano que residía en Kiev.

—Esta es la lista oficiosa de presuntas víctimas del Chudovishche anotó Motulyak en un bloc de notas. —Aunque, como públicamente no se reconoce la existencia de ese monstruo, supongo que la prensa seria no las habrá recogido como tales.

El reportero lo quiso comprobar. Entró desde su ordenador en una hemeroteca virtual de acceso restringido, solo disponible para periodistas profesionales.

Tal como sospechaba, con el parámetro de «Chudovishche», en aquella base de datos apenas aparecían unas referencias muy tangenciales sobre rumores recogidos al hilo de un accidente en el bosque. Nada más.

Al reportero le interesaba, sin embargo, averiguar el número de fallecimientos vinculados con esa región que se reconocían públicamente. Introdujo como criterios de búsqueda unos términos menos comprometidos: «Itanich», «accidente», «muerte».

Se dispuso a copiar en su libreta los resultados de la búsqueda:

Motulyak asintió al comparar las dos fuentes de información. Los medios oficiales no solo desvinculaban las muertes con la leyenda del Chudovishche lo que ya esperaba, —sino que llegaban más lejos en su labor censora al silenciar los fallecimientos de militares. Fallecimientos que, por otra parte, seguro que contaban en el seno del ejército con justificaciones intachables que ofrecer a las familias de las víctimas.

Al reportero le resultó sencillo imaginar algunas de ellas: «murió en acto de servicio cuando manipulaba explosivo en unas maniobras», «sufrió un desgraciado accidente cuando ayudaba a la población en la búsqueda de un desaparecido»… Justificaciones que consolaban y honraban el recuerdo de los muertos, debidamente aderezadas con la imposición póstuma de medallas al mérito militar.

Toda una liturgia destinada a tapar escándalos.

Convertir en héroe a un fallecido aplacaba a menudo la insistencia de los desconsolados padres, que no conseguían entender por qué habían perdido a un hijo, añadió Motulyak para sus adentros.

En ese momento, el zumbido de su móvil interrumpió sus reflexiones; llegaba una noticia de última hora. Atendió a la pantalla de su teléfono:

Anoche se confirmaba el fallecimiento del cabo del ejército Miloslav Nitchin, de veintitrés años de edad, cuando participaba en un operativo de vigilancia llevado a cabo en las inmediaciones de Vasilivka. No se han facilitado más detalles.

Al periodista le sorprendió el enclave geográfico donde se había producido aquella nueva muerte, alejado del núcleo central de Itanich.

—Vaya —Motulyak incluyó el nombre de la víctima en las listas que acababa de elaborar—. En esta ocasión no han logrado disimular la baja militar, aunque supongo que sí la verdadera causa de su fallecimiento. De todos modos, esto no para de animarse. ¿Falta todavía algún invitado a la fiesta?

estrella

Nikolái conducía su Skoda en dirección al hotel Sebastopol. Su hostal se encontraba en otro pueblo de la comarca, así que no tenía más remedio que atravesar por carretera los aledaños del bosque Itanich para llegar hasta el alojamiento de Ekaterina, en Vasilivka.

El hecho de introducirse entre aquellos árboles, que aún exhibían la aridez del invierno, siempre resucitaba en él imágenes entrañables de su pasado. Incluso ahora, cuando tanto misterio parecía aletear sobre aquella región, los recuerdos acudían en oleadas a su cabeza. Recuerdos que empezaban a adoptar la tonalidad de lo que intuía bajo aquel marco natural.

No quiso aceptarlo.

El asunto en el que se estaban sumergiendo se le antojaba, a la luz del día, una ficción, un mal sueño. Le costaba aceptar que el paisaje de su infancia sirviera ahora para encubrir turbios secretos…

¿De verdad acechaba la muerte, monstruosa o humana, entre la vegetación que crecía frente a él?

Nikolái miró por el espejo retrovisor y confirmó que no le seguía nadie. Después, condujo su vehículo hasta el arcén y allí lo detuvo. Deslizó sus manos por el volante, pensativo. Finalmente salió del vehículo y, apoyado contra la carrocería, dejó transcurrir unos minutos contemplando el bosque.

—No quiero que nada salpique el refugio de mis recuerdos —murmuró para sí—. Estoy a punto de perder un consuelo que creía intocable: el de poder acudir, siempre que lo necesitara, a un rincón fuera del tiempo en el que recuperar las reuniones del Club del Trueno. Como si nada hubiera sucedido. Un lugar donde poder resucitar a Dimitri, donde sentir a Ekaterina y donde liberarme de las inseguridades.

Pero una sombra cubría aquel paisaje que poblaba su infancia. Nikolái supo que nada volvería a ser igual si continuaban con la investigación. No solo arriesgaban sus vidas. Fuera cual fuese el desenlace, el escenario de sus recuerdos quedaría contaminado de modo irreversible. Tan contaminado como la zona de exclusión de Prípiat. Perdería su cobijo de niño.

Su concepción de Itanich iba a corromperse.

Todavía podía dar marcha atrás. Era muy sencillo: regresaba al hostal, hacía las maletas, se despedía de Motulyak, Natalia y Ekaterina y compraba un billete para el primer autobús hacia Kiev.

Tentador. Por eso había interrumpido su ruta hacia el hotel Sebastopol. Antes de introducirse definitivamente en la investigación sobre Itanich, necesitaba enfrentarse a solas con aquel paisaje, contemplarlo con la mirada limpia de su adolescencia y decidir si estaba dispuesto a participar en ese peligroso juego.

Todo tenía un precio.

¿El reencuentro con Ekaterina a cambio de los sórdidos secretos del bosque? ¿Un guiño del destino?

La panorámica de aquella espesura que se extendía hasta el horizonte siempre despertaba en él una serena melancolía. El hecho de haber vivido con Ekaterina y Dimitri tantos momentos allí le condenaba a asociar a ellos, para siempre, aquel rincón del mundo. Y ahora, de alguna forma, esa escenografía pertenecía a su amiga.

Nikolái siempre supo que en el futuro volvería a recorrer esos mismos lugares, aunque dio por sentado que lo haría sin Ekaterina. Y eso lo cambiaba todo. En el fondo, ella le había arrebatado ese hogar, lo había hecho suyo eliminando la neutralidad que siempre había tenido para él. A los ojos de Nikolái, Itanich no tenía sentido sin Ekaterina, sin la turbadora imagen de su sonrisa. Así de sencillo.

Ella constituye una referencia inevitable a la que se enfrenta cualquier retorno mío a Ucrania, en un pulso perdido de antemano; no se puede vencer a un recuerdo idealizado.

Salvo con el sustento real de ese recuerdo. Se dijo, consciente de las excepcionales circunstancias que se habían producido. Ekaterina ahora estaba allí. Los dos se encontraban allí. En carne y hueso.

Nikolái entró en el Skoda. Ya había tomado una determinación irrevocable: esta vez no habría separaciones. Iba a continuar con el juego. Hasta el final. En todos los sentidos.