Nikolái continuaba sin dormirse.
Había dejado el ordenador sobre la mesilla para adoptar una postura cómoda, mientras cerraba de nuevo los ojos. Incluso se había esforzado en apretar los párpados como si eso le garantizara dormir. No funcionó, por supuesto. También se había dedicado a leer un libro, a consultar los twitters de sus amigos a través del portátil y el calendario de partidos de su equipo de fútbol sala. Pero no había manera: su mente se resistía a relajarse, a desconectar. No tenía sueño.
Qué larga podía hacerse la noche.
Ojalá hubiera podido dormir con Ekaterina. Sus sentimientos, cada vez más nítidos, lo volvían audaz. Y el deseo también. Si al menos pudiera besar sus labios…
Dispuesto a apartar de sí esos pensamientos que lo desvelaban todavía más, estiró un brazo y agarró otra vez su portátil, que colocó en su regazo. Dobló la almohada para estar más cómodo. Encendió la luz de la lámpara de la mesilla. Se quedó así, absorto, con la mirada ausente descansando sobre el ordenador. Emitió un suspiro leve y prolongado.
¿Y ahora qué?
Su memoria recreó el momento en que habían accedido a la página secreta de Antónovich. Lo primero que había quedado ante la vista del grupo había sido el último post. Que contaba con un enigmático comentario de un tal Anónimo2:
Abandona, van a por ti.
Otras actualizaciones también venían acompañadas de mensajes de ese Anónimo2 y de otro lector cuyo nick era Anónimo1, aunque se trataba de comentarios mucho menos comprometidos, que se limitaban a desear ánimo al periodista en su labor investigadora.
Después, habían atendido al contenido del post que Antónovich había escrito el mismo día de su muerte, el 22 de enero de 2008.
Resultó que, al igual que el resto de las entradas de la web, aludía no solo al incendio de Itanich —sin mencionar la posible naturaleza atómica de la catástrofe—, sino también a la leyenda del Chudovishche. Aquello pareció decepcionar a Motulyak, que incluso se planteó si podía tratarse de algún tipo de escritura en clave para ocultar el verdadero contenido de los textos. No parecía probable.
Ekaterina no conocía la leyenda, y hubo que ponerla al corriente de los detalles de aquel supuesto monstruo que merodeaba por Itanich desde hacía varios años. Su incredulidad fue palpable al escuchar las explicaciones, pero se abstuvo de hacer comentarios.
Todos analizaron entonces la fotografía que completaba el segundo texto de Antónovich; se trataba de una instantánea bastante cruda, en la que podía verse un cadáver con sangrientas abrasiones en la piel. De acuerdo con el pie de foto, se trataba del cuerpo de la segunda víctima del Chudovishche el cabo Yákov Vadímovich. En la actualización, sin embargo, no se especificaba de dónde había salido esa imagen, un interrogante al que ninguno de los presentes supo dar respuesta.
¿Cómo la había conseguido Antónovich?
Mientras echaban una ojeada a otras entradas, el reportero había retomado su empeño de encontrar una justificación a que Antónovich estuviera investigando un tema como el Chudovishche. Tal vez, había planteado, esa leyenda era en realidad una táctica premeditada del ejército para enmascarar ciertas muertes relacionadas —volvía a la hipótesis insinuada por Nikolái— con un origen nuclear del incendio de Itanich.
—Se trataría, entonces, de ejecuciones —había matizado Ekaterina.
Aquella alternativa convenció a Motulyak, porque encajaba muy bien con el hecho de que la investigación de cada uno de esos crímenes se asignara siempre a una unidad especial, la del coronel Volkov. Así los implicados se aseguraban de que la policía no interfiriera, poniendo en peligro el montaje.
Tentadora hipótesis.
Pero Nikolái no lo veía tan claro. ¿Por qué iban a localizar las muertes en Itanich, justo al lado de una propiedad del ejército? ¿Qué asesino deja el cadáver de la víctima junto a él? No tenía sentido. Otros lugares permitían también la fantasía de una criatura salvaje sin necesidad de arriesgarse a que alguien alcanzara a intuir que el ejército estaba involucrado en las muertes.
Ekaterina había apoyado su reticencia. De acuerdo con la conjetura de Motulyak, lo más razonable habría sido que los responsables de la falsa leyenda hubiesen depositado los cadáveres de los ejecutados en emplazamientos más inofensivos, para desligarse de cualquier rastro que pudiera comprometerlos.
Finalmente, el reportero había admitido el peso de aquellas objeciones, que ponían en evidencia lo endeble de su teoría. Reconoció que se había dejado llevar por su primera corazonada, un impulso en el que no debía incurrir un profesional hasta disponer de toda la información.
El motivo que había llevado a un reputado analista político como Antónovich a ocuparse de un asunto semejante solo contribuía a acentuar el misterio.
—Nikolái —había añadido Motulyak—, has demostrado que tienes madera de auténtico periodista. Tu forma de analizar la información es un indicio de tu talento. Te auguro un gran futuro en la profesión.
En cualquier caso, el asunto requería una lectura sosegada del blog de Antónovich.
Se estaba haciendo muy tarde. Motulyak empezaba a necesitar más calmantes para el dolor y, además, tampoco era cuestión de llamar la atención de los espías exhibiendo horarios poco razonables justo después del «accidente». Visitar al herido en Año Nuevo podía ser comprensible, pero no había que abusar.
Había sido entonces, en el momento de la despedida, cuando el reportero había expresado desde el sofá su advertencia. Ekaterina y Nikolái se habían limitado a responder con un «lo pensaremos» que Motulyak no había creído ni por un momento; reconocía en el gesto del muchacho la misma determinación que impulsaba a un periodista de raza a rastrear.
Su preocupación se había mezclado con el orgullo. Ese chico valía su peso en oro.
La cacería continúa.
El soldado Bulganov, de la Unidad Especial de Intervención —uniforme oscuro, pasamontañas, calzado y guantes negros—, adelantó una de sus piernas. Lo hizo muy lentamente, conteniendo la respiración. La bota aterrizó sobre la nieve sin hacer ruido. Con ese nuevo paso se había situado por fin detrás del árbol desde el que lograría el ángulo de visión adecuado para controlar aquel sector del bosque, del que parecía proceder el sonido que había escuchado minutos antes.
Hizo una seña con una mano a su compañero, que asintió y desapareció a su derecha para cubrir el flanco este.
Bulganov, mimetizado con la noche, mantenía el kaláshnikov enfocado hacia delante, sin el seguro. Encajada la culata del fusil contra su hombro, inclinaba el rostro para situar la mirada a la altura del visor nocturno, que ofrecía una imagen perfecta reduciendo la oscuridad del entorno. Su dedo índice, algo más abajo, rozaba el gatillo dispuesto a hacer fuego.
Las instrucciones del coronel habían sido tajantes: matar al intruso.
El soldado iba desplazando el visor con calma para barrer aquella zona. No dejaba ni un punto sin controlar.
Avanzó un paso más. Estudiaba cada rincón del bosque. El objetivo tenía que encontrarse cerca, muy cerca.
Empezó a sentir en la nuca un extraño calor que se deslizó por todo su cuerpo. Bulganov lo achacó a la tensión. Mantuvo la posición y siguió con su ronda visual. Un despiste podía ser definitivo.
Mientras tanto, el calor se intensificaba. El sudor empezó a resbalar por su frente, amenazando con enturbiar la precisión de sus pupilas.
Bulganov se quedó paralizado. Lo que acababa de percibir a su espalda, lo habría jurado, había sido un soplo de aire, una bocanada ardiente que había erizado su piel.
Había sido… —se negaba a aceptarlo, no quiso admitirlo— un aliento.
Un aliento. Joder.
El terror fue ascendiendo por sus entrañas hasta colapsar su mente.
Un aliento.
Había perdido.
Había algo detrás de él… Algo que aguardaba.
Con extraordinaria lentitud, el soldado alzó la cabeza del fusil y la fue girando sin alterar la posición de sus brazos, que sujetaban el arma.
Conforme proseguía en su paulatino giro, las aberturas de su pasamontañas fueron mostrando otros recodos de aquel escenario: más árboles, nieve —buscó en vano a su compañero—, luces a lo lejos…
Hasta que algo se interpuso. La rotación se detuvo.
Sorpresa.
Bulganov aún llegó a enfrentarse cara a cara con el rostro de aquel espectro antes de que una de las garras del monstruo se cerrara como un cepo sobre su cuello. Bulganov no pudo gritar; se limitó a sentir cómo se abrasaba su garganta, cómo se calcinaba entre los dedos de esa criatura cuyos ojos perversos destellaban al fondo de sus cuencas oscuras.
Aquel semblante macilento contempló su agonía sin pestañear. Solo aflojó la presión de su zarpa cuando la cabeza de la presa quedó colgando, inerte, inclinada hacia delante sobre su brazo.
Nikolái había terminado por encender su ordenador, cada vez más aburrido de aquella vigilia. Seguía sin pegar ojo. Esta vez, a la espera de que le dominara el sueño, había decidido acceder a la web secreta de Antónovich y ahora repasaba las líneas de la que fue su última actualización:
22 de enero de 2008
Me notifican que acaba de descubrirse un cuerpo en las inmediaciones de Itanich. Todo apunta a que pueda tratarse de Bratislav Mollensko, un cazador de mediana edad que se encuentra en paradero desconocido desde hace cuarenta y ocho horas.
Será él, estoy convencido. Se murmura que salió a cazar cerca de la zona militar de Itanich y le sorprendió la noche. Los vecinos se santiguan al contármelo, como si todo fuera obra del diablo. La superstición popular ya ha atribuido al Chudovishche la autoría de esta nueva muerte, si es que se confirma.
El proceso se repite.
Tampoco nadie interviene para evitar que rumores así se propaguen. Al contrario; alguien está muy interesado en fomentarlos. La escasa transparencia con la que se está procediendo en torno a estas muertes resulta demasiado oportuna. Pero ¿para quién?
¿Quién está detrás de estas tragedias, detrás de la leyenda de la alimaña de los bosques? ¿Por qué goza de tal impunidad?
Año tras año, a un ritmo calculadamente lento, aumenta el número de cadáveres. Y nadie hace nada. Las autoridades fingen ignorar lo que está sucediendo, y como las víctimas son gente corriente…
Las circunstancias me recuerdan a Ciudad Juárez, en México. El crimen como poder, la ley del silencio.
Aquí la policía también se mantiene al margen, cediendo la competencia de las investigaciones al ejército. No hace preguntas, acata los procedimientos militares sin cuestionarlos. Mira hacia otro lado.
Y el reguero de cuerpos continúa. Uno, dos al año.
Voy a irme ya hacia Itanich, al lugar donde han descubierto el cadáver. Aunque sé que, una vez más, los soldados no nos dejarán verlo con la excusa de que podemos contaminar la escena de la muerte. Ya me ocurrió con la anterior presunta víctima del Chudovishche., por supuesto, después de tantas precauciones, cuando ya no quede ningún resto que fotografiar, se nos dirá que Mollensko murió por causas naturales o accidentales. Y se nos permitirá el paso.
Siempre es lo mismo.
Mañana se publicará escuetamente su fallecimiento en algún diario local de escasa tirada. No se celebrará el funeral, no todavía. La familia tardará en recuperar el cuerpo del difunto y, cuando lo hagan, se encontrarán con unos restos irreconocibles. «Los lobos, la intemperie», argumentarán los forenses mientras se aceleran los trámites para el entierro. «Pero es él, lo hemos comprobado». Y los familiares, gente sencilla, del campo, destrozada por la pérdida, lo aceptarán con la sumisión que genera el dolor.
Me vuelve a llamar mi fuente. Insiste en que me dé prisa; por primera vez, podemos adelantarnos a los militares. Todos los vecinos del pueblo de Mollensko lo han estado buscando esta noche, desobedeciendo las instrucciones del ejército. Han sido ellos quienes han localizado el cuerpo, por eso aún no han llegado los soldados.
Debo aprovechar esta oportunidad.
Antónovich no pudo continuar ese post. Nunca regresó de aquella última salida y su blog confidencial quedó interrumpido para siempre.
Como la resonancia de un grito perpetuo en la inmensidad del espacio. Su voz flotando en la red. Aguardando a que alguien recoja el testigo de un testimonio que le ha costado la vida.
Hasta hoy.
Nikolái procuró imaginar los últimos minutos del periodista. De acuerdo con lo que les había contado Motulyak, su moto —destrozada— se descubrió tres días más tarde tirada en un sendero que se adentraba en la zona oeste de Itanich. A cierta distancia estaba tendido el cadáver de Antónovich. Según la versión oficial, había sido atropellado por alguien que no se había detenido a auxiliarle.
Nikolái abrió otra pestaña en el navegador y se entretuvo en buscar a través de Google noticias referentes a la muerte del periodista. Descubrió unas cuantas, donde se aludía a la gran profesionalidad del fallecido, a las circunstancias de su muerte o, incluso, a que se esperaba que el responsable del accidente —que había incurrido en los delitos de omisión de socorro y homicidio— fuera detenido próximamente, algo que nunca sucedió.
Por una vez, la víctima era una persona pública, reflexionó Nikolái. Sus verdugos no habían podido mantener la tradicional discreción en su selección de presas. Pero eso no los había frenado; cerrarle la boca había sido prioritario.
¿Tan lejos había llegado Antónovich en sus investigaciones como para obligar a los implicados a silenciarle para siempre?
Al chico le extrañó, pues del contenido de la página —que además estaba oculta— solo cabía deducir que Antónovich recelaba de todo lo relativo a la leyenda del Chudovishche. En realidad, no había descubierto nada concreto.
A no ser… Nikolái releyó la última entrada. Sus ojos se entretuvieron en el fragmento final, donde el periodista señalaba que, por primera vez, estaba en disposición de adelantarse a los soldados.
—A no ser —dijo ahora Nikolái en voz alta— que lo mataran en el preciso momento en que descubría algo importante. Eso explicaría una reacción tan fulminante.
Por primera vez, Antónovich podía llegar hasta el cadáver de una de las víctimas de aquella conspiración antes de que los militares limpiaran el escenario.
Así que lo consiguió. Concluyó Nikolái, en plena cadena de deducciones. Logró ver el cuerpo de Mollensko antes de que lo impidieran los militares.
Y eso lo mató.
Fuera lo que fuese eso que llegó a descubrir, impidió que lo dejaran marchar con vida.
—Y así se convirtió en un cuerpo más de aquellos que investigaba —susurró Nikolái, en la penumbra de su habitación—. Una muerte «accidental» más que añadir a la lista.
Nikolái se había incorporado.
—Pero ¿qué descubriste? —se preguntó—. ¿Confirmaste alguna de tus sospechas?
Había leído ese post en casa de Motulyak. Y, en aquel momento, a Nikolái le había impresionado comprobar la coincidencia entre algunos planteamientos de Antónovich y los suyos propios. Sintió que la profecía del reportero sobre su persona se iba a cumplir: él tenía instinto, madera. Podría llegar a ser un gran periodista.
Si antes no lo engullían los acontecimientos.
—Para entender a Antónovich debo empezar por el principio —se dijo, buscando la primera entrada del blog—. Tengo que acompañarle a lo largo de sus indagaciones.
No terminó de hacerlo; el sueño le sorprendió, al fin, cuando iniciaba la lectura del segundo post.
Ekaterina permanecía apoyada en el alféizar de la ventana de su habitación. Asediada por el insomnio, se dedicaba a observar el tramo de calle que quedaba a la vista y, algo más allá, la silueta oscura del bosque que parecía cernerse sobre las afueras del pueblo.
El hotel Sebastopol se erguía como una atalaya frente a un área que ahora se le antojaba misteriosa: los comienzos de Itanich, tímidas arboledas todavía lejos del sector prohibido.
Ella había decidido hospedarse allí precisamente por su proximidad con la región donde transcurriera su infancia. Pero las circunstancias habían cambiado: el paisaje que se dominaba desde su habitación había perdido su inocencia para mostrar un rostro mucho más inhóspito.
¿Qué ocultaba aquella extensa planicie cubierta de vegetación? ¿Qué acechaba entre sus ramas desnudas bajo el aullido del viento? Solo lo sabían los muertos… y sus verdugos.
Ekaterina orientaba hacia Itanich su semblante inquieto desde el refugio de su habitación.
En medio de aquella masa sombría, ausente de contornos, en que se transformaban los bosques por la noche, le había parecido distinguir el resplandor entrecortado de unas luces.
A los pocos segundos, la oscuridad lo inundaba todo de nuevo.
¿Un nuevo episodio inexplicable localizado en aquel territorio?
Tal vez, llevada de su desconfianza, veía indicios preocupantes donde no los había.
Aunque no se sentía nerviosa. En el fondo, hasta disfrutaba con aquel giro en la situación. Constatar que la vida podía dar un vuelco semejante, aunque fuera hacia lo siniestro, la tranquilizó. Resultaba paradójico, pero en apenas cuarenta y ocho horas había recuperado su pasado y un presente mucho más intenso, cuando pocos días antes su vida se le antojaba, quizá, demasiado encarrilada para su juventud.
El éxito puede suponer una condena.
Y eso que ella vivía para la música; en Estados Unidos se sentía razonablemente feliz. Los estudios, la familia, el grupo… Todo iba bien. No obstante, el encuentro con Nikolái le había abierto los ojos. Había navegado por la vida sin percatarse de que sufría vías de agua que amenazaban su línea de flotación. Y por eso no tenía prisa en regresar, incluso a pesar del peligro que empezaba a percibir a su alrededor.
No se iría. No acataría el consejo de Motulyak.
Necesitaba descubrir qué había perdido por el camino, necesitaba completarse.
Sonrió con una ironía macabra.
Un montón de cadáveres no me van a obligar a huir.
El recuerdo de Dimitri seguía provocándole dolor, pero al mismo tiempo la aparición de Nikolái había trastocado sus sentimientos hasta un punto que jamás habría concebido. No se había tratado de una simple anécdota de viaje que contar a los amigos a la vuelta. No.
Había sido mucho más.
Junto a él se sentía… diferente. El tiempo a su lado se diluía tan rápido… Y no se trataba simplemente del chico atractivo en que se había convertido. Ni de sus ojos atentos o la envolvente gravedad de su voz. No. Era algo más íntimo y más profundo que la invadía al sentir su proximidad. Un beso breve en la mejilla, la piel de ambos que se rozaba durante un instante…
Algo estaba despertando en ella. Algo que llevaba dormido mucho tiempo.
A lo mejor influía ese romanticismo que Nikolái disimulaba bajo su aspecto deportista, y que tanto le recordaba a la delicadeza de Dimitri.
Ekaterina precisaba de más tiempo para calibrar el vínculo que se había restablecido con Nikolái. De momento se limitó a aguardar, con la impaciencia de una colegiala, la próxima cita con él. Su amigo acudiría al hotel por la mañana y desayunarían juntos. Tenían que acordar una respuesta conjunta a la petición del reportero.
Qué ganas tengo de volverle a ver.
Sonrió para sí misma.
Como una quinceañera. Pero me encanta sentirme así por primera vez.