CAPÍTULO XIX

«A partir de ahora debéis tener mucho cuidado, chicos. La situación es mucho más grave de lo que imaginaba.

»Hasta esta mañana no se les habría ocurrido sospechar de un joven turista español recién llegado como tú, Nikolái, o de una cantante americana que ha acudido al homenaje de Chernóbil. Pero esto va a cambiar. El panorama ha cambiado ya. Se han puesto nerviosos, recelarán de todo y de todos.

»Esta mañana habrán considerado, Nikolái, que en mi entrevista con Záitsev te he utilizado como tapadera para camuflar mis verdaderas investigaciones. No se han creído que te estoy ayudando con tu reportaje sobre el incendio de Itanich para una asignatura de la universidad.

»Eso está bien, porque ha permitido que a ti te mantengan al margen. Pero no estoy seguro de cuánto tardarán en sospechar de vuestra presencia en torno a mí.

»A estas alturas ya habrán empezado a vigilar a las personas que se relacionan conmigo. Habrán averiguado el pasado ucraniano que compartís. Medid vuestros pasos, no cometáis imprudencias. Esta gente no se anda con tonterías, mirad lo que me han hecho. Y aunque vuestra doble nacionalidad os convierte en víctimas incómodas, no os garantiza inmunidad. Si os aproximáis demasiado a sus secretos, sufriréis las consecuencias.

»Ya lo habéis comprobado: morir es fácil en Itanich.

»No volváis a acercaros a ese bosque. Bajo ningún concepto. Ahora debo fingir ante ellos que su amenaza ha surtido efecto. Por vuestra propia seguridad y por la nuestra. Cuando me recupere, estudiaremos cómo enfocar la investigación sobre este asunto con ayuda de colegas fiables.

»Pero vosotros tenéis que apartaros.

»Tenéis que dejar esta conspiración en manos de profesionales, esto se nos puede ir de las manos. Olvidaos de todo. Ya habéis jugado un papel fundamental que no olvidaré.

»Nikolái, vuelve a España. Yo te enviaré suficiente información sobre la catástrofe para que puedas terminar tu trabajo.

»Rebecca, cumple con tus compromisos profesionales y regresa a Estados Unidos. Cuanto antes.

»Salid de aquí. Por favor. Ambos tenéis un futuro muy prometedor.

»Esto se va a poner muy caliente y muy pronto no podré garantizar vuestra protección».

estrella

Nikolái, tumbado en la cama del hostal, recuperaba en su memoria la advertencia final del reportero después de que por fin consiguieran entrar en la página oculta de Antónovich. Natalia se había puesto a llorar mientras escuchaba aquellas palabras que pronunciaba su pareja.

La escena había sido tan incómoda…

Aunque ella lo había sabido desde el primer momento. Conocía demasiado bien a su novio. Motulyak no abandonaría la cacería. Ya no. Por su honestidad, por ese idealismo que mantenía intacto bajo su cinismo, no podía apartar la mirada de lo que sucedía.

Ni ella hubiera debido pedírselo.

El reportero seguiría adelante. Y en su determinación, estaba dispuesto a jugarse la vida.

Arriesgaba su integridad por algo tan etéreo, esencial e irrenunciable como la verdad.

—Alguien tiene que sacarla a la luz —había afirmado Motulyak abrazando a su novia—. Hay que contar lo que está sucediendo, Natalia. Por justicia y por aquellos que perdieron su voz al intentarlo. Y te necesito a mi lado, Natalia. Sin ti no podré conseguirlo.

—No es justo que me digas eso —había respondido ella con amargura, apartándose de él—. ¡No tienes derecho a pedírmelo!

Pero la apuesta estaba sobre la mesa.

No me obligues a elegir. Te lo ruego. Transmitían las pupilas de Motuylak. Nikolái supo entonces que el periodista le estaba ofreciendo una valiosa lección que no olvidaría: la de la integridad profesional.

Motulyak tenía principios. Y no iba a traicionarlos. Ni siquiera por la mujer a la que amaba.

Su novia había terminado refugiándose en el dormitorio. El murmullo amortiguado de sus sollozos fue lo último que oyeron Nikolái y Ekaterina cuando se despidieron del periodista aquella noche.

Durante el trayecto de regreso, ambos permanecieron en un silencio meditabundo, impresionado. Necesitaban tiempo para asimilar los últimos acontecimientos. Todo estaba siendo tan intenso…

—Ekaterina, ¿quién nos ha seguido hoy por el bosque, cuando volvíamos de los columpios?

Nikolái, con la vista fija al frente, había tenido que preguntarlo. No lograba quitarse de la cabeza ese interrogante.

Ella, sentada a su lado, se había encogido de hombros.

—No lo sé, Nikolái —el tono había sido de «no estoy segura de querer saberlo»—. ¿Se te ocurre a ti una respuesta?

Él había continuado conduciendo sin hacer más comentarios. No se había atrevido a manifestar la otra pregunta que le rondaba por la cabeza:

¿Qué papel juega la leyenda del Chudovishche en todo lo que estamos descubriendo? ¿Y la cuestión nuclear?

Después de dejar a Ekaterina en su hotel, Nikolái había acudido a su alojamiento. Necesitaba descansar de tantas emociones. El resplandor de los faros de un vehículo le había acompañado durante buena parte del camino de vuelta. Había sentido miedo, sobre todo al quedarse solo en el coche. Un indescriptible alivio había recorrido su espalda al cerrar tras él la puerta del hostal, un rato después.

Ya estaba en casa.

No obstante, sus pasos habían perdido firmeza.

En efecto, todo había cambiado. El peligro iba calando en la atmósfera como una sombra, deslizándose sobre cada relieve de su entorno.

A pesar de ello, Nikolái albergó la certeza de que no obedecería la advertencia de Motulyak. No se apartaría de aquel asunto que habían destapado entre todos, no retornaría a España.

No. Ya escaparon en una ocasión de Ucrania abandonando a un amigo. El destino les concedía ahora una segunda oportunidad de reparar con un acto de valentía aquella fuga que aún contaminaba su conciencia.

No huirían. Esta vez no.

Nikolái intentó frenar sus pensamientos, necesitaba conciliar el sueño. Al cabo de un rato, harto de dar vueltas en su lecho, tomó el portátil. Necesitaba serenidad. Encendió el ordenador.

Entonces buscó en la red otra canción de Rebecca Welsh. Y descubrió su éxito You are in me.

You are in me.

You are in me.

You are in me.

For years I looked afar for you,

I followed your trail

Among my memories.

I looked for your voice

Among songs,

Among rhymes and tunes.

For your silence

In conversations.

I looked for your eyes

In the sky, in the landscape.

You are in me.

You are in me.

I looked for your words,

Your silences, your sentences.

Your tears, your smiles.

The signs of your poetry

Etched in my memory.

You are in me.

I looked in your absence

for shreds of our story.

I was wrong in the distance.

You are much closer.

You are in me.

You are in me.

You are in me.

You are in me.

Nikolái, tendido en la cama, había conectado los auriculares al ordenador y escuchaba la canción experimentando un dolor íntimo.

Supo quién era el destinatario de aquellas palabras que ella pronunciaba con su suave cadencia.

Dimitri.

Para su amigo muerto, aquel privilegio, aquel homenaje por el que Nikolái lo hubiera dado todo. ¿Se trataba de una simple canción al compañero fallecido, o había algo más?

Hacía dos años que Ekaterina había compuesto esa canción. ¿Habrían cambiado sus sentimientos desde entonces? ¿Habría asumido la pérdida? ¿Estaría dispuesta a conceder una oportunidad al tercer miembro del grupo?

Nikolái decidió que lo averiguaría.

Era su turno.

estrella

—¿Dónde se supone que va, soldado?

El cabo Miloslav Nitchin dio un respingo, detuvo su avance entre los árboles y se irguió bajando su arma. Aquella repentina pregunta en mitad del bosque, pronunciada con tal autoridad, le había asustado. Se giró hacia la voz desconocida.

Se encontró ante la figura de un coronel que lo observaba con semblante arisco a pocos metros de distancia. Distinguió las estrellas de sus galones sobre el abrigo, una de sus manos enguantadas le apuntaba con una pistola de gran calibre. El semblante del alto oficial, protegido entre las solapas levantadas de su uniforme, quedaba envuelto en sombras.

—Mi… mi coronel —comenzó, vacilante—, sigo el rastro de una presencia no autorizada en el recinto militar.

—¿Se ha separado de su unidad?

Nitchin miró a su alrededor, consciente por primera vez de que se encontraba solo. Debía de haberse alejado de su sargento sin darse cuenta, demasiado impactado por lo que había visto.

—Parece que sí, mi coronel. El seguimiento al intruso me ha separado de la unidad.

—En una zona de guerra ya estaría muerto, cabo.

El oficial bajó el arma.

—Lo siento, mi coronel. No volverá a suceder.

—Regrese con los demás. La búsqueda ha sido abortada. Falsa alarma. Mis hombres harán una última inspección.

Nitchin no pudo evitar la contestación:

—¿Falsa alarma, mi coronel? ¡Pero si yo lo he visto!

El oficial dio un paso al frente.

—¿Qué es… lo que ha visto?

Arrastraba las palabras de un modo disuasorio.

—Pues —el cabo titubeó— no lo sé exactamente, señor. Desde luego, no era un animal: era un hombre, creo. Se movía encorvado y…

El coronel Volkov soltó una carcajada.

—¿Ha bebido, soldado? No diga tonterías. ¿Quién en su sano juicio iba a saltar la alambrada en plena noche y recorrer los quince kilómetros que nos separan del tramo más próximo del campo de maniobras?

—Pero, señor…

El oficial se aproximó de nuevo hasta situarse junto a él. Había guardado su pistola en la cartuchera.

—No insista. Si descubro que no está usted en condiciones —amenazó, con una mirada tan fría que hizo encogerse al muchacho—, voy a ordenar su arresto. Mis hombres, como le he dicho, se encargarán de efectuar una última batida por los alrededores. ¿Entendido?

—Sí… sí, mi coronel.

—Retírese.

Pero Miloslav Nitchin no tuvo ocasión de obedecer. Mientras se disponía a hacerlo, aún llegó a vislumbrar por el rabillo del ojo el fugaz desplazamiento de un brillo entre los dedos enguantados del oficial, antes de sentir en su costado una aguda punzada de dolor. A medida que la hoja del cuchillo se introducía en su cuerpo, el coronel le tapaba la boca con su mano libre para sofocar sus gemidos. El último sabor que experimentó el cabo fue el del cuero que mordía.

Yuri Volkov le asestó dos puñaladas más antes de dejar que el soldado se desplomara sobre la tierra.

El coronel limpió parsimoniosamente el filo de su cuchillo en la nieve y repasó el estado de su indumentaria en busca de manchas comprometedoras. A continuación, escudriñó las inmediaciones. Sus pupilas se detuvieron en el resplandor próximo del pueblo. Desde donde se encontraba podía divisar con claridad las luces de una construcción de cuatro pisos.

El capitán Arshavin apareció al cabo de unos minutos.

—Mi coronel, ¿activamos el dispositivo?

Volkov asintió.

—Ya llegamos tarde —señaló el cadáver del cabo—. El fugitivo ha asesinado a un soldado en su huida.

El capitán se acercó hasta el cuerpo. Sus facciones se endurecieron al identificar el cuerpo.

—Pero no es posible… Otra baja. El cabo Nitchin era un buen hombre. Y muy profesional. Deja dos hijos.

—¿Lo conocía?

—Sí, nuestros padres son viejos amigos.

—El objetivo no perdona, capitán. No tiene compasión.

Arshavin levantó la vista del cadáver y se quedó mirando a su superior.

—Nuestro enemigo no mata de este modo, mi coronel —se atrevió a objetar—. Son heridas de arma blanca.

—Le estamos acorralando, por eso cambia de estrategia. No se deje engañar.

—Pero, señor…

El coronel congeló su semblante.

—Regrese con sus hombres —susurró—. Y no vuelva a contradecirme.

Arshavin retrocedió, aunque de sus ojos no desaparecía un provocador brillo de reproche; no estaba acostumbrado a que lo trataran como a un imbécil y, por primera vez, empezó a cuestionar la naturaleza de las instrucciones recibidas. No obstante, mantuvo la compostura. Yuri Volkov era un tipo muy peligroso.

—Avisaré a su unidad, mi coronel.

—Déjelo para más adelante. ¿Puede decirme qué edificio es ese?

Volkov le indicó con el brazo extendido aquella construcción tan próxima que había llamado su atención.

—El hotel Sebastopol.

El coronel se quedó contemplando el edificio mientras se acariciaba el mentón.

Así que el hotel Sebastopol…