CAPÍTULO XVIII

Itanich, … 2004

Esta mañana he despertado en el agujero.

Me he asomado al exterior.

La oscuridad me protege.

Me he obligado a salir. No quiero pertenecer a la penumbra. He de seguir luchando contra la inercia.

He empezado a sufrir delirios. Confundo la realidad y mis sueños.

El fantasma de la locura. Me enfrento a él con el único recurso de este diario. Escribir me ayuda a mantener la cordura, insisto con la esperanza del náufrago que lanza al mar la botella con su mensaje.

Pienso en mi familia.

Continúo con mis pasos. He tardado en acostumbrarme al resplandor sin brillo que cubre este territorio durante el día. Sigo añorando el cielo azul, el sol, la claridad.

Los ojos cristalinos de Ekaterina.

He soñado con el amanecer en un firmamento limpio, pero la realidad me devuelve una jornada más de resistencia.

El dolor late y la fiebre me consume por dentro. Estoy empeorando.

El gris que lo cubre todo ha empezado a filtrarse por los poros de mi piel. Envenena mis pensamientos.

Me alejo del agujero. Compruebo que los extraños ya se han ido, vuelvo a estar solo en mi reino.

Deambulo por las calles desiertas del pueblo. Un ligero aire remueve los desperdicios, los hace danzar formando torbellinos de residuos. La sensación de movimiento que genera esa imagen me alivia. Es un simulacro de vida que se difumina demasiado pronto en la quietud definitiva de Korostik.

Contemplo las fachadas de los edificios que aún se mantienen en pie. Las ventanas sin cristales les otorgan una mirada hueca que me observa conforme avanzo.

Cada día muero un poco más.

Me encuentro de nuevo con la belleza feroz que se esconde en la desolación. Se trata de una hermosura que nace de rincones desnudos, que atesora un silencio cavernoso donde permanece la estridencia de los últimos gritos.

El aullido del miedo.

Percibo en el ambiente el dolor de lo que sucedió. Husmeo despedidas que quedaron en el aire.

Ekaterina, ¿dónde estás? Ven a buscarme, rescátame de esta pesadilla. Empiezan a faltarme fuerzas incluso para recordarte.

Y sin tu imagen me rendiré.

Me centro en caminar.

Un objeto llama mi atención desde el interior de unas ruinas. Me aproximo. Lo alcanzo con mis manos despellejadas, soplo para liberarlo del barniz de polvo y tierra que lo cubre. Mis ojos recorren su contorno abollado, se detienen en el perfil del altavoz, en el sintonizador de volumen, en el conmutador. Reconocen la familiar silueta del dial.

Es una radio.

No puedo creerlo.

La acaricio con solemnidad, como si fuera un delicado tesoro. Compruebo, nervioso, que en un lateral conserva las pilas. Me ilusiono mientras tanteo el hallazgo. Mis dedos rodean la pieza circular que debería poner en funcionamiento el viejo transistor, ese vestigio de la civilización que quizá sea capaz, aún, de conectarme con el mundo real.

Me da tanto miedo concebir algo así… Me resisto a alimentar esperanzas que puedan destruir el último pálpito de mi espíritu.

He dejado de respirar ante la inminencia de la prueba. Me aterroriza la posibilidad de una nueva decepción.

Hago girar la pieza. Primero, nada. Luego, un chasquido que se derrama en el silencio, un zumbido entrecortado que asciende desde el aparato, y después… van ganando consistencia las notas de una imperiosa melodía.

«La Primavera», Vivaldi.

Es música clásica.

Música. Estoy escuchando música.

Música.

Y entonces noto la humedad en mis mejillas.

Mis ojos han recuperado la capacidad de llorar.

estrella

—¿Llegasteis a ver los cadáveres después del incendio? —preguntaba Nikolái.

—No —el reportero se había girado hacia su novia para confirmar los recuerdos—. Tan solo se permitió a algunos familiares que acudieran a identificar los cuerpos de sus seres queridos. Y hasta para eso se tardó bastante tiempo.

—Fueron muy pocos los que obtuvieron autorización —añadió Natalia—. El fuego hizo estragos. Oficialmente se comunicó que iba a resultar muy difícil recuperar los restos de los fallecidos, así que los forenses se encargaron de adjudicar la identidad a la mayor parte de los cadáveres. Tengo grabada en la memoria la imagen de cómo metían en los ataúdes las bolsas con los despojos de cada víctima. Fue terrible…

—Dramático —opinó Motulyak—. Puedo entender que se blinde la entrada a la zona de la catástrofe, pero no que se prohíba un último contacto con los muertos. Fue todo muy… hermético.

—¿Demasiado para un incendio? —planteó Ekaterina.

—Sin duda —respondió el periodista en medio de un carraspeo—. Creo que ha llegado el momento de investigar a Antónovich. Algo me dice que él puede tener la respuesta a lo que está sucediendo. Nunca lo hubiera imaginado, pero…

Nikolái ya había encendido su portátil y accedía al blog del periodista muerto.

—Hasta ahora no he tenido ocasión de probar las claves que me sugeriste —dijo el chico, extrayendo de un bolsillo el papel que le entregara el fotógrafo—. A ver si hay suerte…

Motulyak prefirió permanecer sobre el sofá, pero Natalia y Ekaterina se aproximaron al muchacho.

Nikolái comenzó a introducir en la casilla de la contraseña los nombres que el reportero había anotado: primero empleó los términos alusivos a la biografía del periodista muerto, como su lugar y fecha de nacimiento. No funcionó. Después probó con destinos de Ucrania visitados por Antónovich, como Cherkassy, Kiev, Kirovograd, Zhitomir… Tampoco obtuvo resultados. La web se negaba a concederle la entrada.

A continuación utilizó la siguiente categoría señalada por Motulyak, los nombres de profesores, compañeros y amigos importantes en la trayectoria del periodista: Anatoli, Anatolimorósov, Irina, Irinanavascaya, Mijaíl, Mijaílkuznetsov… Así fue introduciendo dieciséis posibilidades, sin éxito.

Suspiró.

—Voy a pasar ahora a los apodos y diminutivos que me has puesto al final —comunicó a Motulyak, a punto de desanimarse.

Nastia, Masha, Dima, Misha, Ania…

La sucesión de nombres prosiguió. Nada.

—Al menos no tienes un límite de intentos —señaló Ekaterina.

—De poco nos está sirviendo —Nikolái no paraba de teclear alternativas que la página iba rechazando sistemáticamente. Hasta que se detuvo—. He agotado todos los nombres de la lista. No hay manera.

—Déjame que piense —pidió Motulyak—. Algo se me está escapando, pero es que hace tanto tiempo… ¿Has probado con Nadia Smirnova? Fue un amor infantil.

—Contraseña incorrecta —leyó Nikolái, harto—. Es imposible.

—A ver —Motulyak no se rendía—. No puede ser tan difícil, Antónovich no tenía buena memoria. Tuvo que elegir como password algo muy significativo para él.

Todos aguardaron. El reportero era el único que podía llegar a intuir la palabra clave escogida por su compañero.

—Se me ocurre otra posibilidad —manifestó al fin—. Recuerdo que Antónovich me comentó cuando nos reencontramos que entre sus aficiones estaban las películas y los libros que trataban el tema de la búsqueda de antiguos nazis que se escondieron tras la Segunda Guerra Mundial. Le fascinaba todo eso que investigó Wiesenthal.

Aquel dato dejó a todos indiferentes.

—Como no concretes un poco más… —observó Natalia.

—Ese judío, Wiesenthal, rastreó sobre todo una organización clandestina que ayudaba a escapar a antiguos oficiales de las SS —explicó Motulyak—. Esa red secreta de colaboración se llamaba ODESSA, ¿os acordáis? Justo igual que el nombre de una de las principales ciudades de nuestro país, la Perla del Mar Negro, donde además creo que la familia de Antónovich veraneaba cuando éramos pequeños. Prueba, Nikolái, escribe ODESSA. Con mayúsculas.

El chico obedeció. Tanto él como Ekaterina y Natalia —ellas habían cruzado los dedos—, que continuaban con la mirada clavada en la pantalla de su ordenador, dieron un respingo cuando la palabra fue aceptada.

Habían logrado acceder a la web clandestina.

Minutos después, confirmaban que el autor de los contenidos de aquella página era, realmente, Antónovich, ya que en los posts le hacía referencia en primera persona a sus artículos publicados sobre el incendio de Itanich.

No cabía duda de que los textos eran suyos, aunque no firmaba cada actualización.

Discreción máxima, una vez más.

Todos —incluido el reportero, que se había incorporado entre jadeos— se dispusieron a leer el contenido de esa página.

¿Qué ocultaba aquel periodista de trayectoria tan pacífica?

—Ahora va a resultar que Antónovich llevaba una doble vida… —murmuró Motulyak—. Hay que joderse.

estrella

Itanich, … 2004

He cambiado de emisora y subido el volumen al máximo. Suena «Call on me», número uno del DJ sueco Eric Prydz. El locutor lo ha anunciado con pasión.

El simple hecho de escuchar una voz que no es la mía me conmueve.

Mi pulso tiembla, vibra al ritmo intenso de la melodía. Música. Música vibrante que resuena en la ciudad muerta.

He salido a la calle. Estoy bailando en el desierto. La única presencia humana en kilómetros a la redonda se estremece con movimientos torpes, enfermos, en medio de este escenario paralizado.

El surrealismo de la escena me devuelve la vida. Sigo vivo, estoy aquí, continúo luchando.

Mis pies levantan polvo al impactar contra el suelo.

Grito la letra. «Call on me. Llámame».

Llámame, Ekaterina. Pronuncia mi nombre, ven a buscarme. Te estoy esperando. Llámame.

Call on me.

Call on me.

Call on me.

I’m the same boy I used to be.

I’m the same boy I used to be.

Call on me.

Call on me.

La música no deja de impulsarme.

Soy quien fui, aún soy quien era.

Llámame.

Bailo, grito, empiezo a brincar a pesar del dolor que cada aterrizaje me provoca. No puedo dejar de moverme, la fiebre no importa. Entro en la casa danzando como un poseso. Encuentro un teléfono que jamás volverá a funcionar. Arranco sus cables, sigo bailando, salgo al exterior de nuevo con el aparato entre las manos. Lo levanto hacia el cielo como si exhibiera una ofrenda, las fachadas agrietadas parecen apartarse ante mi audacia.

La canción no interrumpe su cadencia «dance» que ahora fluye por mis venas.

Música.

He vencido al silencio.

Mis pupilas se pierden en las nubes. Estiro los brazos, todavía levanto más el auricular del teléfono en dirección al firmamento.

¡Call on me, Ekaterina! ¡Call on me!

I’m the same boy I used to be.

Las ondas han llegado a mi mundo. Vuelvo a existir.