—¿Te has puesto la antitetánica? —preguntó Natalia cuando Nikolái concluyó su relato de la aventura en Itanich mostrando sus leves heridas a la altura del vientre.
—Sí —se bajó la camiseta—, venimos ahora de una especie de centro de salud donde me han atendido. Pero al lado de lo que le ha sucedido a Motulyak —señalaba al periodista—, lo mío no es nada…
Natalia, muy preocupada, tuvo que darle la razón.
—Lo peor —añadió ella— es que esto no ha terminado. Está claro que querían matarle, aunque no se detuvieran a comprobar la eficacia de su maniobra. Y menos mal.
—No es para tanto… —se quejó el periodista, tumbado aparatosamente en el sofá—. Querían asustarme, eso es todo. Y mi brazo bueno está intacto…
Lo blandía en el aire como si saludara desde la cubierta de un crucero.
—¡No digas tonterías! —Natalia, en el fondo, estaba enfadada; tenía miedo—. ¡Podrías haber muerto congelado! Menos mal que llevabas el móvil… ¡Vaya forma de empezar 2012!
Nikolái se dio cuenta de que no era la primera vez que aquella pareja pasaba por algo así. En los ojos de ambos se deslizaba ahora un velo de dolorosos recuerdos que los dos se esforzaban por no resucitar. La alarma ante el retorno de una amenaza conocida brillaba en ellos.
—¿Habéis puesto una denuncia en la policía? —quiso saber entonces Ekaterina, situada algo más atrás.
Natalia lo descartó con un gesto de cabeza.
—Si, tal como afirma Motulyak, está implicado el ejército, no serviría de nada.
—Rebecca —Motulyak prefería su nombre artístico y Ekaterina no quiso corregirle—, estoy encantado de conocerte, pero es una pena que me veas en este estado. No siempre parezco un experimento humano que ha salido mal, te lo aseguro.
Todos sonrieron, aunque con muecas un tanto forzadas. El intento del reportero de distender el ambiente no había tenido éxito.
Lo cierto era que allí, tumbado en el sofá del salón, el reportero presentaba un aspecto lamentable: la ropa no ocultaba todos los hematomas que cubrían su cuerpo, mantenía un brazo en cabestrillo y, según el diagnóstico que le habían facilitado en urgencias, sus costillas habían sufrido serias contusiones.
—No tiene gracia —le recriminó Natalia, al borde de las lágrimas—. Ninguna gracia. No quiero volver a empezar, Motulyak. No podría resistirlo. No sé en qué estás metido, pero te ruego que lo dejes. Hazlo por nosotros. No merece la pena.
La percepción de Nikolái se confirmaba con esas palabras. Miró a Ekaterina y en el semblante de ella descubrió su misma duda: ¿debían dejar solos a sus anfitriones? Pero la respuesta del periodista cortó sus intenciones:
—No estoy metido en nada, Natalia. Ese es el problema. Me he dedicado a dar palos de ciego que no asustarían ni a un niño. Me doy cuenta a raíz de lo que ha sucedido, aunque suene absurdo.
—¿Entonces? —Natalia, sentada junto a él, negaba con la cabeza—. ¿Cómo explicas el ataque, como un simple accidente? ¿Te han confundido con otra persona?
Motulyak suspiró.
—Estos días he estado investigando una reunión secreta entre un político y un general del ejército ucraniano que tuvo lugar hace poco —reconoció—, eso ya lo sabes. Por culpa de mi curiosidad, se me ha sometido a vigilancia. ¡Pero a vigilancia inofensiva, porque no he descubierto nada!
—¿Inofensiva? —saltó Natalia—. ¿A lo de hoy lo llamas tú «vigilancia inofensiva»?
El periodista se dirigió a ella muy serio:
—¿Me dejas terminar, por favor? Lo que quiero decir es que en ningún momento han manifestado su presencia hasta esta mañana. Se limitaban a una simple labor de seguimiento, no a disuadirme de mis movimientos. Y eso que ya se sabían detectados; un par de veces les he dado esquinazo.
—¿Y qué ha cambiado para que actuaran hoy así? —Nikolái no pudo reprimir su curiosidad—. ¿Por qué de repente cambian de estrategia y se olvidan de la discreción?
—Algo les ha tenido que cabrear mucho… —agregó Ekaterina.
Motulyak hizo un gesto afirmativo antes de alzar la mirada y concentrar sus pupilas en el chico.
—Mientras me encontraba atrapado en el coche he tenido tiempo para pensar. No hay nada como un brazo roto para activar la mente —cambió de postura sobre el sofá; sus facciones se crisparon por el dolor, pero ni un gemido escapó de su boca—. Hoy he hecho una sola gestión, que ha motivado ese giro en la actitud de mis espías.
Todos aguardaron en silencio.
—¿Y bien…? —Natalia no pestañeaba.
Motulyak desveló por fin la incógnita:
—Solicitar para ti la entrada en la zona del incendio, Nikolái. Eso es lo que he hecho esta mañana.
Se hizo de nuevo el silencio. Cada uno valoraba el dudoso alcance de aquellas inesperadas palabras sin atreverse a extraer conclusiones.
—Estás insinuando que… —comenzó Ekaterina.
—Que lo que no han conseguido mis pesquisas hasta hoy, molestar en serio a un militar poderoso, lo ha logrado algo tan inocente como esa petición. Así de claro.
—No entiendo nada —confesó Natalia—. No veo qué tiene de molesto pretender visitar Korostik.
—Hace unos días, Karol Viridik se reunió con el general Petrov para negociar una venta fraudulenta de terrenos militares —recapituló Motulyak, compartiendo su información—, una transacción que no prosperó. Ni siquiera logré averiguar qué terrenos estaban en juego. En apariencia se trata de algo completamente ajeno al reportaje de Nikolái, pero… adivinad a quién pertenece ahora toda la zona de Itanich donde se asienta el pueblo abandonado tras el incendio.
—Es un recinto militar —confirmó Nikolái, que empezaba a captar el hilo conductor de las deducciones del reportero.
—La propiedad que aspiraba a comprar ese político se encuentra en el área de Itanich, ¿verdad? —Ekaterina exhibía ahora su perspicacia—. Se trata de eso. Has provocado por casualidad que piensen que sabes más de lo que en realidad sabes.
—Justo. Han debido de creer que la gestión de esta mañana forma parte de mis investigaciones sobre la reunión secreta entre Viridik y Petrov. Y eso, no entiendo por qué, los ha puesto terriblemente nerviosos. Tanto, que han querido intimidarme para que deje de meter las narices donde no me llaman.
—¿Intimidarte? —Natalia volvía a intervenir—. ¡Querían matarte!
—Eran profesionales, cariño —matizó el reportero tomando de la mano a su novia—. Si hubieran querido asesinarme, créeme que lo habrían hecho. Lo de hoy ha sido una advertencia. Una advertencia muy seria.
Natalia se separó de él para hundirse en su parte del sofá. No quería seguir escuchando.
—Pero hoy es Año Nuevo —Ekaterina, con los labios fruncidos, seguía dándole vueltas al asunto—. ¿Dónde has acudido a solicitar la visita a Itanich? Todos los edificios oficiales están cerrados…
—Después de tantos años como periodista, la agenda de contactos de mi móvil es muy completa —explicó Motulyak—. Como la burocracia en este país es tan lenta, y Nikolái no dispone de mucho tiempo, esta mañana se me ha ocurrido llamar a un alto funcionario que conozco para ver cuándo podía recibirme. La verdad es que no esperaba que me convocara… hoy mismo.
—¿Le has explicado por teléfono la razón por la que necesitabas verle? —volvió a preguntar la chica—. Me refiero a si lo has hecho antes de que te citara.
Motulyak esbozó una sonrisa cómplice.
—Tienes madera de periodista —le dijo—. Has dado en el clavo. Záitsev se ha prestado a atenderme con tal rapidez justo después de que yo le explicara lo que precisaba. Sospechoso, ¿no?
—¿Ese funcionario también está implicado? ¿Qué es esto, una conspiración? —Nikolái empezaba a sentirse superado por las circunstancias—. Creo que estáis llegando demasiado lejos…
—Solo él conocía el contenido de mi solicitud —advirtió Motulyak—. Nadie más. Aunque tampoco estoy sugiriendo que Záitsev esté al tanto de todo. Simplemente, que Itanich parece ser un tema tabú en las altas esferas. Tú vienes de España, Nikolái. Pero debes recordar que aquí, cuando metes las narices en un tema prohibido, los funcionarios están aleccionados para comunicarlo de inmediato a la autoridad competente. Hay que tener mucho cuidado con la curiosidad, chico. Herencia soviética. Puedes acabar detenido.
O muerto. Completó Nikolái para sus adentros.
—Las administraciones cuentan con protocolos de actuación cuando se activan determinadas alarmas —señaló Natalia, más recuperada—. Están obligadas a notificar determinadas consultas o peticiones, bajo la excusa de la seguridad nacional. Ese tipo de estrategias también existen en vuestros países; por ejemplo, si un banco español recibe una cantidad importante de dinero sin justificar, tiene que comunicarlo a la policía, para evitar el blanqueo de capitales y vínculos con actividades delictivas.
—Itanich alberga instalaciones militares, así que lo tienen fácil para justificar la necesidad de controlar quién se interesa por esa zona —pensó en voz alta Ekaterina—. Encaja. Cuentan con una tapadera oficial.
Motulyak volvió a coincidir con ella:
—Con toda probabilidad, Záitsev ha provocado mi agresión sin ser consciente de ello —concluyó—. Él se ha limitado a cumplir las normas. Es solo una pieza más del engranaje.
—¿Y tanta urgencia para recibirte? —Nikolái continuaba empeñado en su escepticismo.
—Él iba a acudir a la oficina —explicó el reportero—. Y al tratarse de una solicitud de las clasificadas como «delicadas»… supongo que ha querido resolverlo enseguida. Él mismo se puede meter en problemas si no actúa con la debida diligencia a ojos de sus superiores.
—De todos modos —Natalia buscaba puntos débiles que minaran los cimientos de aquella paranoia—, en Itanich no hay absolutamente nada. Ekaterina y Nikolái acaban de estar allí, e incluso han visto el aspecto de Korostik. Es un terreno abandonado, vacío. El ejército no ha llegado a emplearlo en todos estos años. ¿Qué sentido tiene imponer tantas precauciones sobre esa propiedad? ¿Por qué iba a ser poco menos que un delito indagar sobre Itanich o el incendio?
—Esa es la gran incógnita —reconoció Motulyak—. Ahí está el quid de la cuestión… y el motivo, intuyo, por el que el general y Viridik no llegaron a un acuerdo cuando negociaron la venta del terreno. Algo oculta ese bosque. Aunque dudo mucho que el político, especialista en chanchullos tan inofensivos como rentables, se llegara a enterar del verdadero obstáculo que impidió la transacción.
—Ya estaría muerto de ser así —aventuró Ekaterina, que había oído hablar del funcionamiento de las mafias en Estados Unidos—. En estos casos, saber demasiado equivale a una sentencia de muerte. Y ese Viridik es un pez pequeño para lo que se intuye que estáis removiendo, ¿no?
Nadie estaba seguro de la dimensión del presunto escándalo que se disponían a sacar a la luz.
—Sí —confirmó Motulyak—. Esto puede ser muy gordo. Por eso no creo que ese tipo disponga de la información que necesitamos. Apuesto a que existe un expediente confidencial del ejército en torno al incendio de Itanich, en poder del general Petrov. Todo este turbio asunto esconde algo más que una simple transmisión de propiedades. Y los implicados no están dispuestos a que nadie lo averigüe.
—Matarán a cualquiera que lo intente —vaticinó Natalia—. Te lo han dejado muy claro.
Nikolái recordó lo que había sentido al atisbar en la distancia la silueta del pueblo abandonado, la inquietante similitud de su sentimiento con la impresión que le había suscitado atravesar los umbrales de Prípiat. El acceso a aquella zona prohibida en compañía de Ekaterina le había abierto los ojos. Ahora se veía capaz de hilvanar los cabos sueltos, de interpretar los acontecimientos.
Empezaba a comprender.
—Cuando lo de Chernóbil hubo muy poca información, ¿verdad? —quiso comprobar—. Apenas trascendió.
Los demás le miraron sorprendidos.
—Muy poca —confirmó Motulyak—. Hasta que la dimensión de la catástrofe hizo imposible mantenerla oculta. ¿A qué viene eso?
Nikolái comenzaba a asimilar la verdadera labor que había llevado a cabo Antónovich a través de sus neutros artículos sobre la tragedia que arrasó Korostik.
El periodista había ocultado mucho más que una simple tragedia.
—Lo de Itanich no fue un incendio —se atrevió a declarar—. Fue algo peor. Eso es lo que callan los militares.
No estaba nervioso. Una lucidez misteriosa se expandía en su cerebro, lo veía todo con extraordinaria nitidez. Tal vez Ekaterina actuaba como catalizador para la activación de sus neuronas.
—¿Qué quieres decir? —al reportero le había desorientado aquel drástico viraje en la conversación.
—Todo lo que vimos dentro de Itanich estaba… muy poco vivo —explicó el chico—. Las plantas, la tierra. Y el pueblo…
Nikolái se giró hacia Ekaterina buscando apoyo a sus palabras.
—Es verdad —ella, sin saber a ciencia cierta adónde quería llegar su amigo, tenía que reconocer que había experimentado ese mismo ambiente que él describía—. No era natural. No se oía ni un pájaro. Nada.
—Y eso que estábamos todavía lejos del lugar del supuesto incendio… —añadió Nikolái.
—Los incendios lo destruyen todo —observó Natalia—. La naturaleza tarda mucho en recuperar su aspecto. Y Korostik fue declarado en ruina. No volvió a habitarse.
—Aquello es distinto —insistía Nikolái—. Han pasado siete años y lo que vi… es el mismo paisaje de Prípiat. Parte de esa región no se está regenerando.
Prípiat.
Ya lo había dicho. Se había aventurado a formular la comparación. ¿Qué acogida iban a dispensar los demás a su conjetura? Bajó la mirada, intimidado ante el calibre de su acusación.
—¿Insinúas que lo que destruyó la zona de Korostik tiene un origen atómico? —Natalia estaba perpleja—. No hablarás en serio…
Nikolái no contestó. Ekaterina, a su lado, tampoco pronunciaba palabra. Finalmente, Natalia se volvió hacia su novio, que permanecía en un cauteloso mutismo.
—No me irás a decir que te lo crees —le interpeló—. ¿Otro desastre nuclear, años después de Chernóbil?
Motulyak se dispuso a hablar. Se lo tomó con calma, como si estuviera eligiendo con sumo cuidado cada sílaba.
—Alguna vez ha corrido el rumor de que por esta zona de Ucrania existía un silo secreto de armas nucleares —inició sus reflexiones—, como los hay en emplazamientos estratégicos por toda Rusia. Pero no es eso lo que me lleva a admitir como factible la teoría de Nikolái.
—¿Es que hay algo más? —Natalia solo quería ver a su pareja desvinculada de todo aquel embrollo tan siniestro.
Motulyak asintió.
—Antónovich murió, precisamente, dentro de los límites del bosque Itanich. Se trató de un accidente incomprensible —completó, alternando su mirada con la de cada uno de ellos—. Estaba trabajando en un asunto importante que no llegó a compartir con nadie… y que quizá, por lo que hemos visto, le llevó a crear una página secreta en la red.
Una angustiosa calma sucedió a sus palabras. Todos pensaban en el accidente que a punto había estado de costarle la vida al reportero hacía tan solo unas horas. Después de interesarse por Itanich, como Antónovich.
Natalia había palidecido.
¿Cuántas personas habrían muerto al aproximarse a ese bosque que parecía maldito, desde el año 2004?
¿Cuántos accidentes habían tenido lugar desde entonces?