Ella trepaba por la valla mientras Nikolái controlaba desde su escondite los tramos a la vista de la alambrada, por si surgía en la distancia alguna patrulla inoportuna. El frío no disminuía y empezaba a condensarse una bruma que se iba desgarrando entre las siluetas desnudas de los árboles. Jirones de niebla alcanzaban al muchacho con su caricia húmeda.
A pesar de su labor de vigilancia, y con la excusa de estar preparado para el momento en que llegara su turno, Nikolái aprovechó para fijarse en el cuerpo en tensión de Ekaterina: en torno a un metro sesenta y cinco, había ganado algo de peso que le sentaba bien, aunque mantenía su agilidad y una apariencia saludable, fresca. Irradiaba vitalidad. Nikolái constató que Ekaterina se había convertido en una chica muy atractiva.
—¡Ven ya!
El susurro de ella arrancó a Nikolái de su abstracción. Su amiga aguardaba al otro lado de la valla, en ese instante se abrochaba el anorak que acababa de recuperar, al tiempo que se retiraba hacia una zona de árboles menos expuesta.
¡Así que había logrado eludir el obstáculo de los alambres con pinchos! Nikolái lanzó una última mirada a los alrededores y, sin dar tiempo a titubeos, salió al descubierto y echó a correr hacia la empalizada.
Se deshizo de su cazadora, que lanzó por encima de la valla, y comenzó a encaramarse sobre los alambres colocando los pies y las manos enguantadas junto a las placas metálicas de los enganches empotrados en el mástil. La unión de los alambres con el poste ofrecía un valioso punto de apoyo. Aprovechando cada uno de ellos en sentido ascendente, llegó hasta el tramo de filamentos espinosos que se inclinaba hacia él —a dos metros y medio de altura—, lo que le obligó a detenerse para estudiar la maniobra siguiente. Mantener el equilibrio allí colgado mientras procuraba situar su torso por encima de los pinchos no iba a ser fácil. Y todo ello sin dejar de estar pendiente por si aparecían los guardias.
Ekaterina le señaló las gruesas ramas que llegaban desde el otro lado hasta encima de su cabeza.
—¡Vas bien! —le animó—. Ahora agárrate a las ramas, así podrás impulsarte sobre la alambrada.
Nikolái obedeció, aunque su flexibilidad debía de ser menor que la de su amiga porque sintió cómo algunas de las espinas de metal rasgaban su ropa y, a continuación, arañaban la piel de su vientre conforme se retorcía para llegar al extremo superior de la valla. Apretó los dientes y aguantó el dolor hasta lograrlo.
A partir de ahí, se limitó a desplazarse sobre las ramas más robustas del árbol, que empleó para alcanzar el tronco y descender hasta el suelo.
Resopló al tocar tierra. Lo habían conseguido.
Ekaterina le tendió su anorak, que había recogido entre los matorrales.
—Vamos —murmuró ella, sin perder tiempo en felicitaciones—, hay que alejarse de la valla. ¿Te has herido? —Ekaterina acababa de percatarse de la ropa desgarrada de su amigo.
Nikolái quitó importancia a sus magulladuras. Escocían, pero eran simples arañazos. Apretó los dientes. Aprovechaba la coyuntura para hacerse el duro.
—Tendrás que ponerte la antitetánica —advertía Ekaterina, ajena a sus esfuerzos por impresionarla—. La alambrada está un poco oxidada. ¡Vamos!
Echaron a correr hasta adentrarse en el bosque. Solo se detuvieron cuando estuvieron seguros de no ser detectados desde la zona fronteriza. La bruma, que continuaba adhiriéndose al paisaje, ayudó a neutralizar su presencia.
—¿Ves cómo no era tan difícil?
Nikolái se quedó mirándola.
—Será mejor que me ahorre los comentarios —se limitó a contestar, recuperando el aliento—. Fácil no ha sido, precisamente. Podría haber ocurrido cualquier cosa… Y aún nos queda salir.
Ella se aproximó a él y, sin previo aviso, le estampó un beso en la mejilla.
—Gracias por acompañarme —Ekaterina sonreía—. Sin ti no tendría sentido este reto. Lo sabes, ¿no?
Nikolái no añadió nada. Se conformaba con procurar retener algún vestigio de la suavidad de sus labios. Y es que aquel beso significaba mucho para él.
—Creo que es por allí —comunicó Ekaterina, atenta a los alrededores—. ¿Te orientas?
Nikolái asintió. Se encontraban muy cerca de la explanada.
A pesar de que se habían criado en aquella zona, sabían que el bosque era traicionero —el paisaje invariable en todas direcciones confundía, sobre todo en invierno— y no debían fiarse: mucha gente se había extraviado por no prestar atención a sus pasos. Ellos no podían permitirse ese lujo.
Reanudaron su avance clandestino en silencio. Y allí, envueltos en aquel entorno de árboles cargados de nieve, bajo un cielo de nubes macizas, le asaltó a Nikolái el recuerdo de la leyenda del Chudovishche. Esa era la región donde se ocultaba, presuntamente, aquella criatura. Su escepticismo se tambaleó ante la aridez del paisaje que los recibía, un paisaje que agudizó su conciencia sobre la soledad que les rodeaba: Nadie sabe que estamos aquí.
Y eso inquietaba a Nikolái, aunque no lo habría reconocido delante de Ekaterina. El ambiente que se respiraba en medio del bosque era extraño, tenso, diferente al que sus recuerdos asociaban con ese lugar.
Todo había cambiado demasiado. Ya no era agradable recorrer aquellos parajes. Han perdido vida. Dictaminó el chico. Y eso le resultó familiar. No era la primera vez que se enfrentaba a un escenario así. La imagen de Prípiat se dibujó en su mente.
—¿Y este silencio? —Ekaterina se había detenido, captando la misma atmósfera—. No se oye nada. Y los árboles…
Nikolái asentía. Una profunda sensación de vacío impregnaba todo el bosque, parecía derramarse a través de cada tallo y arbusto como una resina podrida. La vegetación a su alrededor mostraba un aspecto frágil, quebradizo. Las propias tonalidades que la nieve descubría en ella al derretirse mostraban colores demasiado pálidos.
—¿En esto se ha convertido Itanich? —Ekaterina no podía ocultar su decepción—. ¿Pero qué ha hecho el ejército con nuestra tierra?
—Quizá fue el incendio —aventuró Nikolái, buscando una justificación tranquilizadora—. La naturaleza tarda mucho en recuperarse del fuego.
Continuaron avanzando y pronto alcanzaron, al fin, la explanada que buscaban, un claro que se abría en medio de la intrincada amalgama de ramas. En el centro de aquel descampado se alzaba el perfil de los viejos columpios donde tantas veces jugaran. Comprobaron con alivio que esa estampa, al menos, no había cambiado: el tobogán seguía reinando en medio de un parque infantil colonizado por la hierba y el óxido. Una entrañable decadencia que no había interrumpido su progresión hacia el olvido, que parecía mecerse sobre el aura lánguida que emanaba del bosque.
Ambos se detuvieron antes de acceder al recinto, imbuidos de la solemnidad que imponían sus recuerdos. La nostalgia fluyó a través de ellos. Juntos, de la mano, cruzaron los umbrales de aquel espacio al que pertenecían sus infancias. Ese rincón había resistido frente a la oscuridad, frente al fuego, frente a la tragedia. Incluso frente al uso militar. El último bastión de su memoria persistía, erguido ante ellos como la última vez. Bajo el mismo cielo.
Nikolái y Ekaterina no hablaban, inmersos en esa experiencia tan íntima. La ausencia de Dimitri se hacía mucho más palpable conforme notaban bajo sus pies aquella tierra sobre la que tantas veces se habían reunido. Fueron rodeando cada uno de los elementos: los balancines, las rampas, los neumáticos…
—Debemos hacernos la misma foto de la despedida —propuso ella—. Siete años después.
Acababa de sacar su cámara.
—¿Sin Dimitri? —a Nikolái, aquella idea se le antojó como una especie de profanación.
—Las circunstancias han cambiado —repuso ella con firmeza—. Tenemos que reflejarlo así. Esta es nuestra realidad hoy. Dimitri —su rostro reflejó el dolor contenido— ya no está.
Él obedeció mientras Ekaterina, empleando unas piedras como trípode, colocaba la cámara fotográfica. Después programó el disparador automático, lo activó y fue a sentarse al lado de su amigo, en la misma exacta posición que ocupara para el encuadre de la última foto que se tomaron los tres juntos. Nikolái y ella sacaron entonces sus matrioskas y las dejaron a la vista. No sonreían, simplemente dirigían al objetivo unos gestos de melancolía que la cámara se encargó de fijar para el futuro.
Allí se encontraban. Siete años después, volvía a celebrarse una nueva reunión del Club del Trueno. La última.
Se levantaron para continuar su paseo de reconocimiento. Ekaterina recogió su cámara, caminó unos pasos y, tendiendo un brazo, se dispuso a acariciar la superficie descendente del tobogán.
No pudo hacerlo.
La mano de Nikolái había interrumpido su maniobra con un movimiento brusco, apartando la de Ekaterina como si fuera a quemarse con su contacto.
—No toques nada. Es peligroso.
—¿Pero qué…?
Ella se giró hacia Nikolái, extrañada. Reparó en el gesto conmocionado de él, que ni siquiera la miraba.
Nikolái, erguido, clavaba sus ojos en la distancia. Ekaterina siguió con los suyos aquel gesto hasta descubrir, más allá de los columpios, un tramo abierto de bosque que dejaba a la vista un horizonte mayor. Un horizonte sobre el que se recortaba, muda e inhóspita, la silueta de Korostik.
Daba miedo.
A Ekaterina le costó reconocer los edificios que destacaban en ese siniestro conjunto de ruinas. Su memoria procuraba encontrar coincidencias entre sus recuerdos de una población viva, alegre, y ese decorado lúgubre de construcciones abandonadas que se caían a pedazos. Un halo de aniquilación se alzaba hacia el firmamento.
—Dios… —susurró, impresionada—. ¿Así quedó todo después del incendio?
Nikolái la sorprendió con una negativa. Envuelto en la lucidez que proporcionaba el impacto de aquella visión, continuaba observando sin apenas parpadear.
—El fuego no hace eso —se limitó a afirmar.
El tono de su voz, acorde con las enigmáticas palabras, atrajo de nuevo la atención de ella.
—¿Qué quieres decir? Fue un incendio lo que destruyó Korostik.
Nikolái tardó en hablar, pero cuando lo hizo no se advirtió en él la más leve duda:
—Eso nos contaron, Ekaterina. Y nos lo creímos.
Ella frunció el ceño.
—Oye, ¿a qué viene esto? ¿Qué te hace pensar que nos mintieron?
Nikolái señaló hacia el contorno inerte que había atrapado su interés.
—Conozco ese paisaje —susurró—. Lo he visto antes. En Prípiat. Y este silencio…
Ekaterina no entendió aquella mención que asociaba con Chernóbil. Ella sí recordaba, vagamente, el nombre de la ciudad fantasma que se alzaba cerca de la antigua central nuclear.
—¿Prípiat? ¿Y qué pasa ahora con el silencio? Es también muy fuerte, sí, pero…
—El incendio tuvo lugar hace siete años —le cortó él.
Ekaterina se encogió de hombros.
—¿Y…?
Nikolái fue girando sobre sus talones. Ahora contemplaba el bosque que los circundaba, echando de menos el contador Geiger que había dejado en su mochila.
—Apenas hay vida animal, Ekaterina. Y la vegetal está enferma —tomó aliento—. Siete años después de un incendio, todo se habría empezado a regenerar. Y aquí sucede con demasiada lentitud. Aquí todo sigue… marchito.
La chica cayó por fin en la cuenta de los síntomas que habían despertado en su amigo aquellas suspicacias. Y tuvo que reconocer que, en efecto, el paisaje que los había recibido resultaba muy raro. Ella misma aceptó que algo no encajaba.
Ahora el rostro de Nikolái había pasado a reflejar miedo, como si la certeza sobre lo que ocurría le hubiera hecho repentinamente consciente del riesgo que estaban corriendo al encontrarse allí.
—Tenemos que largarnos —advirtió—. Ya.
Un chasquido sonó en aquel momento, a poca distancia.
Los dos chicos palidecieron.
—No estamos solos… —murmuró Ekaterina.
Nikolái sintió cómo se clavaban los dedos de ella en su antebrazo. ¿A qué distancia quedaba el punto de la valla por el que habían accedido?
La oficina de Záitsev había quedado atrás. Motulyak se dirigía con el coche hacia un pequeño pueblo donde debía fotografiar una explotación agrícola para una revista de economía. El Año Nuevo le había sorprendido con un encargo de última hora que no podía retrasar.
Nikolái tendrá que aprender también cómo es el calendario laboral de un periodista. Se dijo. Los horarios poco piadosos supongo que ya los intuye.
Circulaba solo, por una vía secundaria, entre los árboles nevados que flanqueaban la carretera. Sin embargo, al cabo de unos minutos, el espejo retrovisor le devolvió la imagen de un vehículo que se aproximaba.
Por fin algo de movimiento.
El reportero agradeció la distracción en medio de un trayecto que se le estaba haciendo muy monótono. Las curvas de aquella ruta que cruzaba el bosque interrumpían con frecuencia la visión del segundo coche, pero Motulyak se percató enseguida de que cada vez se encontraba más cerca.
¿Pero a qué velocidad va ese loco?
El periodista empezó a ponerse nervioso. El trazado sinuoso por el que rodaba su coche no permitía adelantamientos. Pisó un poco más el acelerador, pero su reacción no impidió que en pocos minutos el otro vehículo se le estuviese echando casi encima. Fue entonces cuando reconoció el viejo modelo con el que sus espías habían estado siguiéndole durante los últimos días. Y su intranquilidad pasó a convertirse en una súbita sensación de alerta.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Es que ya no les importaba a aquellos desconocidos poner en evidencia su misión? Las circunstancias habían cambiado. A peor.
El reportero tragó saliva. ¿Continuarían conformándose con mantenerse al margen, sin entrar en contacto con él, como habían actuado hasta ese instante? Lo dudó.
Motulyak volvió a acelerar, aunque eso no evitó que el espacio que le separaba del otro coche se redujera de nuevo. Un minuto después, la parte trasera de su vehículo recibía un golpe seco. Motulyak maniobró con el volante para mantener el control. El otro coche apenas tardó unos segundos en volver a la carga, con mayor violencia. El segundo choque desplazó el vehículo de Motulyak hasta el minúsculo arcén, a punto de precipitarse entre los árboles, y al procurar compensarlo, el reportero invadió por completo el carril contrario.
Si llega a venir alguien en esa dirección…
Los perseguidores insistían en su acoso. Motulyak intentaba en vano alejarse de ellos, hundía el acelerador hasta el fondo sin lograr una velocidad que le permitiera distanciarse. Por tercera vez sintió a su espalda una fuerte sacudida, acompañada del crujido de la carrocería. Esta vez no pudo mantener el control y el coche salió despedido hacia una curva que se abría a su derecha. Dio un volantazo intentando corregir la trayectoria del coche, pero solo consiguió que su automóvil se arrastrara sobre dos ruedas hasta superar el arcén para terminar abalanzándose contra los árboles. El vehículo dio varias vueltas de campana. Un estrépito de cristales rotos y el olor a goma quemada eclipsaron el grito de Motulyak.
El silencio se había restablecido en las inmediaciones, aunque se trataba de una calma tensa, precaria, que no tranquilizó a los chicos.
Nikolái y Ekaterina permanecían muy quietos, dentro del parque infantil, sin perder de vista las proximidades. Buscaban el origen de aquel sonido que había quebrado la calma del bosque. La magia del momento de nostalgia que estaban viviendo se había roto y ahora aquel espacio que creían suyo mostraba su auténtico rostro: el de la amenaza.
Escudriñaban cada tramo de vegetación que limitaba con la explanada, pero tan solo distinguían ramas, troncos y nieve. Nada sospechoso a su alrededor. Aparentemente.
—No estamos solos —repitió ella por fin, sin fiarse del aspecto pacífico de la arboleda.
Nikolái también percibía una presencia extraña, como agazapada entre la maleza. Admiró que su amiga no hubiera retrocedido ni un solo paso desde el momento de alarma. Estaba alerta, sí; pero no intimidada.
—¿Y por qué no se deja ver? —contestó él a media voz, orientando su mirada en todas las direcciones—. ¿A qué está jugando?
Nikolái deseó encontrarse con la visión de un uniforme, de una silueta humana. Anheló que surgiera una patrulla de soldados, que la explicación del ruido misterioso fuera, simplemente, que habían sido detectados por los guardias del recinto militar. Necesitaba una respuesta racional a su temor… una respuesta que no lograba sustentar.
Con cada minuto que transcurría sin que nadie delatara su proximidad frente a ellos, disminuían las posibilidades de un desenlace tan previsible y cobraban peso alternativas mucho más tortuosas.
El pulso de Nikolái comenzó a dispararse. La leyenda del Chudovishche iba ganando consistencia en su cabeza, muy a su pesar. Pero es que no entendía quién podía estar merodeando por allí aparte de los militares, ni tampoco el motivo por el que quisiera mantenerse oculto.
No sonaba bien.
—Larguémonos ya —Ekaterina decidió dejar de hacerse preguntas—. Aquí nos la estamos jugando.
—¿Pero hacia dónde? —Nikolái continuaba pendiente de todos los rincones que circundaban el parque—. No sabemos en qué dirección se encuentra lo que ha provocado el ruido…
Ekaterina no vaciló:
—Desandaremos el camino que hemos hecho para llegar hasta aquí. Lo único que nos falta ahora es perdernos, no podemos arriesgarnos a eso. Además —añadió—, hay que encontrar el punto exacto por donde entramos. Necesitamos el árbol para escalar la alambrada.
Nikolái asintió. En el fondo sabía que no disponían de otra opción, ahora ya era tarde para arrepentirse. Tenían que seguir adelante.
Ekaterina vigilaba las inmediaciones. Incluso así, con esa actitud severa, el chico la encontró atractiva. Pero ella no se daba cuenta, estaba demasiado ocupada procurando enfrentarse a las circunstancias.
Nikolái se percató, al girarse, de lo mucho que le escocían los rasguños en su vientre.
—Estoy preparado —avisó con un hilo de voz.
—Vamos entonces —ella comenzó a caminar—. No perdamos más tiempo. Por allí.
Nikolái la detuvo.
—Iré delante —se ofrecía a pesar del miedo, consciente de que era el momento de demostrar si su cuerpo atlético era algo más que una simple apariencia.
Ekaterina le miró a los ojos.
¿Le asusta la idea de que me pase algo? se atrevió a interpretar el chico. La mera posibilidad de que estuviese en lo cierto le ayudó en su determinación.
—Gracias, Nikolái —ella se puso en marcha—. No es necesario.
El muchacho aspiró hondo y, sin perder de vista todas las perspectivas del bosque, comenzó a caminar a su lado, en dirección a la alambrada.
La vegetación aguardaba. Muda. Quieta.
Se adentraron poco a poco entre los árboles. Nada sucedía. Sin pronunciar palabra, continuaban avanzando. Contenían el aliento. Pronto se vieron rodeados por numerosas siluetas de pinos y abetos, con nieve acumulada entre las ramas. Ellos prosiguieron. A cada paso escrutaban las nuevas parcelas de terreno boscoso que sus ojos descubrían, y solo cuando se habían asegurado de que no existía peligro, reanudaban el recorrido.
Conforme dejaban atrás la explanada, comenzaron a recuperar la serenidad. Seguía sin ocurrir nada. A esas alturas, la imagen que Nikolái había recreado en su cabeza sobre el Chudovishche alimentada por cada segundo de incertidumbre, era terrorífica. Pero obligó a sus piernas a caminar. Ya quedaba menos.
Tenían que llegar hasta la valla. Salir de allí.
Las pupilas de los chicos registraban lo que iba quedando ante ellos mientras se preguntaban si habría otras que los observaban en su huida, preparando un inminente asalto.
La calma, sin embargo, se mantenía y, minutos después, lograron atisbar la silueta de la valla que marcaba el límite con la zona libre.
Con la zona viva.
Aquello les dio un nuevo impulso.
Alcanzaron el árbol que servía de puente para sortear los alambres. Antes de iniciar la escalada, se detuvieron junto a él y apoyaron sus espaldas en el tronco. Necesitaban recuperar la respiración; la tensión soportada durante el trayecto los había dejado exhaustos.
—¿Preparado? —preguntó Ekaterina, que ya había comprobado si en las cercanías se veía alguna patrulla de vigilancia—. Es el momento.
Nikolái asintió. A pesar de que en su interior latía un único pensamiento (Lárgate de aquí ya., de sus labios brotaron dos únicas palabras:
—Tú primera.
Ahora le tocaba a él arriesgar. No debían trepar a la vez, alguien tenía que vigilar la retaguardia, por si acaso; el momento de salvar el obstáculo de la alambrada era el más vulnerable. No podían fiarse.
Ella había lanzado su anorak por encima de la valla. Dedicó ahora a su amigo otra de sus miradas, antes de encaramarse al árbol.
—No tardes —le susurró desde su posición a media altura—. Prefiero que nos detengan los soldados a que te ocurra algo aquí dentro.
Toda una declaración de principios.
—No tardaré.
Incluso bajo la crispación que soportaba, Nikolái apreció la genuina preocupación de la chica. Eso le dio fuerzas.
En cuanto ella comenzó a descender por el lado contrario de la alambrada, Nikolái se colocó de un salto en el punto más alto posible del árbol para iniciar una veloz maniobra de ascensión. Le daba terror dar la espalda al bosque, aunque era inevitable.
Apenas tardó unos minutos en enfrentarse a los filamentos con espinas. Fue en ese instante cuando escuchó tras él un nuevo chasquido. Se giró con rapidez y llegó a percibir cómo una sombra furtiva se ocultaba detrás de unos árboles próximos.
Alguien o… algo nos ha acompañado durante la fuga.
El miedo otorgó a Nikolái una extraordinaria energía, y alzarse por encima de los pinchos metálicos le resultó mucho más fácil. Minutos después, corría con su amiga en dirección al Skoda, que aún quedaba lejos.
No volvieron la vista atrás.