1 de enero de 2012
La primera mañana del año avanzaba con temperaturas gélidas. A pesar de ello, habían aparcado lejos el Skoda, y ahora Nikolái y Ekaterina contemplaban, parapetados tras unos árboles, la valla que impedía la entrada al sector prohibido: tres metros de altura para una barrera de postes enlazados por filamentos metálicos y coronada por tres franjas horizontales de alambre espinoso que se inclinaban hacia ellos. Una intimidante cicatriz que se abría en mitad del bosque desafiando a la naturaleza.
Y a los curiosos.
Cada cierta distancia había carteles que advertían del acceso prohibido a la zona.
—Esto es una locura —musitó Nikolái, cada vez menos convencido de lo que se proponían hacer—. Además, también hay guardias que patrullan alrededor del perímetro. Incluso con perros. Nos pillarán.
—¿Tienes idea de los kilómetros que tienen que cubrir? —a ella le brillaban los ojos ante la perspectiva del riesgo—. Igual pasan por aquí cada tres horas… y estarán hartos del frío y del aburrimiento. Las rondas de vigilancia son pura rutina para ellos. No se enterarán si nos limitamos a echar un vistazo y salimos pronto.
Nikolái tuvo que reconocer que en su anterior visita a ese lugar, no había llegado a ver ningún soldado. Pero Motulyak se lo había advertido: debía tener cuidado con los militares. Y aquello no era una simple travesura de niños, las consecuencias podían ser graves.
—¿Estás segura?
Él continuaba con sus reticencias. Ahora se arrepentía de haberse dejado arrastrar por Ekaterina para hacer aquello. Todo había surgido, en realidad, de una manera muy espontánea. Él la había ido a recoger a su hotel, tal como habían quedado la noche anterior después de la cena. Y había sido entonces, en recepción, mientras se ponían de acuerdo sobre la ruta a seguir durante la mañana, cuando Ekaterina había descartado el plan inicial —dar un apacible paseo por el pueblo más próximo a Itanich— para sugerir llegar hasta los columpios donde solían reunirse con Dimitri.
Era su particular modo de celebrar el nuevo año. Nikolái le había advertido de que aquella visita ya no era posible porque implicaba entrar en terreno militar. Ella había contestado que ya lo sabía (también se había acercado sola hasta allí, días antes, compartiendo una vez más el mismo circuito nostálgico de Nikolái), pero que le daba igual.
Tenían que llegar hasta los columpios. Como fuese.
Su tradicional naturaleza indómita se imponía a las circunstancias. Ekaterina no había perdido empuje ni resolución, desde luego. Poco a poco, bajo su actual apariencia estadounidense, iba brotando la chica de siempre.
Nikolái, fiel también a su personalidad, se había dejado llevar por el romanticismo y, en un arrebato, había aceptado la propuesta. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de permanecer junto a Ekaterina. Todo parecía posible a su lado. Hasta que el paisaje invernal, el aullido del viento y la silueta hostil de la cerca habían terminado por abrirle los ojos a un escenario mucho menos mágico.
Aquello era una locura. Tendrían que haber optado por un plan más tranquilo. Nikolái recordó entonces que ni siquiera había encontrado todavía un hueco para intentar acceder a la página secreta de Antónovich con las contraseñas sugeridas por Motulyak. Como periodista no se estaba conduciendo con demasiada diligencia, ciertamente. Pero es que cada ocasión de ver a Ekaterina eclipsaba todo lo demás: el reportaje, la enigmática muerte del día anterior, Chernóbil… Todo se le antojaba secundario.
—¿Ahora que hemos llegado hasta aquí, vamos a rendirnos? —le provocó ella desde su posición tras otro árbol, atenta al semblante trémulo de su amigo—. Dimitri se merece este homenaje. Una única vez.
Ese argumento era un golpe bajo que Nikolái acusó. En el fondo sabía que no iba a ser capaz de negarse. Ekaterina era dueña de su voluntad. Siempre lo había sido, incluso en la distancia.
—De acuerdo —claudicó a regañadientes—. Pero no veo cómo vamos a cruzar.
Ella estudiaba el panorama.
—Es alambre de acero, lo comprobé el otro día cuando me encontré con esta… sorpresa. Resistirá nuestro peso sin destensarse.
Al menos, se dijo Nikolái, ha tenido en cuenta que no debemos dejar rastros de nuestra… «visita».
—¿Y…?
—Si aprovechamos uno de los postes y el encaje de los hilos de metal, podemos trepar sin grandes problemas. El obstáculo principal es la alambrada con pinchos que hay arriba —le miró de cuerpo entero—. Pero con tu buena forma… si somos cuidadosos y con algo menos de ropa, podremos pasar por encima sin un rasguño.
—Con menos ropa, nos helaremos —repuso Nikolái.
—Lanzaremos al otro lado los anoraks antes de escalar. En cuanto crucemos los recuperamos.
—Ah —se sintió un poco estúpido—. No te había entendido. ¿Y después?
A esas alturas, Nikolái había delegado toda iniciativa en Ekaterina. Su forma de rebelarse ante aquella idea absurda consistía en una resignación nada emprendedora.
¿Acaso no era ella la responsable de que se vieran metidos en semejante lío? Pues que se lo currara.
Ekaterina, por su parte, no perdía el tiempo. Había orientado los ojos hacia la valla y ahora sus pupilas recorrían con precisión el tramo de perímetro que quedaba a la vista. Nada la detenía cuando tomaba una decisión.
—Solo se ocuparon de este lado —evaluó, minutos después—. ¿Te has fijado en que dentro del área militar apenas talaron árboles? La zona interior de la cerca está mucho menos limpia de vegetación.
Nikolái comprobó la exactitud de esa observación. En efecto, más allá de la valla habían sido mucho menos meticulosos en su propósito de dificultar el acceso.
—Supongo que tendrían prisa por terminar y les preocupaba más que alguien quisiera entrar en el recinto que la posibilidad de que alguien pretendiera salir —dedujo.
Ella no respondió, concentrada todavía en su análisis del desafío.
—Se trata de encontrar un punto de la cerca que cuente al otro lado con un árbol muy próximo por el que nos podamos descolgar —explicó—. Eso nos hará ganar tiempo y facilitará salvar la alambrada.
Nikolái tuvo que reconocer que aquel planteamiento sonaba muy razonable, incluso —refunfuñó— viable. Empezó a asimilar que verdaderamente iban a llevar a cabo la propuesta de su amiga. Meneó la cabeza hacia los lados, atónito ante su propia sumisión. Nada había cambiado desde hacía siete años. Resultaba irónico que un par de días después de haber coincidido con ella, se hubiera restablecido con tal rigor el tipo de relación que habían mantenido de adolescentes. Ekaterina resolvía, él acataba sus palabras imbuido de la hipnótica atracción por ella. Y Dimitri callaba, ahora desde la tumba.
Alucinante.
Nikolái había llegado a Ucrania manejando las riendas de su vida y ahora cedía el protagonismo a Ekaterina sin esfuerzo, asediado por unos sentimientos que empezaban a adoptar una intensidad incontenible. Por primera vez se planteó si hubiera debido actuar con más prudencia a la hora de facilitar un encuentro con Ekaterina, lo que hubiera evitado la visita a la sepultura del amigo muerto que le había llevado a cruzarse con ella.
Quizá no estaba preparado para lo que un contacto directo con Ekaterina podía desatar en sus entrañas, ya al rojo vivo.
Ella había desplazado sus pesadillas con su sonrisa, con sus cabellos rubios, con su tacto y su voz melodiosa.
—Vamos —le avisó poniéndose en marcha—. Recorreremos la valla hasta que encontremos un árbol que nos sirva.
Comenzaron a hacerlo, siempre a una distancia prudencial. La dirección elegida por la chica era la que los acercaba a la zona de bosque donde presuntamente se alzaba —siempre al otro lado de la frontera de metal— la explanada de los columpios. La irritación que aún sentía Nikolái por el modo lánguido en que se dejaba conducir no impidió que admirase la inteligencia de Ekaterina. ¿Cómo oponerse a su magnetismo?
—¿Crees que habrán mantenido los columpios? —preguntó él, sin desviar la atención de la valla junto a la que podía aparecer una patrulla de vigilancia en cualquier momento—. A lo mejor ya no quedan más que escombros. No creo que los militares necesiten algo así para sus maniobras, y entonces nos estamos arriesgando para nada.
—No parece que en las proximidades hayan construido barracones ni modificado los límites de la arboleda —respondió ella—. Destruir también cuesta dinero, y si lo que buscaban era escenarios donde fingir combates…
—Aun así…
—La aventura requiere incógnitas, Nikolái. Hasta que crucemos no sabremos qué queda de nuestro pasado. No podemos detenernos aquí.
Él asintió, perplejo ante la cantidad de enigmas que detectaba a su alrededor desde su llegada a Ucrania. A lo mejor, su instinto periodístico despertaba fruto del impacto que estaba suponiendo para él aquel viaje.
Personalmente, sin embargo, no necesitaba más incógnitas que la única que le carcomía en ese instante: si iban a ser detenidos por los militares. ¿Cómo explicaría eso a sus padres? ¿Cómo reaccionaría Motulyak? Confió en que la doble nacionalidad de ambos les otorgase cierta inmunidad con las autoridades.
Tampoco era tan grave lo que se disponían a hacer. ¿O sí?
El funcionario que le atendió en aquella diminuta oficina de barrio era exquisitamente amable. Tanto, que antes de empezar la conversación, Motulyak supo que estaba perdiendo el tiempo. Una vez más.
—No esperaba que me recibiese hoy —reconoció el reportero desde la puerta del despacho—. Se lo agradezco, señor Záitsev.
El tipo rechazó con un ademán aquella muestra de gratitud.
—¿Lo dice por la festividad? Hace años que no la comparto, si he de serle franco. Lo que celebro dentro de unos días es el Año Viejo ortodoxo. Además —añadió—, es usted un periodista muy conocido…
¿Otro que se da prisa en atenderme? pensó Motulyak con recelo. ¿Desde cuándo despierto tanto respeto en las altas instancias?
—Gracias —dijo—. Aun así, acudir a la oficina solo por mí…
—Como director lo hago a menudo —Záitsev rebuscaba entre varios montones de documentos apilados sobre la mesa—. Aquí no funcionamos como en la central —exhibió un juego de llaves—. Esto es más doméstico. Y ya ve que tengo mucho papeleo acumulado. Como mejor trabajo es sin atención al público.
—Aun así es de agradecer.
El funcionario, un tipo grueso, de sonrisa hueca, embutido en un traje sospechosamente caro, no hacía más que pasarse una mano por su pelo engominado. Le invitó a acercarse hasta su escritorio.
—Así que desea solicitar un permiso para visitar la zona de Itanich asolada por el incendio de 2004… —recordó.
Motulyak hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ha venido un amigo de la familia desde España —explicó—. Es un joven que estudia periodismo en una universidad de Madrid y está interesado en hacer un reportaje sobre aquella tragedia. Así podrá fotografiar el lugar del incendio.
—Pero siéntese, por favor —Záitsev señalaba con una de sus manos regordetas una butaca frente a su escritorio—. Acomódese.
Motulyak ocupó su asiento.
El funcionario, inclinado en su sillón, consultó unos papeles que con toda seguridad nada tenían que ver con el asunto a tratar. De nuevo. Se dijo el reportero reprimiendo un suspiro, la liturgia de la burocracia inútil.
—Me encantaría ayudarle —comenzó Záitsev mientras una de sus manos aterrizaba en su pelo brillante—, pero me temo que va a ser imposible. Usted sabrá que los terrenos de Itanich donde tuvo lugar el incendio son hoy propiedad del ejército…
Pues claro que lo sabía; de algo tenían que servirle los documentos que había conseguido en el registro de la propiedad. Tampoco ignoraba que el ejército como interlocutor constituía un escollo insalvable para un periodista. La única alternativa que se le había ocurrido a Motulyak para sortear ese obstáculo era aquella: lograr que la administración civil actuara de intermediaria en la tramitación del permiso.
—¿Y no puedo solicitar esa autorización a través de ustedes? —planteó.
El funcionario adoptó una mueca exageradamente consternada.
—¡Imposible! Tendrá que dirigirse usted mismo a la autoridad militar competente. Lo lamento mucho —cerró la carpeta que mantenía abierta sobre su mesa como si su contenido hubiera estado vinculado a la conversación—. Si puedo ayudarle en algún otro asunto…
—Y supongo que esa autoridad del ejército tardará lo suyo en resolver mi petición… —retomó Motulyak.
Ahora Záitsev resopló.
—Esas cosas llevan su tiempo —lo afirmaba con gravedad, como si estuviesen hablando de la construcción de una central térmica—. Meses. ¿Se queda mucho tiempo ese joven universitario?
—Unos días —Motulyak empezaba a cansarse de aquella pantomima—. ¿Y si pago una cantidad? Quiero decir —se apresuró a camuflar la oferta de soborno ante el gesto cauto del funcionario— que entiendo el coste que supone la agilización de un expediente y estoy dispuesto a asumirlo.
—Ni siquiera así puedo hacer nada —volvió a rechazar Záitsev—. Créame que lo siento.
Motulyak se levantó, dispuesto a irse. Estaba a punto de sufrir una sobredosis de formulismos.
—¿Me permite su identificación?
Al reportero, que ya se giraba hacia la puerta del despacho, le desconcertó aquella exigencia.
—¿Mi identificación? ¿Por qué?
Záitsev quitó importancia a su petición:
—Es un simple trámite. Se está elaborando una base de datos con todas las consultas que nos llegan, y hay que vincularlas al solicitante. Eso es todo.
—Ya.
Motulyak odiaba toda estrategia, pública o privada, que pudiera emplearse para controlar sus movimientos. Transigió; no le interesaba fomentar nuevos conflictos y, además, el seguimiento al que era sometido no se había interrumpido. ¿De qué servía entonces procurar ocultar su única iniciativa verdaderamente inofensiva? Incluso disfrutó por anticipado con la idea de que sus espías se volvieran locos al intentar averiguar qué pretendía él con aquella «misteriosa» solicitud a una administración civil. Jamás imaginarían que su único propósito era echar una mano a un chico español para un trabajo universitario.
—Tome —alargó su carné por encima del escritorio.
El funcionario tomó nota de sus datos y se lo devolvió. A pesar de su negativa a ayudarle, mantenía su sonrisa. A Motulyak, aquella actitud le recordó la amabilidad automática de los japoneses.
—Muchas gracias, señor. Que tenga un buen día.
El periodista salió sin despedirse. Una vez en la calle y llevado de su propia suspicacia, no pudo evitar preguntarse sobre la verdadera razón por la que Záitsev le había recibido en Año Nuevo. No se creyó su justificación inicial; el hecho de que el funcionario lo hubiera reconocido como periodista le hacía sospechar que el auténtico motivo de atenderle en un día festivo radicaba en el hecho de que, haciéndolo así, evitaba testigos del encuentro.
¿Pero por qué podía interesar a Záitsev tanta discreción?
Motulyak apretó los puños experimentando una molesta impotencia. Se sentía como si llevara varios días dando vueltas como un imbécil alrededor de algo importante, sin alcanzar a verlo.
Itanich, … 2004
Ellos han vuelto. Con sus trajes, con sus armas.
Sus linternas.
Con los vehículos militares y su rumor mecánico surgiendo de entre los árboles.
Cuánto hacía que no escuchaba la vibración de un motor. Ni siquiera la silueta de los aviones cuando cruzan el cielo rompe la quietud de mi mundo. Su sonido no logra atravesar la atmósfera apelmazada que flota encima de esta zona cero.
Motores. Su ronroneo me ha provocado una sensación de miedo y nostalgia a un tiempo. Para mí son resonancias de otra época.
La presencia de los tipos armados me obliga a despertar de mi ensoñación, a retirarme, aunque no dejo de espiarlos desde todos los rincones. Nadie conoce mejor que yo el terreno. Nadie.
Han vuelto, sí. Ahora son muchos más. Con sus señas mudas, con sus carreras de edificio a edificio, como debe de moverse un comando en zona enemiga. Esos desplazamientos me han hecho tomar conciencia de que son ellos los que profanan este sector.
Yo juego en casa.
Ajenos a mi control invisible, se han desplegado para cubrir el oeste del pueblo y desde allí han ido avanzando hasta controlar toda el área que abarca la población en ruinas.
Resulta tan fácil burlar su dispositivo de búsqueda…
Tienen miedo, son torpes. Se arriesgan en un medio que no es el suyo.
En este ambiente muerto, las pisadas de sus botas retumban. Con el transcurso de los días, he aprendido a percibir cada ruido diferente. Ellos no pueden moverse sin que yo lo sepa. Pero lo ignoran.
No debo interferir. Mi intuición me dice que lo más conveniente es que me den por muerto. Que consideren que la vida no es posible en este entorno. Que me olviden como el mundo ha olvidado esta región.
Solo así dejarán de buscarme. Me dejarán morir en paz.
Me sigo retirando hacia el laberinto subterráneo del «agujero». No se atreverán a meterse en esas galerías. No se arriesgarán a extraviarse por los túneles.
Ahí tengo víveres y agua. Puedo resistir.
Desaparezco de la superficie. La noche está cayendo.