CAPÍTULO XIV

Ella estaba preciosa. Sentada frente a él al otro extremo de la mesa, Nikolái pudo contemplar su rostro moderadamente maquillado, el cuello suave adornado con un colgante de plata y la parte superior de su vestido negro, que dejaba a la vista unos tentadores hombros desnudos.

Ekaterina se había arreglado para la ocasión. Él se sintió una vez más en desventaja, como si no dispusiera de armas para competir, con su vulgar vestuario consistente en una americana oscura, camisa azul y unos vaqueros.

Carraspeó.

—¿Eres… eres feliz? —Nikolái acariciaba uno de sus cubiertos, y en su titubeo puso de manifiesto una recobrada timidez; quizá era pronto para aludir a un tema tan sensible, pero de nuevo sus impulsos se anticipaban a la planificación—. Me refiero a si estás satisfecha con la vida que llevas en Estados Unidos.

El interrogante clave había aterrizado sobre la mesa. Literalmente.

Ekaterina había alzado los ojos de la carta donde estudiaba los platos que proponía la cocina de aquel restaurante. Lo hizo de un modo pausado, amparándose en el resguardo que ofrecía el amplio díptico de papel.

Ella se asoma con prudencia. Calibró Nikolái mientras fingía jugar con la servilleta. No quiere exponerse más de lo imprescindible. No ante mí. Me he precipitado.

No había sabido contenerse. Después de tanto tiempo sin saber de ella, experimentaba la angustiosa obsesión de que cada instante podía ser el último en su compañía y le aterraba la posibilidad de que una nueva separación dejara en sus labios palabras pendientes, pensamientos sin destinatario condenados a vagar en su cabeza con la insistencia de los remordimientos.

No hay prisa. Procuró convencerse. Ahora está conmigo.

—Ya salió el periodista que hay en ti —comentó ella por fin—. Ni siquiera puedes cenar conmigo sin entrevistarme. ¡Eso es vocación!

—Sabes que mi interés por ti va mucho más allá de lo profesional.

—Sí, lo sé. Ha sido una broma.

Él no esperaba hallar en las pupilas de Ekaterina su misma vacilación, la que abrumaba al muchacho cada vez que lograba reunir la determinación suficiente como para contemplar con perspectiva el rumbo errático de su vida. Ella era la dura, la inmune al desaliento. Sin embargo, en esos ojos transparentes que le observaban sin pestañear desde el otro extremo de la mesa, el chico distinguió una leve sombra que los empañaba.

—Me falta algo —sentenció Ekaterina, contra todo pronóstico—. Tengo éxito como cantante, lo viste en el concierto. Me va bien, estoy cumpliendo un sueño que además puedo compartir con una familia que me quiere. Pero —se notaba el esfuerzo que suponía para ella aquella confesión— no consigo desembarazarme de una sensación de… desarraigo que me persigue desde que abandonamos Ucrania. No sé; es como si me faltase un ingrediente en mi receta de la felicidad. Lo perdí durante el camino, imagino. Y desde entonces lo estoy pagando. Siete años no han sido suficientes para compensar esa carencia.

A Nikolái le emocionó la proximidad entre aquella impresión descrita por Ekaterina y la sensación de orfandad que le asaltaba con frecuencia en España.

—Y, en el fondo, no has venido a este país por el homenaje a Chernóbil, sino a buscar ese ingrediente que te falta —dedujo el chico, entre el diagnóstico y la confesión—. Durante años has esperado una excusa que te permitiera volver. Como yo. Tu concierto, mi reportaje. Somos dos desterrados que han regresado a su hogar demasiado tarde. Porque ya no queda aquí nada que nos ate, Ekaterina —suspiró—. Solo recuerdos de un pasado que ya es historia. Nada podemos encontrar en esta tierra que nos ayude a recuperar lo que perdimos.

—Te he encontrado a ti —repuso ella—. Mi viaje ha merecido la pena.

Nikolái se dejó envolver una vez más por esa voz, que arrastraba ahora —sin melodía— aquella afirmación tan cálida. Adelantó una de sus manos sobre la mesa, situándola muy cerca de las de Ekaterina, que aún sostenían la carta de platos. Deseaba estrecharlas entre las suyas, acariciarlas, besarlas. En silencio. Ella no se dio cuenta de aquella maniobra —o no lo exteriorizó— y el chico tampoco tuvo valor de llegar más lejos. Había soñado tantas veces con esa piel…

Nikolái lo hubiera dado todo por ser ese ingrediente que anhelaba Ekaterina para ser feliz. Ella sí lo era para él. Tan hermosa, tan resuelta, tan sagaz. Tan exquisita en su estilo, tan… exuberante en su energía. Más aún: ella constituía el único elemento de la fórmula de sus sueños. No había otros componentes. Únicamente ella. Pero en aquel ruego que iba ganando consistencia en su cabeza (Puedo hacerte feliz) déjame hacerte feliz. Se interponía la figura de Dimitri, poderosa en su mística ausencia. Nikolái se rebeló en su fuero interno contra la competencia abusiva que implicaba una tragedia como la de su amigo. Él presentaba a Ekaterina un presente vulgar, anodino, mientras que Dimitri no había tenido ocasión de enturbiar su pasado y mantenía en su perfil el brillo melancólico e irrecuperable de los encuentros de Itanich.

Celos hacia un cadáver.

Le costó comprender que, a cambio de aquella ventaja que disfrutaba Dimitri, de su adolescencia cristalizada, su amigo muerto pagaba el precio de no estar. Dimitri ya no existía salvo en la memoria de ellos. Y Ekaterina necesitaba algo real; un corazón auténtico, que todavía palpitara. Eso le serenó. Por primera vez se atrevió a alimentar esperanzas con respecto a ella.

Nikolái, más tranquilo, se sintió ahora avergonzado por su injustificable brote de irritación contra Dimitri. El amor conduce a reacciones tan irracionales… se reprochó. Tengo que ser más generoso. Dimitri no es mi rival. Ya no. Yo soy quien lo ha convertido en adversario con mis paranoias. Debo dejarle descansar en paz. He venido hasta aquí para reconciliarme con mi pasado.

Aquella novedosa convicción lo liberó de escrúpulos cuando, casi a hurtadillas, empezaba a concebir que podía llegar más lejos en su reencuentro con Ekaterina. Tímidamente, la ilusión iba surgiendo en su pecho. Sí. Podía vencer al apabullante recuerdo de Dimitri con el simple recurso de sus latidos. La fuerza de la vida tenía que abrirse paso.

—Se nota que juegas al fútbol —comentó Ekaterina en ese momento, dispuesta a cambiar de tema hacia algo más superficial—. Te veo en plena forma.

Nikolái sonrió al tiempo que flexionaba los brazos para exhibir el contorno de sus bíceps. Ella admiró su torso atlético, sus hombros anchos que se adivinaban bajo el jersey.

—Hago bastante ejercicio, sí —reconoció él.

—Eres ya un hombre —Ekaterina se echó a reír de repente—, aunque ni siquiera te afeitas aún.

Nikolái deslizó una mano por sus mejillas imberbes.

—Eso tiene mala solución —se quejó—. Tan solo me salen cuatro pelos. Antes no te fijabas tanto en el físico… ¿Estoy pasando un examen?

—En absoluto —Ekaterina no abandonaba su gesto divertido—. Solo atiendo a tu «envoltorio». Y si quisiera hacerte un examen, ten por seguro que me fijaría en aspectos mucho menos visibles. En eso no he cambiado.

—Estoy convencido de que ya has empezado a analizarme, así que no disimules.

—Tal vez —se hizo la enigmática—, tal vez.

—Tú también estás… muy bien, ¿sabes? Toda una estrella de la música. Estoy muy orgulloso.

—Y yo de ti —afirmó ella—. Has ganado con el tiempo, créeme. Y eso que guardaba muy buen recuerdo de ti.

Ninguno se atrevió a aventurar cómo hubiesen encontrado a Dimitri de haber sido posible, si el incendio no hubiera segado su vida tan prematuramente.

Tal vez los habría recibido en Ucrania un chico flaco, pálido, de perfil huesudo y cuello largo, que seguía compensando sus frecuentes silencios con sonrisas cómplices. Un muchacho de apariencia hosca, retraído, cuyos ojos verdes, bajo un cúmulo de mechones enredados, recuperaban la vitalidad en compañía de sus amigos.

—No habría perdido su forma de contemplar el mundo —susurró Ekaterina, consciente de la coincidencia de los pensamientos de ambos—. Eso le hubiera permitido sobrevivir en esta tierra tan ingrata sin sacrificar su espíritu.

Se quedaron mirándose, callados. Ambos percibieron que aquel era un instante especial, aunque no supieran cuál había sido el detonante que lo había provocado. Entonces llegó el camarero y fue en ese momento cuando ambos se percataron de que durante todo ese rato habían sido incapaces de escoger la cena.

—Vamos a terminar el año hambrientos —comentó ella—. Y no me importa.

El tiempo, cuando estaban juntos, parecía deslizarse a una velocidad de vértigo, y Nikolái, en medio de la euforia que le generaba la cercanía de Ekaterina, no supo interpretar la afectuosa actitud que ella venía exhibiendo en su presencia. No quería dejarse llevar por sus sueños, pero tampoco renunciar a ellos. Se limitó a flotar. Ese era el fenómeno que experimentaba junto a Ekaterina: el de la ingravidez.

Mientras tanto, 2011 iba desgranando sus últimos minutos. Ellos, compartiendo una intimidad fuera del alcance de los demás comensales, se prepararon para el brindis.

estrella

Itanich, … 2004

He salido de mi agujero para llegar de nuevo hasta la zona donde desperté a este infierno, hace ya lo que se me antoja una eternidad.

Ignoro qué día es hoy. Mis recuerdos solo alcanzan hasta enero. Y la explosión. Creo. En mi memoria se mezclan muchos de mis últimos recuerdos, sin ningún orden. No estoy seguro de cuándo comenzó esta pesadilla.

Tampoco sé si acabará algún día.

Pienso en mi familia. A cada momento.

He vagado hasta identificar el mismo paisaje inmóvil que me recibió al despertar: los escombros, la podredumbre. Allí, tras varias horas rebuscando, he recibido el mejor regalo que podía soñar: mi matrioska.

La he encontrado. Por fin. Se hallaba tirada sobre un montón de residuos, deteriorada y sucia. Pero la he reconocido.

La hubiera reconocido entre mil muñecas.

He apretado contra mi pecho mi matrioska y he sentido más cerca que nunca la presencia de Ekaterina y Nikolái.

Hoy he recuperado un pedazo de mí.

He limpiado la muñeca con mis manos, que apenas sirven ya para escribir.

Pero ni siquiera este hallazgo me ha ayudado a recobrar fuerzas. Cada vez me siento peor. Vuelvo a pensar en la muerte. Mi cuerpo se sigue consumiendo, poco a poco.

Mis entrañas se corrompen. He empezado a perder dientes.

La matrioska parece mirarme entre mis dedos, me recuerda que sigo vivo a pesar de todo.

Sigo vivo, sí. El aliento que escapa de mi boca lo confirma.

Aunque para el mundo ya no existo.

¿No existo para nadie?

No soporto la idea de que Ekaterina y Nikolái consideren que mi tiempo ya pasó.

No soy un recuerdo. Todavía no.

estrella

—¿Vienes ya a la mesa? ¡Es Nochevieja, deja ya de trabajar!

La voz de Natalia navegaba a través del pasillo. Se imponía al murmullo que generaban los amigos que habían acudido a la celebración y que ahora aguardaban junto a ella charlando en el salón.

Motulyak gruñó una afirmación desde su mesa del dormitorio mientras continuaba tecleando sobre el portátil. Hasta ese momento no había probado una gota de vodka, a pesar de lo mucho que le apetecía. Se estaba tomando muy en serio su dieta «de celebraciones», y solo se emborracharía —aparte del vino de la cena, por supuesto— a partir del brindis de medianoche. Año Nuevo, botella nueva.

El reportero, atento a la pequeña pantalla de su ordenador, ya había organizado las fotos que había tomado en Prípiat junto a Nikolái, y ahora dedicaba unos minutos a indagar en la red en torno a la siniestra figura del coronel Yuri Volkov. Le había fascinado aquel personaje sombrío que surgía en medio de la noche para contener la avidez de los periodistas ante la sangre fresca. Sin embargo, al igual que le ocurrió con el general al que llevaba días investigando por su reunión secreta con Karol Viridik, aquel forense militar se había prodigado muy poco en internet. Tan solo localizó una noticia —fechada en 2000— donde se hablaba de su nombramiento (por aquel entonces era comandante) al frente de un proyecto de investigación sobre intraducibles cuestiones médicas.

—¿Nada más? —murmuró Motulyak mientras leía por encima el contenido de aquel artículo tan poco sugerente—. Vaya pérdida de tiempo. Los militares deberían ser menos discretos a la hora de difundir sus méritos…

El reportero detuvo de pronto su lectura al detectar una palabra interesante: Petrov. Se trataba de un apellido frecuente en Rusia y Ucrania, así que prefirió contextualizarlo antes de sacar conclusiones. No tardó en confirmar, tal como había supuesto, que en aquella noticia también se hacía referencia al general sospechoso (teniente coronel en el año 2000) que rastreaba desde hacía días. Resultó ser el superior jerárquico de Volkov en esa época.

—¿Coincidencia? —murmuró intrigado mientras continuaba leyendo.

El contenido del texto parecía, no obstante, inofensivo. Explicaba que el citado proyecto, que dirigiría el oficial a partir de su nombramiento, se iba a centrar en la elaboración de vacunas con las que dotar al ejército ucraniano para misiones en zonas sometidas a amenaza bacteriológica e incluso química. Una cuestión de interés general, pero irrelevante para Motulyak. Y, desde luego, obsoleta a esas alturas; si nueve años después, el coronel estaba presente en el levantamiento de un cadáver en pleno bosque, resultaba obvio que ya no se encontraba implicado en el proyecto de las vacunas. De hecho —concluyó el reportero—, su labor actual era de mucha menor responsabilidad, así que no debía de haberle ido muy bien, aunque hubiese continuado ascendiendo en el escalafón militar. Probablemente ese proyecto ni existiría ya.

Motulyak sintió la tentación de seguir cotilleando, pero era ya tarde y no quería enfadar a Natalia ni quedar mal con sus amigos. ¡Había que despedir el año! Bostezó, mientras deseaba mucha suerte a Nikolái en su última cita del 2011.

Satisfecha por el momento su curiosidad, se levantó, apagó su portátil y abandonó su cuarto rumbo al salón.

La mención de Petrov en la noticia alusiva al forense le había recordado el punto en el que se encontraban sus pesquisas sobre ese turbio asunto de la reunión con Viridik. Necesitaba un empujoncito, algún descubrimiento que le diera nuevo impulso. La identidad militar de sus espías no era suficiente.

—Y tengo que estar cerca de averiguar algo sustancioso —se dijo—. Si no, no me estarían vigilando.