31 de diciembre de 2011
El sábado los obsequiaba con una mañana luminosa. La luz se filtraba a través de las ventanas del salón en la casa de Motulyak y este, sintiendo a su espalda aquella calidez, sonreía con satisfacción repantingado en su sillón favorito. Acababa de escuchar lo que Nikolái tenía que contar.
—Así que no celebrarás con nosotros la Nochevieja… —murmuró con gesto pícaro—. Desde luego, una vez que te decides, no pierdes el tiempo.
—Solo hemos quedado a cenar —se apresuró a matizar el chico, envuelto ya en su tradicional timidez.
—Tranquilo, no me tienes que dar explicaciones.
—Aun así, os agradezco vuestra invitación, claro…
Los dos se miraron en silencio.
—Cómo te ha cambiado ese encuentro con Rebecca Welsh —Motulyak alargaba una lata de coca-cola al muchacho—. ¡Pareces otro! Menudo peso te has quitado de encima. Y aún pensabas si reunirte con ella o no… En fin, gracias por darnos otro motivo de celebración. Estoy dejando de beber por imposición «conyugal», así que ahora sigo una dieta líquida basada exclusivamente en momentos de brindis —miró a su novia con fingida sumisión—. Por eso puedo beber en esta ocasión. Puedo, ¿no?
Nikolái se echó a reír. Natalia, poniendo una mueca de martirio a su lado, se le adelantó en el comentario:
—Intuyo que a partir de ahora vas a tener un talante mucho más festivo. ¡Todo te va a parecer digno de celebración! Eres un capullo.
Motulyak le guiñó un ojo al chico. Acababa de presentarle a su novia y ambos habían congeniado muy bien. Hasta el punto de que el reportero, captando la complicidad entre ellos, se temió que hicieran frente común contra él:
—Nikolái, no te alíes con esa arpía, por favor. Bastante peligrosa es ya sin necesidad de refuerzos.
El muchacho le siguió la broma:
—Convénceme. ¿Cómo vas a comprar mi neutralidad?
Motulyak simuló pensarlo.
—Tengo algo que puede interesarte —había adoptado un gesto misterioso y ahora exhibía un papel con unas anotaciones—. Pero debes prometerme que me apoyarás en todo si te entrego este material.
A Nikolái le intrigó aquella oferta.
—¿Pero qué es eso?
—He estado pensando en el enlace oculto del blog de Antónovich y el pasado que compartí con él —se explicó. Después he apuntado todas aquellas palabras de esa época que se me han ocurrido, me refiero a términos que mi colega podría haber empleado como password. Y aquí están— agitó el folio. —Bueno, qué, ¿te motiva?
Nikolái no se lo pensó dos veces. Tendió su mano y el reportero depositó sobre ella el papel.
—Cuentas con mi apoyo incondicional —manifestó el chico.
—Traidor —Natalia había interrumpido un sorbo de su refresco y ahora reía—. Por qué poco te vendes…
Nikolái se planteó si, en efecto, lo que ofrecía Motulyak era algo insignificante. No había manera de saberlo hasta comprobar si alguno de aquellos términos permitía el acceso al blog secreto.
—He incluido nombres de profesores —se explayó el reportero—, apodos de colegas, lugares que visitamos en grupo… Incluso el nombre completo de alguna chica que le gustaba.
—Te lo agradezco —dijo Nikolái—. Es muy posible que uno de ellos sea la contraseña.
El reportero supo interpretar la mirada expectante que le dirigía el muchacho.
—Está bien —concedió—, coge tu portátil y ponte a investigar; luego nos cuentas.
Pero Nikolái no tuvo ocasión; apenas había encendido su ordenador cuando una alerta sonó en el móvil de Motulyak.
—Vaya —el enorme fotógrafo leía en la pantalla de su teléfono—. Los hados se confabulan para tentarnos. Últimas noticias: nueva víctima de la alimaña de los bosques.
Nikolái levantó la mirada de su portátil.
—¿Dónde ha sido?
—No lo sé. Al móvil solo me ha llegado este titular. Pero espera.
Motulyak hizo una llamada y enseguida obtuvo la información que necesitaba.
—La víctima es un hombre. Cerca del cementerio de Braviak.
—¡Joder, al lado de donde estuve ayer con Ekaterina! —exclamó Nikolái—. ¿Y cuándo ha sido?
—No lo saben, acaban de encontrar el cadáver —Motulyak adoptó una mueca maliciosa mientras consultaba la hora—. ¿Nos acercamos?
Ahora el reportero miraba alternativamente a su novia y al muchacho. Este había asentido sin dudar, pero Natalia se mostró menos entusiasta.
—Sois incorregibles —se quejó—. Esto me pasa por salir con un periodista. Anda, largaos ya. Yo prefiero quedarme en casa, no me emociona la idea de ver un cadáver. Pero no tardéis en volver o tendré que comer sola.
—No tardaremos, prometido —respondió Motulyak levantándose de su sillón—. Se trata solo de una vuelta de reconocimiento. Nada más.
El chico ya tenía su cazadora entre las manos. Definitivamente, no hacía más que encontrar temas de investigación que superaban en interés al planteamiento inicial de su reportaje sobre el incendio de Itanich.
Itanich, … 2004
Comienza a hacer menos frío.
Hoy he llegado más lejos. Y he descubierto entre los árboles que mi reino tiene límites. He visto alambradas en la distancia, los hombres de los trajes extraños han levantado una empalizada que rodea el área donde yo sigo respirando y que marca el comienzo de la civilización.
Incluso he detectado patrullas que controlan ese perímetro que se alza entre la zona de la vida y —la mía— la de la muerte.
Ahora sé que el mundo continúa a su ritmo. Sin mí. He tenido que reprimir el ansia de aproximarme, de intentar comunicarme con los centinelas. Sé que me atacarán si me ven.
Ya no tengo hemorragias. Sigo vivo. Enfermo, herido, pero vivo. Lo que para mí es un enigma.
¿Por qué no he muerto ya?
He aprovechado para continuar recogiendo provisiones y agua entre los restos que voy encontrando. He descubierto un botiquín en una casa y pilas de repuesto. Todo lo llevo al «agujero». Hasta un pequeño colchón.
Empiezo a pensar que quizá logre sobrevivir en medio de este desierto. Aunque la soledad, que multiplican las paredes vacías, me sigue haciendo daño. El aislamiento me arrastra hacia una peligrosa indiferencia. Camino para demostrarme que sigo vivo.
Me estoy acostumbrando a moverme entre sombras. El entorno me hace sentir cerca de mi familia ausente y de una paz que no llega.
Yo mismo soy un despojo más que vaga por las calles manteniendo el último movimiento del paisaje.
Un extraño me observaba a través del cristal roto de una ventana. Me ha costado asimilar que se trata de mi propio rostro. El pánico ha delatado mi identidad.
Enfrentarme a mi imagen me ha obligado a cobrar conciencia de mi nueva naturaleza. Formo parte de este escenario. Pertenezco a él. Me han arrebatado mi pasado y aquí no existe el futuro. La catástrofe detuvo el tiempo, precipitó este lugar a un punto muerto donde he quedado atrapado.
Nikolái y Ekaterina. Nikolái y Ekaterina. ¿Dónde estáis?
Ekaterina, Ekaterina. Tú mantienes dentro de mí el recuerdo del color, de la luz, de la vida. La certeza de que existes, de que respiras y sonríes en algún lugar de esa realidad de la que he sido arrancado, alienta mi empeño en resistir.
Tengo que encontrar la matrioska. Antes de que me convierta en un cuerpo sin alma.
El hallazgo de los restos era tan reciente que aún no se había procedido al levantamiento del cadáver. Permanecía allí, tendido sobre la tierra, con una sábana por encima que volvía difusos sus relieves. Un montículo bajo aquella tela delataba el bulto de los pies, y en el otro extremo se notaba el perfil de la cabeza.
En eso nos convertimos al morir. Pensó Nikolái con cierta impresión. En simples fardos.
Las ráfagas de viento descubrían fugazmente los miembros inertes de la víctima haciendo bailar la sábana. El chico, fascinado, se quedó observando una mano de dedos crispados y piel maltratada. Una atracción morbosa, combinada con la lógica repugnancia, le llevaba a no apartar la mirada de aquella escena. La muerte también contaba con su propio magnetismo.
—¿Tu primer cadáver? —le preguntó Motulyak.
Él asintió en silencio.
—En esta profesión te tocará ver de todo, así que vete preparando.
El reportero mostró su credencial para aproximarse más, pero no sirvió de nada. Habían precintado un área de treinta metros alrededor del cadáver y no permitían el acceso de nadie ajeno a la unidad policial que analizaba la escena.
—En realidad no son policías —comentó Motulyak con extrañeza—. Nunca había visto esos uniformes, pero está claro que son militares.
—¿No dejan pasar a ningún medio?
Nikolái se había fijado en que los pocos periodistas que habían acudido aguardaban junto a ellos, sin traspasar la cinta. Nadie había logrado acercarse al cadáver.
—Pues no —Motulyak estaba molesto—. Normalmente nos dejan hacer nuestra tarea. A saber qué órdenes habrán recibido esta vez. Los tipos con muchas estrellas en los galones suelen ser bastante gilipollas.
—Quizá estén todavía buscando pistas y teman que contaminemos el escenario del crimen.
—Del presunto crimen —matizó él—. De todos modos, ya han acabado de hacer eso —señaló a un grupo de individuos con manos enguantadas, que terminaban en ese momento de introducir residuos en unas bolsas que depositaban en un furgón.
—Pues entonces no lo entiendo.
De pronto, una nueva ventolera más violenta que las anteriores apartó la sábana del cadáver casi por completo. Motulyak reaccionó rápido: alzó su cámara para fotografiar el cuerpo, pero ni siquiera con esa veloz maniobra fue capaz de conseguir su propósito antes de que uno de los militares se interpusiera.
—Las fotos no están permitidas —advirtió el tipo con cara de poco amigos—. Guarde la cámara o se la requisaremos.
—¿Pero quién se cree que es? —se quejó el reportero—. Solo estoy haciendo mi trabajo.
Para cuando el soldado se apartó, alguien había vuelto a cubrir el cuerpo.
—¿Lo has visto? —preguntó Motulyak a Nikolái.
—¿El cuerpo?
—No. El modo en que lo han tapado.
—Apenas he podido ver nada, la verdad. ¿Por qué?
—Ha sido raro —explicó Motulyak—. Había un tipo de pie, junto al cadáver, pero ese no ha hecho nada. A pesar de que querían ocultar con urgencia el muerto, han esperado a que llegara uno de los enguantados para hacerlo. No tiene mucho sentido.
Nikolái se quedó perplejo.
—Pero ¿cómo has podido darte cuenta de eso? ¡Si estabas hablando con el soldado!
—Tienes que estar muy atento a lo que ocurre —aconsejó el reportero—. A todos los medios se les da la misma información en los casos como este, así que aportar datos únicos que sitúen tu noticia por delante de las de la competencia depende de tu perspicacia.
El chico hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No lo olvidaré.
Ambos reflexionaban al tiempo que seguían contemplando la actividad apresurada de los militares. A medida que transcurrían los minutos, iban llegando más periodistas; la filtración a los medios se extendía sin que las autoridades pudieran evitarlo.
Se extiende, sí. Sobre todo si hay alguien poderoso interesado en alimentar la leyenda del Chudovishche. Valoró Nikolái recordando sus conclusiones al leer en internet los titulares sobre la «alimaña de los bosques». Hay que mantener vivo el mito para seguir atrayendo a los turistas.
—Se supone que las sábanas con las que se cubren los cadáveres son elementos externos, ajenos a la escena del crimen —comenzó a explicar Motulyak—. Por eso, los agentes pueden tocarlas sin miedo a eliminar accidentalmente alguna pista. Y los uniformes —Motulyak, ahora que la incoherencia detectada había activado sus sentidos, no dejaba de analizar todo lo que quedaba ante sus ojos—. ¿Te has fijado en que sí llevan graduación, pero no escudo ni siglas?
Nikolái prestó atención a aquel detalle. Tuvo que darle la razón, lo que le hizo sentirse demasiado amateur. El campo de juego del periodismo era la vida real, y él parecía empeñado en no prestar la atención necesaria.
—¿Cuál puede ser la causa? —preguntó, luchando por estar a la altura de la profesionalidad del reportero.
—Así mantienen en secreto la unidad a la que pertenecen —Motulyak tampoco se molestaba en disimular su asombro—. No entiendo tales precauciones para un caso tan… folclórico como este. ¿Tan en serio se toman la leyenda del Chudovishche.
El reportero calló. Nikolái reparó en que Motulyak se había quedado observando fijamente a dos oficiales que conversaban a cierta distancia. Los focos que habían colocado alrededor del cadáver permitían distinguirlos bastante bien.
—¿Qué haces ahora? —el chico se dirigió a él cuando estimó que no interrumpía.
—Intentaba leer los labios de esos tipos.
Este tío es un crack.
—¿Y has averiguado de qué hablan?
—Solo he entendido una frase —se lamentó Motulyak—: «Nunca se había alejado tanto». ¿Qué significará? ¿Acaso conocían a la víctima?
Nikolái se encogió de hombros, incapaz de mantener la velocidad deductiva del reportero. Aquello le superaba.
En ese instante, uno de los uniformados se acercó a la cinta donde se agolpaban los reporteros.
—Soy el coronel Yuri Volkov —se presentó—. Médico patólogo, forense militar. Lo único que por el momento podemos decirles es que se trata de una muerte accidental. Según parece, a la víctima, un varón de mediana edad, se le disparó su escopeta de caza mientras perseguía alguna pieza. Me temo que les acabo de dejar sin su esperada noticia sobre el Chudovishche.
Se había permitido una risilla de suficiencia.
Los periodistas tomaban nota. Alguno incluso grababa esas declaraciones.
—¿Y aquellos otros bultos? —Motulyak señaló el interior del furgón, cuyas puertas traseras acababan de abrir dos soldados.
En efecto, desde el lugar donde permanecían los periodistas se alcanzaba a distinguir dentro del vehículo dos bolsas grandes de plástico.
—¿Es que ha habido más víctimas?
El coronel le dirigió una mirada calculadora.
—Ha sido un accidente aislado, con una única víctima —su tono continuaba siendo mesurado, neutro—. Esas bolsas se han empleado para recoger muestras, simplemente. Forma parte del procedimiento ante cualquier muerte que no responda a causas naturales.
—¿Dónde le alcanzó el disparo a la víctima? —preguntó alguien.
—En el vientre —respondió Yuri Volkov.
—Pero no hay sangre en la nieve —Motulyak volvía a incomodar al oficial—. Es raro, ¿no?
Los demás periodistas lo miraban con creciente atención, ávidos de detalles, de incógnitas. El coronel, muy consciente de ello, midió sus palabras.
—No lo es. La víctima iba muy abrigada —justificó—. La sangre caló su ropa y manchó bajo el cuerpo, como verían si hubiéramos movido el cadáver. Ustedes, además, han llegado cuando ya hemos limpiado buena parte de los restos.
A Motulyak no le sorprendió que aquel tipo tuviera respuesta para todo. A fin de cuentas era el portavoz de los militares, un individuo a buen seguro curtido en situaciones mucho más embarazosas. No cometería ningún desliz ni perdería la calma. Pero aun así, el reportero no estaba dispuesto a ponérselo fácil:
—¿Y ustedes a qué unidad pertenecen? Tenemos que informar —añadió, conciliador, para razonar su impertinencia— sobre quién va a encargarse de la investigación…
El coronel volvió a enfocarle con sus ojos grises. A Motulyak le intimidó aquel gesto que, bajo su aspecto de calma, transmitía un hálito inconfundible de amenaza.
¿Cómo se adquiría la capacidad de mirar así? Quizá tras muchas horas de siniestros interrogatorios a prisioneros. Motulyak sintió un escalofrío.
Este hombre disfrutaría torturándome para averiguar quién nos ha avisado tan pronto de la aparición del cuerpo. Menos mal que estamos rodeados de testigos…
—Usted es… —el militar sonreía como un tiburón.
El reportero no tuvo más remedio que facilitar su identidad.
—Me llamo Motulyak Ravek, coronel. Trabajo como free lance para diferentes medios.
Yuri Volkov había asentido con lentitud.
—De la investigación sobre este desgraciado fallecimiento —informó— se va a encargar la policía. Nosotros somos una unidad científica cuya labor se limita al análisis de escenarios y la recogida de indicios. Lamento decepcionarle nuevamente, señor Ravek. No van a vender más periódicos en la edición de mañana con este suceso.
¿Una simple unidad científica? No me lo trago. Pensó el reportero mientras llegaba a la conclusión de que le encantaría conocer el pasado de aquel hombre. ¿Nada menos que un coronel al frente de ese equipo? Demasiada graduación para una labor tan rutinaria. Los altos oficiales no suelen implicarse en trabajos de campo.
—Y ahora deben despejar la zona —concluyó Volkov—. Va a llegar el juez para el levantamiento del cadáver. Muchas gracias por su cooperación.
Aquello no era una invitación, sino una orden.
La masa de periodistas empezó a retroceder perezosamente en dirección a sus vehículos.
Motulyak se vio tentado a considerar la tardanza del juez como algo también sospechoso. ¿Cuándo se le había avisado? ¿Quizá habían retrasado la notificación para disponer de un rato junto al cadáver sin testigos? Una planificación que, sin embargo, la filtración a la prensa había malogrado. El reportero frenó —de momento— sus teorías; tampoco quería pecar de paranoico.
—¿Quiénes te seguían ayer? —todo aquel asunto había alentado la curiosidad de Nikolái.
—Los mismos que nos han seguido hoy en nuestra ruta hacia aquí —murmuró Motulyak, provocando en el chico una mueca de asombro—. Y los mismos que nos seguirán en nuestro regreso a casa.
Ekaterina oteaba desde la ventana de su habitación de hotel el panorama gélido del atardecer en las calles. Su figura quieta se recortaba desde fuera contra el resplandor amarillento de la lámpara de su mesilla, aunque su semblante —ausente, contemplativo— se desdibujaba en la penumbra. En realidad, sus ojos, aunque enfocados en la dirección correcta, no reparaban en lo que sucedía a la altura de las aceras. Apenas percibían la creciente niebla, los destellos de los vehículos, los pasos apresurados de algún intrépido paseante que desafiaba al frío. Ella se encontraba en otra parte. No demasiado lejos.
Su memoria rescataba en esos momentos los detalles de su encuentro fortuito con Nikolái, en el cementerio. Resultaba tan irónico que Dimitri hubiese sido, desde su tumba, testigo de aquel cruce… En el fondo, ella agradecía esa circunstancia, como si después de tanto tiempo le hubiera parecido desleal compartir con Nikolái una intimidad que excluía al amigo muerto.
Se le erizó la piel.
Nikolái. Cuántos recuerdos había despertado en ella su aparición. Y sensaciones. Sobre todo sensaciones. Se separó de un niño y se encontraba ahora con un joven atractivo que, sin embargo, mantenía bajo sus facciones adultas una mirada ingenua. La mirada que ella recordaba en él.
Así que había estado buscándola desde entonces. Típico de Nikolái. A Ekaterina la abrumaba aquella prueba de fidelidad que no había sabido corresponder. Ahora, perpleja, comprobaba que ni la distancia ni el tiempo habían doblegado la amistad que Nikolái le profesaba. ¿Podía ella decir lo mismo respecto de sus sentimientos hacia él?
Necesitaba tiempo para atreverse a llegar a alguna conclusión en ese sentido. Lo que sí sabía era que el encuentro con Nikolái había generado en su interior una emoción intensa, auténtica. De una entrañable calidez. Bastó el primer minuto junto a él para comprobar que los años transcurridos no supondrían un obstáculo. En esencia, ambos seguían siendo los mismos, la vida no había logrado sepultar lo que ellos habían compartido. Todavía tenían mucho que decirse. No se habían convertido en unos extraños, como lo confirmaba el hecho de que durante la conversación posterior que ambos habían mantenido en la cafetería no se colara ni un solo minuto de silencio incómodo. Hubieran podido seguir hablando durante horas. Durante días.
De repente, los siete años transcurridos desde la despedida en los columpios del bosque Itanich se le antojaron un simple paréntesis. Una anécdota. Aquella liberadora convicción la inspiró para empezar a pensar en la letra de una nueva canción sobre los reencuentros.
Ekaterina se apartó por fin de la ventana. Sonreía. Consultó su reloj. Pronto, el servicio de habitaciones le subiría la comida. Ya quedaba menos para su siguiente encuentro con Nikolái, aunque en esta ocasión no sería fruto de una coincidencia. Esta vez, los dos lo habían querido así.
Juntos despedirían el año 2011, que había permitido su reencuentro, y juntos estaban dispuestos a estrenar, al día siguiente, el nuevo año. Un buen presagio.
Alcanzó su ordenador portátil, lo encendió y, acomodándose sobre la cama, accedió a la bandeja de entrada de Gmail. Debía enviar un correo al mánager del grupo —con sus compañeros de Lemondrops ya había hablado— advirtiéndole del posible retraso de la fecha de su regreso a Estados Unidos. Tampoco daba más explicaciones. No había modo de calcular lo que podía durar una… cita con el pasado.
Ekaterina no estaba dispuesta a escatimar tiempo con Nikolái. Ahora que el azar los había reunido, debían aprovechar.
Menos mal que Lemondrops no tenía conciertos programados para los próximos días. Necesitaba una pausa en su ritmo vital. Y, por primera vez, se atrevía a tomársela.
Dejó atrás su realidad, su presente. Se percató de que las circunstancias le brindaban la posibilidad de recuperar parte de su genuina vida. Y con esa maravillosa certeza, se dispuso a elegir el vestido que llevaría durante aquella velada de Nochevieja.