CAPÍTULO XII

Nikolái caminaba sorteando tumbas. Tras su regreso de Prípiat, quizá como consecuencia del impacto que le había producido aquella visita, había decidido que ya era momento de enfrentarse a la tumba de su amigo Dimitri. Por eso se encontraba ahora en aquel pequeño cementerio rural, siguiendo las indicaciones de un viejo amigo de sus padres. No le costaría encontrar la sepultura que buscaba.

Había estado retrasando intencionadamente esa visita, del mismo modo que postergaba su decisión sobre un encuentro con Ekaterina. En ambos casos subyacía la misma causa: el miedo a un contacto directo con su pasado más íntimo, a lo que podía despertar en él.

Al menos, depositar unas flores en la tumba de Dimitri —y la copia de la foto de la despedida— no acarreaba ningún riesgo de decepcionar a su amigo. Él mismo tampoco vería traicionadas sus propias expectativas; Dimitri se había quedado en los catorce años. Para siempre.

Al doblar un recodo, Nikolái distinguió sobre la tierra la modesta lápida que le habían descrito, alzada ante una gruesa plancha horizontal de piedra con una cruz ortodoxa grabada en su centro. Allí, en efecto, leyó la inscripción del nombre de Dimitri y el de los demás miembros de su familia, los hermanos y sus padres. Todos víctimas del incendio. Fue observando el retrato de cada uno de ellos hasta detenerse en el de su amigo. Allí estaba él, muy parecido a como se mostraba en la última foto que se hicieran en los columpios de Itanich; con sus hombros estrechos, su mirada profunda bajo mechones de pelo castaño, su gesto hermético, presente pero mostrando al mismo tiempo una tenue ausencia. Los labios perfilaban en su boca pequeña una sonrisa tímida, quién podía determinar si su detonante pertenecía a la realidad o a aquella otra dimensión en la que Dimitri se refugiaba, ese paisaje oculto tras sus inmensas pupilas verdes.

Dimitri, ¿qué fue de esos libros que devorabas, de tus silencios, de tu particular visión del mundo? Qué fue de tu poesía. De tus sueños.

Nikolái colocó las flores sobre la tumba. A continuación abrió su mochila para buscar la fotografía. Sus dedos removieron diferentes objetos al introducirse, entre otros, el contador Geiger que Motulyak había logrado sustraer de la visita a Prípiat. El reportero se lo había regalado como recuerdo, y ahora la visión de ese aparato recuperó en el chico el ambiente de rendición que se percibía en la ciudad fantasma. Todavía seguía impresionado por aquella experiencia.

Sus manos sujetaban ya la foto. La apoyó contra la lápida y se apartó sin desviar la vista.

—Tenemos tantas cosas que decirnos… —susurró—. Qué pérdida tan enorme fue tu muerte. Pero aquí estoy, siete años después. He vuelto.

Escuchó un chasquido a su espalda. Otro visitante del cementerio, dedujo Nikolái sin volverse. Cuántas despedidas se acumulaban en aquel recinto, cuánta fidelidad al pasado.

Dimitri, te he echado tanto de menos… Tus silencios proporcionaban más compañía, más apoyo, que las inútiles conversaciones de tanta gente que he conocido después. Junto a ti nunca me sentí solo; ahora, rodeado de personas, no encuentro, sin embargo, mi lugar.

La sombra del recién llegado se había instalado a su lado, silenciosa. Nikolái puso cara de fastidio ante aquella coincidencia; no se sentía cómodo en compañía de un extraño, necesitaba intimidad para dedicarse a la conversación pendiente con Dimitri. Buscaba soledad.

Siento mucho lo que te ocurrió. No es justo morir a los catorce años, Dimitri, no tiene sentido. Tú tenías tanto que ofrecer… Quizá por eso escribías; intuiste que te irías pronto, tal vez habías vivido siempre con la sensación de que no tendrías ocasión de despedirte. Y sin perder tu discreción, desde el escenario de tu infancia, fuiste preparando tu propio epitafio renglón a renglón. Te dejamos solo. Lo aceptaste. Quién pudiera encontrar todas esas palabras tuyas que sofocó el humo, esos apuntes, esa lucidez que se quemó contigo. No me he cruzado con nadie como tú. Sin tus ojos todo resulta tan gris… tan gris como la ceniza que dejaste a tu paso, que quedó de ti.

Nikolái recordó el eco avasallador del silencio que aleteaba en Prípiat. Y se preguntó —a pesar del daño que le provocaba semejante interrogante— durante cuánto tiempo resonarían en el aire los gritos de dolor de su amigo conforme se abrasaba en el incendio de Itanich. Su recurrente pesadilla. Se preguntó también si intentó huir del fuego, si luchó hasta el final, si alargó su agonía hasta que las llamas le cercaron o si, por el contrario, aceptó su destino con esa mansedumbre casi mística que solía exhibir.

Daba igual. Una vez más, lo único que hacía Nikolái era sucumbir a una destructiva tendencia: recrearse en la tristeza. Aunque albergó la certeza de que, tras aquella visita a la tumba de Dimitri, la pesadilla de la muerte de su amigo comenzaría a perder consistencia.

El hecho de haber sido capaz de enfrentarse a esa lápida que ahora se alzaba frente a él, a lo que simbolizaba su muda silueta, suponía una victoria. Un avance. Una amnistía, matizó él.

Nikolái se secó las lágrimas que empañaban su vista. Los minutos iban deslizándose y continuaba percibiendo detrás de él una presencia extraña que le impedía dar rienda suelta, sin disimulos, a sus sentimientos.

Finalmente se giró, contrariado, confiando en que el visitante captara la intromisión y se fuera de una vez. Pero entonces sus ojos se cruzaron con los de ella.

Ekaterina también había acudido con un ramo de flores, alcanzó a observar antes de perder la noción de lo que ocurría.

Porque se trataba de ella.

El reconocimiento mutuo fue instantáneo, violento, aunque las palabras tardaron en aparecer. Transcurrieron unos segundos de parálisis, de perplejidad, durante los que cada uno procuró asumir la magnitud de lo que estaba sucediendo, de lo que ya había ocurrido. Y después, todavía sin hablar, se precipitaron uno en brazos del otro.

Las explicaciones podían esperar.

Fue un abrazo auténtico, poderoso, con el que ambos trataban de compensar tanto tiempo de ausencia.

Nikolái, inmerso en aquel encuentro que le brindaba el azar, sintiendo en su mejilla la suavidad de la piel de ella y la humedad tibia de sus lágrimas, olvidó sus temores y se dejó llevar. La estrechó con fuerza.

Ella estaba allí. Con él.

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Piotr Ulbanin no logró detener a los perros a pesar de sus gritos. Aquellos animales se negaron a obedecer la orden de su amo y se lanzaron a la carrera, enloquecidos, siguiendo algún rastro captado en el aire. Cuando ya veía a poca distancia el muro del cementerio que anunciaba la llegada al pueblo, a Ulbanin no le quedó más remedio que dar media vuelta y regresar al bosque para intentar recuperar a sus sabuesos. Lo hizo a regañadientes, después de una infructuosa jornada de caza que le había agotado, con la escopeta colgada al hombro y la vista orientada hacia un cielo que iba oscureciéndose. Quedaban muy pocos minutos de luz.

La vegetación apelmazada por la nieve le impedía distinguir a los perros, pero la estridencia de sus ladridos —que se habían detenido: la pieza debía de estar muy cerca y ya la habían acorralado— continuaba orientándole.

Entonces, los gruñidos de los animales se transformaron en gemidos de dolor, y a continuación, de improviso, se impuso un silencio extraño en toda la zona. Nada se oía. Ulbanin, que había frenado unos segundos ante aquella súbita calma, se asustó y aceleró el paso. ¿Estaban heridos sus perros? ¿Qué fiera podía haberlos silenciado de un modo tan fulminante?

Sin dejar de correr, se descolgó el arma del hombro y, quitando el seguro, se apresuró a salvar el espacio que le separaba de las siluetas tendidas de los animales, manchas inmóviles sobre la nieve. No podía creerlo. Una rabia sorda empezó a fluir por sus venas. ¡Habían matado a sus sabuesos!

Pero no se dejó llevar por la ira y se detuvo para estudiar el terreno. Sus botas se hundían en la nieve. Buscó huellas. Como cazador, era consciente de que no debía precipitarse si no quería caer víctima de su propia presa. Por el momento tenía que limitarse a localizarla y anticiparse a sus movimientos. Ulbanin, muy quieto, analizó el panorama mientras calculaba la dirección del viento, que soplaba en sentido contrario a su avance. Ese factor suponía una ventaja: sus maniobras no serían percibidas.

Anochecía.

A unos cincuenta metros, un montículo cerraba la vía de escape hacia delante y eso convertía aquella zona en una trampa. Ahora entendía que sus perros hubieran cercado al objetivo tan pronto, pero al mismo tiempo se puso en guardia; nada era más peligroso que acorralar a un animal. Aquello que había atacado a sus perros tenía que seguir cerca; si volvía a sentirse acosado, se revolvería con ferocidad.

¿Tal vez se trataba de un oso? ¿Tan cerca del pueblo?

Ulbanin dio unos pasos más, procurando no delatar su presencia. Necesitaba adelantarse para detectar rastros junto a los perros. La imagen de sus cadáveres le trastornaba, pero no tenía más remedio que acercarse a ellos.

Hasta que se fijó en sus cuerpos. Los sabuesos presentaban profundas heridas, como de arma blanca, pero también unas extrañas lesiones cutáneas. Pudo captar el sibilante sonido de sus respiraciones, la oscilación regular de sus pulmones. Aún están vivos. Se percató con espanto.

Y ni siquiera podía sacrificarlos para evitarles aquel sufrimiento, pues percibía la proximidad de la presa y no quería ahuyentarla.

Ulbanin captó con el rabillo del ojo el desplazamiento de una sombra y decidió mandarlo todo al diablo. Hizo fuego. No acertó.

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En el exterior, las sombras se iban alargando con la caída de la noche.

Nikolái, que se había comprometido a hacer llegar a Ekaterina la tercera copia de la foto de la despedida, aguardaba frente al semblante concentrado de su amiga. Habían terminado en una cafetería y ahora, sentados alrededor de una de las mesas más apartadas, se disponían a ponerse al día. Había tanto que decir, tanto que escuchar…

—Quise romper con mi pasado —reconoció por fin ella, con la mirada perdida, mientras se calentaba las manos con la taza de café—. La muerte de Dimitri me afectó mucho. Bastante duro fue renunciar a toda nuestra vida aquí, empezar de cero desde tan lejos, para soportar además lo del incendio. Me superó.

Nikolái sabía muy bien de lo que hablaba Ekaterina. Había experimentado lo mismo.

—Nuestras familias se salvaron de milagro —señaló él—. Si nuestros viajes se hubieran programado para un par de días más tarde…

—Da miedo pensar que nuestra supervivencia pueda llegar a depender del azar hasta ese punto.

Nikolái se irguió en su asiento y sobre su rostro emocionado se deslizó ahora un velo de reproche.

—Pero tú desapareciste —él exigía una explicación, no consiguió reprimir la impaciencia acumulada durante años—. No has vuelto a dar señales de vida. Yo… —bajó el tono— yo te busqué, Ekaterina. Te he seguido buscando hasta hoy.

La voz se le quebró. El semblante de ella, muy próximo, se había ruborizado. Bajó los ojos, escapando a las pupilas heridas de él.

—Quise avanzar, Nikolái —se rindió—. No sé; me enfadé con el mundo. Y lo pagaste tú. Rompí con mi existencia en Ucrania. Desterré la primera etapa de mi vida, lo confieso; preferí lanzarme hacia mi nueva vida en Estados Unidos, luchar por mis sueños en vez de anclarme a una tragedia que no podía cambiar. Pero nunca te olvidé —volvió a inclinarse hacia él, de nuevo sus miradas encontradas—. Lo siento tanto…

Nikolái la creía. ¿Cómo no iba a hacerlo? La veía tan hermosa con los mismos cabellos rubios bajo los que tantas veces había soñado con hundir su rostro, y aquellos ojos magnéticos… Volvía a aflorar en ella una energía tan poderosa que ni el tono triste de su voz conseguía aplacarla. Era ella. La de siempre.

Había regresado.

—¿Tanto te dolía el pasado?

Los ojos de ella se cubrieron de una severidad desconocida.

—Le dejamos aquí, Nikolái. Nosotros nos largamos, huimos. Y Dimitri murió. Solo. Esa es la imagen que quise olvidar. Le abandonamos.

—Yo también he pasado años atormentándome —confesó—. Pero quedándonos no hubiéramos evitado su muerte. Únicamente habríamos añadido las nuestras. Teníamos catorce años, joder. A esa edad no hay más alternativa que dejarse llevar. De nada huíamos, Ekaterina. Avanzábamos hacia nuestro futuro. Fue una simple cuestión de suerte.

—Supongo que tienes razón. No se pueden controlar los acontecimientos. Nadie imaginaba lo que iba a suceder.

—Eso es. Pienso que son nuestros remordimientos los que le han impedido descansar en paz. Esta tarde hemos acudido a despedirnos de Dimitri, ahora podremos cerrar ese capítulo de nuestro pasado y empezar a mirar hacia delante.

Ella asintió con la cabeza. Nikolái nunca hubiera sospechado aquel punto débil en Ekaterina. La recordaba más dura. Tal vez ella sentía algo por Dimitri. Concluyó. Y eso le provoca tal dolor. A lo mejor perdió algo más que una amistad en aquel incendio. Y entonces prescindió de mí.

—No podía pensar en buscarte sin verme obligada a revivir a cada momento la muerte de Dimitri —confirmó ella, ajena al diagnóstico de su amigo—. Y no me sentía con fuerzas para soportarlo. No. Me limité a centrarme en mi futuro. Una huida fácil.

—Tenemos que pasar página —insistió Nikolái—. Ahora empiezo a entender que no fuimos responsables de la muerte de Dimitri. Jamás olvidaré a nuestro amigo, todavía sueño con él —se detuvo por un instante—. Y contigo. Pero nosotros —se apresuró a camuflar su confesión— tenemos que seguir viviendo. Como hemos hecho a partir de entonces.

Ella asintió.

—Visitar su tumba me ha ayudado mucho —Ekaterina se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo—. Me ha tranquilizado. Tendría que haberlo hecho hace años, me hubiese ahorrado muy malos ratos.

—A mí también me ha sentado bien. Es como si ahora… estuviésemos en paz.

Ekaterina le puso una mano sobre el antebrazo mientras le contemplaba con una serenidad recobrada.

—¿Y sabes por qué?

Nikolái se encogió de hombros.

—Dímelo.

—Porque hoy, por fin, hemos cumplido el pacto que hicimos la tarde de nuestra despedida. El pacto del Club del Trueno. Hoy nos hemos reunido los tres. Y no han transcurrido todavía diez años desde nuestra marcha, la condición del juramento.

Ekaterina había abierto su bolso y mostraba ahora, orgullosa, su matrioska.

—¡Es cierto! —Nikolái alzó su mochila hasta colocarla sobre la mesa. De su interior extrajo a su vez su muñeca rusa—. ¡Hemos cumplido el pacto!

En realidad, las tres matrioskas no habían llegado a completarse. No obstante, sentían que el hecho de haber reunido las otras dos ante la tumba del amigo había compensado de algún modo aquella ausencia.

—Ahora todo empezará a ir bien —concluyó Ekaterina.

Nikolái sonreía.

—Qué casualidad que nos hayamos encontrado ante la tumba de Dimitri —comentó—. ¿Crees que nos ha citado él desde el más allá? ¿Habrá provocado nuestros viajes?

Ekaterina se echó a reír. Nikolái, sin respiración, se perdió en aquel gesto. Contuvo a duras penas su deseo de besar esos labios. No es para mí. Se dijo. Gracias a una coincidencia, hemos arrancado al destino unos minutos de intimidad. Pero ella no es para mí.

—Sí —contestaba Ekaterina con ironía—, Dimitri nos habrá convocado, harto de esperarnos. Me encanta comprobar que sigues siendo el romántico de siempre.

Nikolái se sintió muy complacido con aquella observación. Después, algo incómodo, se dispuso a sincerarse, a confesar a su amiga que la había visto en el concierto. Llegaba el momento de hablar de sus presentes. Una hora después, él logró reunir la osadía necesaria para pronunciar una invitación que rondaba por su cabeza desde el comienzo de aquel encuentro:

—Mañana termina el año —comenzó—. ¿Querrás… querrás cenar conmigo? No voy a consentir que celebres sola la Nochevieja.

Ella esbozó una de sus resplandecientes sonrisas.

—Estoy con mis compañeros del grupo.

Nikolái se había olvidado de todos ellos por completo y no ocultó su desilusión.

—Pero acepto —se apresuró a añadir Ekaterina—. No se me ocurre mejor compañía para recibir el nuevo año.

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Aquella criatura cayó sobre él y ambos rodaron por la nieve. Ulbanin perdió la escopeta en el choque, aunque eso no impidió que se revolviera propinando golpes indiscriminados, en pleno ataque de pánico. Hasta que vio contra qué luchaba.

No se enfrentaba a un animal. Aquello era… otra cosa.

El terror bloqueó su mente, anuló sus movimientos. Solo quería separarse de ese engendro que gruñía encima de él.

Se dio por muerto. Cerró los ojos y esperó un final… que no llegaba.

¿Qué estaba sucediendo?

Notó el gélido contacto del hielo en la nuca mientras aguardaba una mordedura letal. Y aquel aliento fétido cuyo vaho se le introdujo por las fosas nasales abrasándole la garganta. Pero no ocurría nada.

No llegaba la agresión. Ni la sangre.

Ulbanin no soportó más segundos de torturante espera. Reunió los últimos vestigios de valor que aún albergaba y abrió de nuevo los ojos, dispuesto a contemplar la pesadilla encaramada sobre él.

Sin embargo, lo que vio fue una cortina de ramas que ocultaban el firmamento. Víctima de su propia tensión, no había percibido que su atacante se apartaba y desaparecía en el bosque. Estaba solo, tendido en la tierra. Vivo.

El Chudovishche le había respetado.

Se levantó torpemente, con los vacilantes movimientos de un borracho. Sufría mareos y un extraño hormigueo, que derivó enseguida hacia una quemazón interna que iba carcomiendo todo su cuerpo. Sentía hervir sus músculos bajo la piel, una ebullición que le forzó a aullar de dolor. Nunca había padecido una tortura de aquella naturaleza. Se consumía por dentro, como si un ejército de larvas estuviera devorando sus vísceras.

De rodillas sobre la tierra helada, vomitó restos sanguinolentos. La lengua se le había hinchado y su visión estaba adquiriendo una tonalidad esponjosa, imprecisa, al tiempo que unos bordes opacos la reducían a cada momento.

Se estaba quedando ciego.

Todavía llegó a distinguir a sus perros, agonizando a unos metros de distancia.

Tanteó en la nieve sin localizar su escopeta. Soltó una maldición.

Sabía que el pueblo no quedaba lejos y él necesitaba un médico. Con urgencia. Pero ni siquiera logró llegar hasta el cementerio situado a las afueras. A los pocos pasos se agotaron sus energías y, entre convulsiones, se desplomó.

A la intemperie, con la vista enfocada hacia la noche y encogido por el dolor, continuó notando cómo se calcinaban sus entrañas mientras su rostro se entumecía en contacto con el hielo. Anheló su arma y se preguntó cuánto tardaría aquel tormento abrasador en concederle el descanso de la muerte.

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Itanich, … 2004

Me he sumergido en este agujero.

El haz de mi linterna me devuelve la misma destrucción que domina en la superficie.

Corredores y salas con maquinaria. Todo está destrozado, los relieves se han fundido como si este espacio se hubiera derretido bajo una temperatura altísima.

He seguido adelante. El calor no me afecta. El resplandor de la linterna alcanza rincones donde se acumulan residuos.

Restos humanos. Intuyo que nadie ha llegado hasta aquí desde la explosión. No sé a qué profundidad me encuentro, pero intuyo que muy cerca del epicentro de la catástrofe.

La violencia del estallido ha reventado los tabiques en este sector, los ha fusionado con el terreno y ha ido más allá, abriendo grietas inmensas en el subsuelo calizo. Me asomo a un laberinto de brechas subterráneas que se precipitan en todas direcciones cruzándose entre sí.

Sé que si continúo por esas vías, si las recorro sin referencias ni rumbo fijo, jamás lograré encontrar el camino de regreso a la superficie. A la luz.

No puedo acabar así después de este sufrimiento.

Mientras observo las trayectorias de las arterias que resquebrajan el subsuelo, entiendo que acabo de descubrir mi madriguera. Aquí ellos no me encontrarán.

Aquí ellos no se atreverán a buscarme.

Empiezo a hacer muescas en lugares escondidos, a establecer rutas mientras mis energías me lo permiten.

Comienzo a estudiar mis dominios.