CAPÍTULO XI

30 de diciembre de 2011

Motulyak ultimaba ante un segundo puesto de guardia los trámites para acceder a la zona de exclusión.

Mientras Nikolái y él aguardaban, bien abrigados, varios militares de gesto serio estudiaban los papeles que el reportero acababa de entregarles y procedían a sellar los permisos.

Durante el trayecto hasta Prípiat, Nikolái había tenido ocasión de poner al día al reportero sobre sus últimas averiguaciones cibernéticas. Motulyak había escuchado con atención; en su opinión, había muchas posibilidades de que aquella inesperada página secreta que el chico había localizado guardara relación con algún encargo en el que estuviese trabajando Antónovich.

—Es lo que tiene la red —comentó el reportero—. Aunque tú ya no estés, tus palabras permanecen, flotando en el ciberespacio.

—Como un eco de lo que dijiste cuando todavía vivías —añadió Nikolái, teatral, clavando su mirada en el territorio que se extendía más allá de la valla que delimitaba la zona prohibida.

Como un eco.

La típica reflexión, entre literaria y poética, que habría hecho Dimitri, cayó en la cuenta el chico. Nikolái recordó el modo tan personal que tenía su amigo de contemplar la realidad, de narrar los acontecimientos. Nada parecía vulgar bajo su óptica. Envuelto en sus historias y en sus libros, en el silencio soñador que vertía en cada texto, todo lo que rodeaba a Dimitri adquiría magia. Nikolái entendió —no sin una punzada de resentimiento— que Ekaterina se dejara seducir por aquel encanto misterioso que la prematura muerte del amigo había multiplicado.

Motulyak observaba el semblante ausente del chico. Había asentido al inesperado comentario de Nikolái, admirado de su sensibilidad, y ahora esperó a que este recuperara la atención.

—El problema va a ser dar con la contraseña de esa página —el gigante pensaba en cómo facilitar la investigación del muchacho—. De todos modos…

—¿Sí? —a Nikolái le apetecía salvar aquel obstáculo aunque el objetivo fuera ajeno al contenido de su reportaje—. ¿Alguna sugerencia? Yo ya probé con todo lo que se me ocurrió. Y nada. No he conseguido entrar.

Motulyak se acariciaba el mentón.

—Si en efecto Antónovich empleó su apodo para la firma de las fotos —aventuró—, lo lógico es que para el password también eligiese algo personal que no pudiera rastrearse.

—¿A qué te refieres?

—Si investigas la vida de alguien, es fácil averiguar cierta información como la fecha y el lugar de nacimiento, datos que la gente suele emplear como contraseñas porque no se olvidan. Pero si recurres a un pasado que solo tú conoces…

—Nadie podrá adivinar tus claves —completó Nikolái—. De ahí lo del apodo.

—Eso es. Antónovich parece buscar el anonimato, por eso recurre a una información tan privada como un apodo juvenil. Se trata de un dato que apenas recordaremos cinco personas, con quienes además él apenas tenía relación desde hacía muchos años.

—¿Entonces la contraseña también se encontrará vinculada a su juventud?

—Es probable.

Nikolái resopló con resignación.

—Dependo de tu memoria. Lo que no entiendo es a qué viene tanta reserva si se trata de un enlace de su blog.

—Un enlace oculto, de acuerdo con lo que me has contado. Esa es la razón por la que te voy a ayudar —Motulyak sonrió—. Has conseguido intrigarme. Además, no me cuadra que Antónovich estuviese trabajando en el tema del Chudovishche tiene que haber algo más. No le pega nada. Era demasiado serio, muy racional. Jamás hubiera aceptado un asunto así.

—Eso pensé yo después de revisar los textos de sus últimos años —convino Nikolái—. Me dijiste que él estaba trabajando en algo gordo cuando tuvo el accidente. ¿Puede tratarse de la investigación sobre esa leyenda?

—¿Te parece un asunto serio?

—No, claro que no.

Motulyak meditaba.

—Desde luego, nadie estaba al tanto de que se hubiese metido en algo así. Le habría desacreditado —Motulyak hacía memoria, estimulado ante el cebo de una incógnita—. El caso es que su muerte tampoco estuvo del todo clara. Un accidente de tráfico en un lugar tan poco transitado como los alrededores del bosque Itanich… Él era un tipo prudente, un motorista experto. Y no hubo testigos. Recuerdo que, en su momento, varios colegas nos quedamos sorprendidos al enterarnos de las circunstancias de su fallecimiento. Pero —se encogió de hombros— nadie hizo preguntas.

—¿Por qué?

—Antónovich no tenía un perfil de periodista molesto. Era sesudo, metódico, pero solía cubrir asuntos poco polémicos. Ni siquiera ahora puedo imaginar que en sus años de profesión se hubiera ganado enemigos como para que su vida corriese peligro. No. Incluso el tema del Chudovishche del que habla en su blog, está muy lejos de resultar comprometido para alguien.

Sin embargo, el hecho de que Nikolái hubiera descubierto una faceta insospechada de Antónovich despertaba suspicacias en Motulyak. Se acababa de activar su instinto de periodista, siempre atento a cualquier indicio que pudiera conducir a destapar algo oscuro, inconfesable.

La principal amenaza para un periodista es la tranquilidad solía recriminarle Natalia. Necesitáis evitarla a toda costa y por eso andáis siempre rebuscando en la trastienda de los demás.

El reportero no continuó hablando. Uno de los soldados que custodiaban la entrada a Prípiat se aproximaba para entregarles los papeles sellados y dos contadores Geiger, con los que debían controlar el nivel de la radiación durante su visita.

—¿Van a acceder sin guía? —les preguntó el militar en tono seco, ya junto a ellos.

—Conozco la zona —Motulyak no se dejó intimidar por esa permanente hostilidad que mostraban los centinelas del recinto de exclusión—. No nos alejaremos mucho.

El soldado los miró con recelo. A continuación, hizo un gesto y otros dos guardias subieron la barrera que cerraba la verja para permitirles el paso.

Motulyak activó los dosímetros y le tendió uno a Nikolái.

—Mide la presencia de radiaciones ionizantes —explicó al muchacho—. No te separes de él.

Después comprobó la cámara que llevaba colgada del cuello y los accesorios que permanecían en el interior de la mochila que había sacado de su vehículo. Al tiempo que se la colocaba a la espalda, se volvió hacia Nikolái:

—¿Preparado?

—¿Dejamos aquí el coche?

—Sí. Está prohibido introducir vehículos en el recinto por el riesgo de extender la radiación fuera del perímetro.

—Estoy preparado. ¿Quieres que te ayude a llevar algo?

—No hace falta. Pero recuerda: tenemos que avanzar pisando la nieve, eso reduce el contacto con la tierra contaminada. Y atento al contador.

—De acuerdo.

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Itanich, … 2004

Reconozco este rincón del bosque. Aquí nos encontrábamos algunas noches Ekaterina, Nikolái y yo.

Qué recuerdos. El árbol donde construimos nuestra cabaña secreta, a los nueve años, aún se mantiene en pie, aunque ahora solo es un tronco carbonizado.

El fuego llegó hasta aquí.

A pesar de todo, el abeto y yo nos hemos reconocido como viejos colegas que se encuentran después de una guerra.

No sé cuál de los dos está más muerto.

Me tumbo en la tierra. Cierro los ojos. Prefiero soñar.

Este es el sitio, sí.

Es difícil encontrar un lugar que no haya compartido con mis amigos, del que no guarde susurros, confidencias. Que no asocie a la hermosura de Ekaterina.

Aquí nos reuníamos algunas noches cuando llegaba el buen tiempo.

Tenía que ser por la noche. Ekaterina anunciaba que tocaba «velada de fantasmas».

Entonces sabíamos que no habría reunión en los columpios, que ella había preparado otra de sus historias de miedo, que esa noche no dormiríamos bien.

Nunca faltábamos a nuestra cita del terror en la cabaña del árbol.

Acudíamos después de cenar en nuestras casas. Con velas, que encendíamos para crear ambiente al sentarnos en nuestro refugio.

Y ahí nos quedábamos hasta la madrugada, solos con los espíritus y los asesinos que brotaban de la imaginación de Ekaterina.

Ella siempre llegaba la primera. Nos esperaba muy seria para comunicarnos que se había enterado de una leyenda, de un crimen, de algún episodio siniestro. Nos advertía de que tendríamos que tener cuidado a partir de entonces, porque siempre se trataba de asuntos que se desarrollaban en las proximidades de Itanich.

Vivíamos aventuras solo reservadas a nosotros.

Ekaterina solía terminar escuchando algún ruido extraño en el bosque, que nos provocaba escalofríos. Se asomaba desde las ramas del árbol, tendía hacia la negrura su vela encendida y llamaba a visitantes que nunca se dejaban ver.

Cuando tocaba volver a nuestras casas, ninguno se atrevía a bajar del árbol y ella reía.

Cuánta magia.

De todos los sentimientos que he experimentado alguna vez, el que más echo de menos es esa sensación de miedo en compañía de mis amigos, cuando juntos, las noches de luna llena, nos enfrentábamos a los misterios de la oscuridad.

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Antes de atravesar los umbrales de la zona de exclusión, Motulyak se dedicó a contemplar con detenimiento el área colindante, incluyendo el aparcamiento donde habían estacionado el coche. Bosque, nieve, dos vehículos aparcados, la verja y el puesto de guardia.

No distinguió nada sospechoso.

Sin embargo, Nikolái captó algo extraño en los ojos del reportero durante ese rastreo, el mismo gesto vigilante que había observado en el rostro de aquel hombre durante el viaje. Le inquietó volver a descubrirlo ahora:

—¿Ocurre algo?

—Ayer me estuvieron siguiendo —reconoció Motulyak, sin desviar sus pupilas del terreno—. Intuyo el motivo y seguro que ya saben que estamos aquí. Pero no parece preocuparles: no nos acompañan hoy. Al menos, aún no lo han hecho.

—¿Te estuvieron siguiendo? —a Nikolái le asombró que se hubieran invertido los papeles—. ¿Quiénes? Pensaba que erais los reporteros quienes seguíais a los famosos…

—En ocasiones nos convertimos en el objetivo. Aunque para eso hay que incordiar mucho.

El chico tomó nota de aquella observación.

—Por la noche comprobé la matrícula del vehículo con el que se movían mis… espías —prosiguió Motulyak—. De acuerdo con el registro de la policía, pertenece al parque móvil del ejército de tierra. No me ha sorprendido.

—¿Te vigilan los militares? ¿Pero en qué estás metido?

—Ya hablaremos de eso —el periodista volvía la mirada a la entrada del sector restringido—. Ahora será mejor que empecemos nuestra visita; recuerda que tenemos trabajo.

Motulyak no había querido responder al muchacho porque, en el fondo, tampoco tenía muy claro qué ocultaba la reunión entre Viridik y el general Petrov. En cualquier caso, quedaba patente que aquella visita a Prípiat no preocupaba a sus espías.

Ya contaba con eso; a fin de cuentas, se trataba de un encargo que nada tenía que ver con sus indagaciones en torno al encuentro secreto entre los dos líderes.

Ese inofensivo reportaje que se proponían realizar en Prípiat, se dijo, serviría para tranquilizar los ánimos de aquellos que podían sentirse amenazados por sus últimos movimientos. Quizá bajasen la guardia entonces.

Motulyak palmeó la espalda de Nikolái y juntos, bajo la mirada de los soldados, cruzaron por fin la barrera que los separaba del territorio prohibido. Recorrieron un serpenteante sendero que se adentraba en un bosque. Caminaban con cuidado, callados ante el horizonte solemne que los recibía, y pronto dejaron atrás el puesto de guardia. La visión de la garita y la valla fue devorada por la arboleda que cubría toda la planicie.

Al principio, Nikolái, impresionado ante el paisaje que iba abriéndose a él, solo atisbó a su alrededor la masa del bosque, su entramado de ramas desnudas cubiertas de hielo y nieve. Pero no tardó en percibir, más allá de aquella primera estampa, algunas tonalidades rojizas que no encajaban en un paisaje natural sano.

Bajo su apariencia normal, aquel era un ecosistema enfermo.

Conforme se introducía entre esos árboles, el chico experimentó la sensación de que el conjunto había perdido su armonía. Algún elemento impedía la conciliación. ¿Tal vez el silencio que impregnaba cada arbusto, cada metro de tierra, solo interrumpido por el correteo furtivo de animales que no alcanzaba a distinguir?

La savia envenenada que fluía en la vegetación se filtraba en medio de aquella naturaleza.

Un vivero de especies contaminadas.

Los dos iban controlando, mientras tanto, el nivel de microroentgen por hora que señalaban sus contadores Geiger. La cota de radiación comenzaba a elevarse, pero dentro de los límites aceptables para cortos espacios de tiempo.

—Enseguida llegaremos a la ciudad —advirtió la voz grave de Motulyak, que empezaba a mostrar en su semblante el efecto que provocaban las inmediaciones de Prípiat.

El muchacho asintió mientras luchaba contra el contagio de esa misma tristeza.

Ante ellos se extendía un bosque en el que la vida bajo la nieve, veinticinco años después, se abría paso entre despojos terminales y nidos de radiación.

De vez en cuando, se imponían repentinos silencios que dejaban al descubierto la auténtica esencia de ese entorno.

Nikolái anhelaba entonces cualquier movimiento visible que alterase aquella quietud macabra que calaba en los cuerpos hasta provocar escalofríos. Podía escuchar su propia respiración entrecortada por el esfuerzo.

—¿Vas pisando la nieve? —preguntó Motulyak volviéndose hacia el muchacho—. No te despistes.

—Sí, sí.

Pero Nikolái tenía que hacer verdaderos esfuerzos para atender a la trayectoria de sus pies: la maleza a su alrededor despedía un extraño magnetismo que le impedía bajar la mirada.

Habían accedido a otro mundo, a una ilusión de lo que un día fue.

Comprobó que nada podía compararse a la experiencia de recorrer esos parajes, de sentir en su interior la caricia turbia de la atmósfera en aquella región sentenciada. Empezó a asimilar la verdadera dimensión de la tragedia de Chernóbil. Y tal conciencia oprimió sus pulmones.

Se detuvo para recuperar el aliento.

Más adelante, la vegetación se fue aligerando y, poco después, el camino los condujo hasta un punto en el que los árboles se abrían dejando a la vista un panorama aún más impresionante:

La silueta de Prípiat.

Una ciudad que surgía de la nada, cuyos restos se alzaban sobre calles exhaustas.

Allí el silencio alcanzaba tal consistencia que casi podía palparse, aunque pronto comprobaron —un jabalí cruzó la avenida principal ante sus ojos— que los animales también lo profanaban invadiendo el recinto de la ciudad.

Si la muerte hubiera tenido un hogar, una patria, sin duda habría sido Prípiat. Décadas de abandono habían sumido esa población, antaño viva, en una decadencia espectral: vehículos cubiertos de óxido cruzados en mitad de calzadas de asfalto agrietado, tal como fueron abandonados por sus propietarios en el momento de la evacuación; fachadas donde oscilaban, en una eterna inercia, placas desconchadas de pintura, atisbos de colores que un día existieron en una ciudad hoy sometida por completo a tonalidades desvaídas; ventanas y puertas abiertas desde hacía más de veinticinco años; ropas por el suelo o incluso tendidas en un balcón, cristales rotos, un balón de fútbol deshinchado en una huerta plagada de hierbajos. Un juguete volcado sobre la acera. Todo inmóvil.

Todo inútil.

Una ciudad entera apartada del tiempo, anclada en el ayer, abandonada a su suerte.

Estaban en tierra de nadie.

Sin pronunciar palabra, se adentraron en aquella urbe momificada para asistir a un inusitado desfile de espejismos: una tienda de comestibles, una parada de taxis… El eslogan de un anuncio sobrevivía aún sobre la azotea de un edificio: «El partido de Lenin nos llevará al triunfo del comunismo».

—Cuando la sirena de la ciudad sonó en aquella mañana de domingo, cundió el pánico —rememoró el reportero—. La policía comenzó a evacuar a todo el mundo. Las patrullas empezaron a disparar a los saqueadores en mayo —añadió—, cuando los aparatos de televisión radiactivos empezaron a aparecer en las casas de empeños de Kiev.

Efectuaron una parada técnica para comprobar la lectura de sus contadores Geiger: la radiación se mantenía en niveles altos, pero sin superar cifras críticas. Podían permanecer allí durante unas horas sin riesgo para la salud.

Motulyak, armado con su cámara, comenzó a hacer fotos.

Poco a poco, ambos fueron incorporándose a aquella escenografía fantasma entre construcciones deterioradas, suciedad y retazos de un pasado atrapado para siempre bajo las ruinas.

—Hay lugares a los que nadie se atreve a ir —susurró el reportero—: El Bosque Rojo, el cementerio de la ciudad… Los familiares de la gente que está enterrada aquí no pueden visitarlos porque, además de los cadáveres contaminados, la mayor parte del núcleo de grafito nuclear está enterrada allí. Es uno de los lugares más tóxicos del planeta.

Los dos se asomaron a los restos del Hotel Polissia, a su vestíbulo donde la recepción acumulaba polvo a la espera de clientes que nunca volverían a cruzar las puertas del establecimiento. De entre las grietas de su suelo de piedra brotaban algunas plantas, y en el salón de banquetes se acumulaban indicios de vidas interrumpidas.

Volvieron a la calle. Motulyak fijó su atención en algunas banderas.

—El veintisiete de abril vaciaron la ciudad. Ya estaban preparando el desfile del primero de mayo, Día del Trabajo, que pasaría por esta avenida. Un desfile que no llegó a celebrarse.

Nikolái asentía en silencio. Cruzaron frente al café Prípiat y poco después quedó ante ellos el comienzo del peligroso parque de la ciudad, el lugar más radiactivo por su situación respecto a la planta nuclear. Motulyak avanzó hacia los cochecitos que se distinguían desde su posición; cada paso en esa dirección añadía más microroentgen por hora a su contador Geiger. Se detuvo frente a un carrusel antes de dar media vuelta para regresar al exterior del recinto, donde aguardaba Nikolái.

El periodista señaló entonces un edificio.

—Entremos.

Nikolái obedeció, consciente de la consigna de que no debían tocar nada. Se trataba de un colegio. Motulyak escogió una sala que resultó ser un aula. Allí, sobre una alfombra de escombros, se mantenían los pupitres, la mesa del profesor, las sillas, algunos cuadernos que habían sobrevivido a la destrucción y la pizarra, que aún mostraba la huella de viejas anotaciones.

A Nikolái le hipnotizó la imagen de los mapas clavados todavía en las paredes, muy estropeados pero ocupando heroicamente su lugar, y la de un bolígrafo en el suelo, junto a la puerta.

Así había permanecido la escena desde hacía veinticinco años. Así quedó cuando la última persona salió por la puerta de aquel centro escolar… para no regresar nunca más.

Qué extraordinaria fuerza poseían esas imágenes tan cotidianas. Qué testimonio tan brutal sobre la engañosa seguridad que otorgan las rutinas. Todo puede cambiar tan rápido…

Una verdad de la que nadie advirtió a Dimitri, se quejó Nikolái con amargura mientras volvía a fijarse en los pupitres de madera.

Él hubiera querido acomodarse en uno de aquellos asientos colocados en fila y contemplar desde su posición las geografías expuestas sobre la pared, compartir por un instante la misma perspectiva de los estudiantes que ocuparon esa clase durante la jornada fatal.

¿Cuántos de ellos habrían muerto a los pocos días del accidente?

¿Quién pudo sospechar, de camino a aquella escuela en esa fecha, que aquel era el último día de su vida, que la ciudad vivía sus horas finales antes del destierro?

—¿Sabían que se iban para siempre cuando abandonaron sus hogares? —planteó.

—No —Motulyak buscaba en el otro extremo de la sala nuevos enfoques para sus fotografías; jugaba con la luz que se filtraba a través de las ventanas—. Las autoridades soviéticas ocultaron en todo momento la gravedad de los hechos, así que todo el mundo pensaba que se trataba de una evacuación provisional. Nunca se permitió el retorno.

Nikolái continuó paseando su mirada, intimidado ante el drama que cobijaba aquel edificio.

—Es alucinante cómo se siente la interrupción todavía, a pesar de tantos años.

—La evacuación fue muy precipitada —comentó Motulyak—, no hubo tiempo para preparar nada. Cada uno huyó con lo puesto.

En otra de las estancias que visitaron, un comedor, incluso permanecían los platos y los cubiertos sobre las mesas.

—Todo se me antoja tan… tétrico —decidió Nikolái—. Ya solo falta que aparezca el espíritu de alguna víctima.

El reportero esbozó una sonrisa.

—No te extrañe. Corren muchas leyendas sobre la zona contaminada.

El chico recuperó en su memoria la del Chudovishche no pudo evitarlo.

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Me he detenido. Aquí, a las afueras del pueblo, en pleno bosque, una grieta de más de veinte metros de longitud parte en dos el terreno. Es una brecha fea, abrupta. Encima de sus bordes se amontonan restos, como una herida sin cicatrizar que ha estado supurando hasta secarse.

Han salido despedidas las entrañas del subsuelo. Indica una explosión potente. La tierra ha reventado en este punto. Hay árboles arrancados que marcan con sus troncos caídos la silueta de una onda expansiva. La brecha se encuentra en el centro de una zona de desolación absoluta. Un área donde no ha sobrevivido ni una brizna de hierba.

Me asomo a este agujero. Algo debió de estallar ahí dentro. Todo humea y la temperatura en el interior es mucho más elevada que fuera. Detecto brillos metálicos en las paredes.

Debería alejarme de aquí, puede ser peligroso. Pero sé que ellos volverán. Tengo que encontrar un lugar donde ocultarme y la grieta parece adecuada. No puede ser mucho peor lo que me aguarda ahí dentro. No mucho peor que el desierto que reina en el exterior.

Todo sigue muerto.

Entre los objetos que he ido recolectando en mi penoso camino hasta aquí, cuento con una linterna que todavía funciona. La enciendo.

Antes de introducirme por la sima, pienso en Ekaterina. La imagino ya inmersa en su nueva vida, exultante, bajo un cielo azul que he comenzado a añorar. La recreo impresionando a nuevos amigos, recordándonos en su intimidad. Y preparando una carta que nunca llegará a su destino, que jamás podré leer. ¿Qué pensará ella ante mi ausencia de respuesta? ¿Habrán llegado hasta su lejano país noticias sobre lo sucedido aquí? Confío en que sí; no soporto la idea de que ella pueda pensar que no he querido contestar a su carta. No me lo perdonaría.

Nikolái, desde España, tampoco podrá contactar conmigo, ni con Ekaterina si no es a través de mí. Se ha roto el vínculo.

Mi memoria regresa al hogar de mis padres.

El panorama que se ha ido ofreciendo a lo largo de la ruta de reconocimiento refuerza mi impresión: no hay muchas posibilidades de que mi familia se salvara de la catástrofe.

Por eso, la seguridad en el futuro de Ekaterina me da fuerzas. Ella continúa viva. Y en sus recuerdos, como en los de Nikolái, yo sigo presente. Lo sé. Solo para ellos mi ausencia deja un vacío, pero eso me permite seguir existiendo.

Una única certeza me empuja: Ekaterina piensa en mí desde una distancia que la salva.