Igor Pertóvik apartó la vista de su tractor, un destartalado vehículo ahora detenido junto al arcén de la carretera. El motor había empezado a dar problemas unos kilómetros antes y, finalmente, tras un avance a trompicones, había exhalado su último aliento en forma de un tirón brusco que lo había terminado de llevar hasta ese punto. Se trataba de un emplazamiento aislado en medio del bosque, todavía lejos de la población más cercana.
A pesar de sus esfuerzos, Pertóvik no había logrado arrancar de nuevo el tractor. En ese momento, fuera de la cabina, valoraba la situación soportando el rigor de la intemperie.
Nada que hacer. No había forma de mover aquella máquina. Farfulló una maldición, consciente de dónde se encontraba: Itanich, y en pleno atardecer. Ya era mala suerte.
Tras arrebujarse en su abrigo, se caló bien el gorro y, empleando una mano enguantada a modo de visera, miró con sus viejas pupilas a su alrededor: una arboleda cubierta de nieve que se inclinaba sobre el camino asfaltado. Las ráfagas de aire le cubrían de lágrimas los ojos y difuminaban el vaho de su aliento.
Quedaba poca luz y estaba solo. Sin teléfono. Un temor supersticioso comenzó a empañar su calma. Se sentía observado: algo o alguien le vigilaba desde el bosque, acechaba entre las ramas cargadas de nieve. Podría jurarlo.
A lo largo de la última parte del trayecto había percibido algún movimiento extraño bajo los árboles que flanqueaban el camino, un desplazamiento intermitente que avanzaba paralelo a su vehículo. Había achacado aquella impresión a su cansancio y a las sombras que provocaba la luz mortecina que teñía el cielo. Pero ahora no estaba tan seguro de que se tratara tan solo de su imaginación. Se contaban tantas cosas acerca de esos bosques…
A su avanzada edad, había visto muchas cosas. La leyenda del Chudovishche fue ganando protagonismo en su mente. Esas muertes sin resolver siempre en boca de sus vecinos…
No se apartó del tractor, cuyos faros mantuvo encendidos conforme la penumbra iba adquiriendo consistencia. Pendiente de lo que quedaba a su espalda, volvió a subir a la cabina del vehículo —el frío era insoportable— y observó desde su asiento la carretera, esperando que apareciera algún vehículo que pudiera sacarlo de allí. La mera posibilidad de tener que pasar la noche en ese lugar le provocaba escalofríos.
Al cabo de unos minutos de silencio y nerviosismo, un resplandor creciente le advirtió de que un coche se aproximaba. Dando gracias a Dios, Pertóvik no se lo pensó dos veces: salió del tractor y se interpuso en la trayectoria del vehículo. No estaba dispuesto a que aquel automóvil pasara de largo. Le angustiaba la convicción de que, si se quedaba en Itanich, no sobreviviría a la noche.
El coche había frenado. Pertóvik, incapaz de correr a su edad, comenzó a caminar hacia él con paso lento, mientras escudriñaba entre las ramas de los árboles que quedaban cerca. No distinguió nada, aunque la inquietud persistía dentro de él.
Ni siquiera dentro del coche iba a sentirse a salvo.
—Acelere —rogó, una vez en su interior, al sorprendido conductor—, salgamos de aquí cuanto antes. Hay algo ahí fuera. Algo peligroso.
La masa oscura de los árboles danzaba empujada por las ráfagas de aire, y con su baile siniestro parecía despedirse de ellos. Aún llegaron a captar, antes de distanciarse definitivamente, el sonido de unos cristales rotos y el repentino apagón de los faros del tractor abandonado.
Por poco, musitó Pertóvik. Por muy poco.
Nikolái había regresado al hostal. Apenas había saludado a la dueña antes de encerrarse en su habitación, y ahora, sentado ante su ordenador portátil, terminaba de contestar algunos correos electrónicos pendientes —incluidos dos de sus padres— y de consultar twitters de amigos. Con aquella distracción reprimía las ganas de dedicarse a seguir el rastro de Ekaterina a través de la red. Ya habría tiempo para ello, por mucho que le acuciase la curiosidad. En ese instante, lo prioritario era decidir una nueva dirección en sus pesquisas sobre el incendio de Itanich. No podía continuar en aquel punto que no conducía a ninguna parte.
Las únicas noticias publicadas por Antónovich sobre el incendio suponían un recurso muy pobre. Necesitaba más información. Si al escaso material se añadía la alambrada que impedía llegar hasta la zona de la tragedia —acababa de caer en la cuenta de que aquella barrera no solo le arrebataba escenarios íntimos—, apenas quedaban fuentes que consultar, salvo los testimonios de supervivientes. Y se trataba de una estrategia muy costosa, dado que había que empezar por localizar a las personas idóneas. La descartó por el momento.
Rastreó en Google, por si en el transcurso de su primera indagación se le había escapado algún texto alusivo a la tragedia, tal vez alguna colaboración de Antónovich sobre aquel acontecimiento para algún otro medio que no fuera el Ukraina Moloda.
Ninguna de las entradas ofrecía titulares prometedores. No obstante, hubo uno que sí le llamó la atención: «La huella del Demonio de la Estepa». Semejante comienzo, claramente ajeno a lo que le interesaba a Nikolái, resultaba curioso como título para un trabajo de Antónovich, un periodista que, por lo que había comprobado el muchacho, solía ceñirse en sus investigaciones a cuestiones mucho más prosaicas: política, economía…
La huella del Demonio de la Estepa.
Extrañamente literario, sin duda. Intrigado, Nikolái llevó la flecha del ratón hasta esa entrada y pinchó. Ante sus ojos se abrió un blog personal del periodista: http://santonovich.wordpress.com santonovich.wordpress.com cuyo contenido, aparte de su currículum y algunos enlaces a revistas digitales, consistía en un artículo para un diario local firmado por Antónovich el día 6 de mayo de 2007. Nikolái comenzó a leer:
¿Pero qué historia era aquella? Nikolái, perplejo, dejó de leer. Se preguntó cómo era posible que un profesional de la trayectoria de Antónovich se hubiera prestado al seguimiento de un asunto tan ficticio, tan… sensacionalista, más propio de Iker Jiménez que de un reconocido analista político. Aquel texto se había publicado, además, junto a varias fotografías que pretendían —con cierta ingenuidad, a su juicio— dotar al asunto de credibilidad: la de una huella vagamente humana en un charco de barro, la imagen del bosque donde se suponía que se refugiaba el monstruo, restos de ropa de una de las víctimas… Como para resaltar la falta de rigor de ese documento, las fotografías se habían publicado sin citar la fuente.
—Esto es basura… —susurró Nikolái volviendo al texto—. Periodismo barato.
Conforme iba conociendo el trabajo de Antónovich, la decepción inicial en torno a su figura se acentuaba. El chico no lograba entender el tono admirativo que Motulyak había empleado al hablar de él.
Una nueva sorpresa le aguardaba entre líneas.
Una sorpresa que no tardó en encontrar.
—No puedo creerlo —musitó, clavando la mirada en la pantalla.
La coincidencia que Nikolái acababa de descubrir era pasmosa: el hábitat de aquella bestia de la que hablaba Antónovich comprendía precisamente la planicie cubierta por el bosque Itanich, una extensa zona casi deshabitada que llegaba hasta Bielorrusia y que incluía el antiguo paisaje de su infancia.
—¿Cómo es posible que yo no hubiera oído hablar de esta leyenda?
Nikolái se esforzó en recuperar sus recuerdos de Ucrania; el bosque Itanich jamás tuvo fama de peligroso —salvo por los lobos y algún que otro extravío—, ni tampoco se conocía a ninguna familia que hubiera sufrido percances vinculados con esa región. Al menos hasta que él abandonó el país.
Ahora entendía las suspicacias de Sveta Pavlova cuando le comunicó su intención de visitar Itanich. Su casera creía en la existencia del Chudovishche no cabía duda, y conociendo la inclinación de la gente del campo hacia todo tipo de supersticiones, dio por sentado que buena parte de la población de esa zona también consideraba real a esa criatura.
La credulidad de todos había concebido un monstruo. Y textos como el que estaba leyendo alentaban ese fenómeno.
Un aspecto más que enturbiaba la imagen que Nikolái estaba construyendo de Antónovich: el hecho de que, por puro sensacionalismo, el periodista hubiera alimentado la predisposición de la gente en temas tan fantasiosos. Y el caso es que aquel trabajo no encajaba nada con el sólido perfil del colega de Motulyak. Resultaba absurdo.
¿Quizá se trataba de una forma de expiar su culpabilidad por la desleal cobertura del incendio de Itanich? ¿Se castigaba así aquel periodista por una cuestión de remordimientos profesionales? El muchacho rechazó esa hipótesis. Antónovich parecía demasiado inteligente como para recurrir a una mortificación de aquel tipo. Le resultaba más propio compensar su falta de honestidad asumiendo a partir de entonces investigaciones mucho más rigurosas.
Llevado de la curiosidad, Nikolái rastreó en internet más información acerca de esa misteriosa criatura cuya sombra había logrado teñir Itanich de un halo tan tenebroso. Pronto consiguió obtener respuesta a uno de sus interrogantes: la primera presunta víctima del Chudovishche. Un campesino de mediana edad —había caído en sus garras a finales del año 2004 (se encontró su maltrecho cadáver junto a un riachuelo), por lo que Nikolái ya no se encontraba en Ucrania cuando se generó esa leyenda, que no paraba de crecer con cada nueva desaparición.
—Basta activar un detonante —pensó el chico en voz alta, escéptico— para que cualquier tragedia en las inmediaciones se vincule ahora con la leyenda.
No me sorprendería. Continuó reflexionando, que todo fuera un montaje para atraer a un turismo morboso aficionado a los enigmas, como el que acude todos los años a Escocia y llega hasta Inverness buscando al monstruo del lago.
Nikolái cerró las últimas webs abiertas hasta encontrarse frente a las fotografías que acompañaban el artículo de Antónovich. Las estudió con detenimiento, buscando algún rastro que confirmara el tosco fraude de aquella publicación. No lo halló, aunque sí descubrió un detalle que llamó su atención.
Itanich, … 2004
Ojalá pudiera volver a encontrarme con mi familia. Saber, al menos, si sobrevivieron.
Quiero soñar que así es. Necesito creerlo.
Continúo caminando hacia las afueras. De cada rincón que reconozco entre las ruinas nace un eco de viejos sonidos que todavía resuenan en mi memoria.
Ecos de vidas y momentos que no volverán.
Estructuras calcinadas de algunas casas de compañeros, el edificio donde me vacunaban cada año, la escuela.
Sigo andando.
Los restos de la plaza, un establo, la casa del médico de la que apenas queda el solar.
Lugares que compartí con Nikolái y Ekaterina. Ella corría por estas calles, siempre estaba corriendo. Entre risas y ocurrencias. Nikolái podía seguirla, ambos se adelantaban y yo los seguía más atrás.
Ellos vivían a otro ritmo, pero nunca dejaron de volverse hacia mí, de esperarme.
Ekaterina nos impulsaba. De pronto irrumpía en nuestras conversaciones tranquilas con interrogantes difíciles sobre el amor, la muerte, la amistad.
Ella llevaba consigo el desafío, la provocación. Nikolái, más apasionado que yo, respondía, se dejaba arrastrar.
Yo los miraba, imaginándolos como personajes de las novelas que leía.
Cómo echo de menos los libros.
Los miraba y escribía.
Aquí, justo donde ahora me encuentro, mantuvimos nuestra primera charla sobre sexo. Ekaterina logró avergonzarnos con su franqueza.
Yo siempre bajaba la mirada.
Hablábamos del futuro, de nuestro futuro. Sobre todo, cuando nos reuníamos en los columpios del bosque. Ella vivía para la música; Nikolái, para el fútbol. Yo nunca tuve una vocación clara.
Hasta que sus familias decidieron emigrar.
Eso los salvó y me condenó a mí a esta terrible soledad.
Motulyak había aprovechado el final de la tarde para reunirse con un contacto que trabajaba en el registro de la propiedad, con objeto de obtener un listado de todas las tierras de la comarca con titularidad del ejército. Ya lo había conseguido y ahora se dirigía hacia su coche.
Aunque no tenía muy clara la utilidad de esa documentación que portaba, intuía que más adelante le ayudaría a atar cabos sueltos. Seguía convencido de que el político le había ocultado algo, y ahora era cuestión de descubrir sus próximos pasos. El problema radicaba en que no sabía cómo: intentar una aproximación al general Petrov sería una maniobra inútil; ya había peleado en otras ocasiones con el hermetismo militar sin resultado. Karol Viridik no volvería a recibirlo tras la advertencia y, bajo su protección, Latrek, el dueño del comercio, tampoco cedería a la presión del periodista.
Se encontraba, por tanto, en vía muerta.
Motulyak solía fiarse de sus corazonadas, pero necesitaba algo más, un mínimo indicio de que estaba en lo cierto. No podía permitirse emplear tanto esfuerzo sin garantías.
Y hasta ese instante no tenía nada. Nada.
El reportero se montó en su vehículo e introdujo la llave de contacto. Antes de arrancar, mientras aguardaba a que se apagasen las luces del salpicadero, se observó en el espejo retrovisor.
—Espabila —se dijo—. Estás perdiendo facultades.
Sus pupilas se desviaron ligeramente del reflejo de su rostro. Estaba a punto de girar la llave de contacto, pero antes de centrar su atención sobre el volante vio un coche aparcado varios metros detrás del suyo. Un coche que se le antojó familiar. Ese viejo modelo, el color tan común, y sin embargo…
Ya lo había visto antes. Y no había sido en esa ciudad, podía jurarlo.
¿Una casualidad? ¿Una impresión errónea?
Motulyak entrecerró los ojos para tratar de distinguir más detalles en el reflejo. El espejo le permitió captar, a través del cristal trasero, dos siluetas dentro del otro coche. No alcanzó a distinguir la matrícula.
—¿Desde cuándo tengo escolta? —el sarcasmo afloró en su interrogante—. Comprobemos si estoy en lo cierto.
Motulyak arrancó el motor. Encendió los faros, pisó el embrague y metió la primera marcha. Cuando su automóvil comenzó a moverse, confirmó que el otro coche, tras aguardar unos segundos, hacía lo mismo.
—Vaya —susurró con una sonrisa—. ¿No buscaba un indicio que apoyase mi corazonada? Ya lo tengo.
Resultaba evidente que sus maniobras estaban incomodando a alguien.
Nikolái había aplicado el zoom. Ahora estudiaba el extremo inferior izquierdo de la fotografía.
Sí. Allí, casi invisibles, encima del perfil de un tronco, se distinguían escritas unas minúsculas iniciales: NCK. Parecía la típica inscripción que podría haber hecho una pareja sobre la corteza de un árbol para inmortalizar su encuentro, pero un análisis más minucioso demostró a Nikolái que aquellas letras habían sido añadidas a la fotografía original: se notaba la superposición.
No pertenecían a la imagen captada.
Las iniciales constituían, por tanto, una firma de la instantánea, eso sí parecía indiscutible. No le costó vincularlas con el apodo del periodista:
N-a-c-h-a-k.
N-C-K.
Así que Antónovich también se había encargado de las imágenes que acompañaban al texto…
Nikolái revisó las otras. En efecto, ahora que sabía lo que buscar, descubrió en todas ellas la misma firma oculta.
El chico no entendía tanta discreción respecto a la fuente de las fotos; a fin de cuentas, se trataba de unas imágenes nada comprometedoras, ni siquiera buenas. ¿Por qué alguien iba a preferir mantenerse al margen de unas vulgares instantáneas que acompañaban un artículo publicado en una revista local? No era una actitud razonable.
Tal vez Antónovich pretendía que no se le vinculara en exceso con aquel trabajo; camuflar su autoría revelaba entonces un cierto pudor, muy comprensible.
Nikolái cerró las fotografías y se dedicó a estudiar cada detalle del blog, que mostraba un diseño muy trabajado: colores elegidos con acierto, buena maquetación y tipografía adecuada. Contaba con un lateral dedicado a los links y a su trayectoria profesional. El espacio restante se dedicaba a la noticia. Todo quedaba muy proporcionado, muy bien medido.
Como experto en la materia, al chico le extrañó que Antónovich se hubiera molestado en modificar los modelos básicos que ofrecía Wordpress. El periodista —un tipo muy meticuloso— se había tomado demasiadas molestias al concebir uno más personal, teniendo en cuenta además que tan solo había llegado a publicar un post. En mayo de 2007, ocho meses antes de su muerte.
Nadie estrena un blog para publicar una única entrada.
Nikolái continuó con su repaso de la página. Captó un único defecto en ella: el espacio entre dos de los enlaces destacados era mayor que el que separaba a los demás. Un fallo sin importancia, pero sorprendente en un diseño tan minucioso, pues rompía la simetría del conjunto.
Él ya había visto ese tipo de vacíos; se trataba de imperfecciones formales que quedaban al incorporar modificaciones a la maquetación inicial. Quizá Antónovich había eliminado algún elemento que sí figuraba en la versión original del blog; había decidido quitar uno de los enlaces, pero se había olvidado de corregir el reajuste para que no quedara visible su hueco. Eso justificaría aquella irregularidad.
A Nikolái, que se tomaba muy en serio su vocación periodística, se le ocurrió que quizá quedaba algún rastro de ese elemento borrado, así que decidió consultar el código fuente de la página. En ocasiones, fisgando en el HTML, lograba descubrir elementos que no quedaban a la vista.
Tecleó alt CTRL+ y aguardó.
Revisó la información que acababa de aparecer en su pantalla, pero no descubrió ninguna anotación en el código fuente. Desanimado, volvió a la pantalla de inicio y situó la flecha del ratón donde supuestamente se encontraba el enlace borrado; de pronto, el cursor adoptó la forma de una mano que le invitaba a pinchar. Haga click para seguir el vínculo.
Ahí estaba. Antónovich lo había ocultado utilizando el color del fondo en un pequeño punto.
http://cekpet.wordpress.com
Extraño nombre para un blog. El chico recordó el significado de aquella palabra rusa: «secreto». Un nuevo enigma surgía ante sus ojos.
Nikolái constató que Antónovich había dejado ese enlace oculto intencionadamente. ¿Cuál podría ser el motivo?
Su creciente interés se vio frenado cuando se abrió la nueva página, que requería autenticación. Se solicitaba contraseña.
Vaya chasco.
Así que Antónovich tiene protegida esta página. Murmuró el muchacho. Firmas discretas en sus fotos, un enlace oculto que dirigía a una web protegida… ¿No eran demasiadas cautelas para el trabajo de un periodista, que por definición buscaría siempre una divulgación máxima para sus textos? ¿Por qué iba a restringir el acceso a una página donde, en principio, colgaría información complementaria sobre sus publicaciones?
Absurdo, incongruente.
Por eso a Nikolái seguía sin cuadrarle esa actitud tan hermética en un perfil profesional como el de Antónovich. Tenía que haber algo más, algo que se le escapaba.
¿Acaso estaba ese periodista trabajando en algún encargo peligroso?
—Vaya —ahora el muchacho despertaba de su concentración, tomaba conciencia con cierto asombro de que se había ido alejando de su propósito inicial: la documentación sobre el incendio de Itanich.
Nikolái se apartó del portátil y se frotó los ojos, algo somnoliento.
Su investigación le había conducido a otro enigma que se interponía, distrayéndole. Con tanta dispersión —consecuencia de su imaginación siempre fértil— no llegaría a nada. Debía recuperar el rumbo o perdería todavía más tiempo.
Aunque su reciente hallazgo sonaba tan interesante…
Volvió a mirar la pantalla de su ordenador. La solicitud de contraseña para la entrada en la misteriosa web continuaba parpadeando en ella.
Gruñó.
Además de un apasionado de la informática, Nikolái era una persona romántica, deportista, con tendencia a la melancolía… y curioso.
Muy curioso.
Son profesionales. Dictaminó Motulyak. Permanecen siempre a distancia, se mezclan con el resto del tráfico, camuflan bien la imitación de mis maniobras. Y no pierden el rastro.
Aquellos hombres sabían lo que hacían, aunque él los estaba llevando intencionadamente por zonas con un tráfico reducido, lo que hacía difícil su espionaje. De hecho, incluso había ido logrando, en diferentes intentos, completar la matrícula del automóvil de sus perseguidores, que acababa de memorizar.
El reportero les lanzaba ahora furtivas ojeadas a través del retrovisor cuando la conducción y la alineación de los demás vehículos lo hacían posible. El modelo de coche que empleaban sus perseguidores era vulgar, frecuente en Ucrania. Lo único que me ha permitido identificarlo. Añadió él para sus adentros, es una abolladura en el paragolpes delantero. La abolladura y su intuición.
Al cabo de un rato, Motulyak había deducido que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, obedecían instrucciones de espiarle, pero sin entrar en contacto con él. De momento se limitaban a controlar sus movimientos. Podría decirse que se trataba, por tanto, de una mera táctica preventiva, lo que indicaba al reportero que su labor periodística estaba aún lejos de incomodar verdaderamente a alguien. Refunfuñó. Tenía que perfeccionar la eficacia de sus indagaciones.
Hasta ese instante Motulyak había conducido con tranquilidad, aunque sin excederse en la calma, para que sus captores no se percataran de que habían sido detectados. Había preferido hacerse el vulnerable para que esos tipos se confiaran en su tarea, lo que aprovechó tras un giro para acelerar y perderse entre unas calles. Él sabía despistar. Pronto rodaba por la carretera sin compañías extrañas, libre de nuevo.
Eso los pondría nerviosos. Y cuando alguien se inquieta, aumentan las probabilidades de un paso en falso.
Itanich, … 2004
La destrucción me abre todas las puertas.
No puedo creer que esté atravesando los umbrales de la casa Rabínovich, un edificio cuyos secretos tantas veces soñé con desvelar.
Y ahora voy a entrar.
Ekaterina nos convenció de que su propietario era un espía ruso y durante un tiempo nos dedicamos a estudiar los movimientos que se percibían en la casa desde fuera.
Todo se nos antojaba sospechoso: unas cortinas que nunca se descorrían, el propio trabajo del señor Rabínovich, que era bibliotecario, la luz en la ventana de su buhardilla que siempre permanecía encendida hasta altas horas de la noche… A veces incluso nos turnábamos en la vigilancia.
Cada vez que acudía a la biblioteca a devolver o a coger un libro, yo desconfiaba de la amabilidad del señor Rabínovich, lo imaginaba ocultando documentos secretos entre las estanterías o intercambiando mensajes con otros agentes infiltrados en la población.
Ekaterina afirmaba que si él se llegaba a enterar de lo que sabíamos, nos mataría.
Ahora camino entre los restos de su hogar, tan domésticos que cuesta imaginar una vida emocionante. El fuego debió de arder aquí con especial furia; el señor Rabínovich seguro que guardaba muchos libros.
No ha quedado nada.
Tengo que encontrar algún libro. Necesito leer.