Nikolái había acudido a casa del periodista aquella tarde y, sin proponérselo, había terminado contándole lo sucedido durante el concierto de Lemondrops.
—Ahora entiendo tu actitud mientras regresábamos —Motulyak apuraba un vaso de vodka; chasqueó la lengua, satisfecho—. Perfectamente comprensible, desde luego. ¿Ni siquiera en una situación así bebes?
El reportero señaló desde el sofá la botella medio vacía que descansaba sobre un aparador próximo. El líquido todavía bailaba después de la generosa dosis que él se había servido.
Nikolái negó con la cabeza, aunque acabó aceptando la oferta:
—Beberé un poco, con naranja.
—¡Marchando!
Motulyak se levantó trabajosamente y se dirigió hacia la cocina mientras se rascaba la cabeza.
—Mujeres —llegó su voz hasta Nikolái—. Ni con ellas ni sin ellas…
El periodista volvió enseguida con una lata de un refresco de naranja, que impulsó hacia el muchacho imitando un lanzamiento de béisbol.
—Hazte tú la mezcla —se dejó caer sobre el sofá—. Así que ella aún no sabe que estás aquí…
—No —Nikolái maniobraba con el vodka—. Es que no estoy seguro de que sea una buena idea.
Motulyak enarcó una ceja.
—¿El qué? ¿Que os encontréis? Vaya tontería. Pues claro que tenéis que veros.
—¿Y si… —el chico se había ruborizado—, y si estropeo el recuerdo que ella tiene de mí?
El reportero se irguió para aproximar su rostro al del chico.
—¿Insinúas que prefieres mantener tu sueño intacto a la posibilidad de un instante real? Yo lo tendría claro: sacrificaría un año de recuerdos a cambio de una hora auténtica con Natalia. Una hora durante la que poder escuchar su voz, acariciar su piel, compartir sus pensamientos y los míos. Porque eso sí es real.
Nikolái descartó aquella comparación.
—No es tan sencillo —se defendió—. Tú no te expones a decepcionarla con ese encuentro. No arriesgas.
Motulyak lo meditó un instante.
—Interesante argumento —concluyó—. ¿Y cuál se supone que es el riesgo que tú corres?
—Ya te lo he dicho. Ekaterina tiene mucho que ofrecer.
—¿Y tú no?
Ni una leve vacilación mostró Nikolái en su respuesta:
—No.
—Pero si eres un tío inteligente y guapo… —procuró animar Motulyak—. Las chicas también son sensibles al físico, por mucho que digan lo contrario. Si lo sabré yo…
—Ekaterina no se fijará solo en eso. Ella es diferente.
—Ya veo. ¿Y en qué se fijará, si puede saberse? —lo señaló—. ¿En qué te fijarías tú si te reencontraras con una amiga después de siete años sin veros? Una amiga… de la que has estado enamorado todo ese tiempo, además.
Aquel repentino diagnóstico, tan certero y directo, avergonzó a Nikolái. Era la primera vez que alguien se atrevía a etiquetar el sentimiento que venía arrastrando desde que abandonara Ucrania. Ni siquiera él había logrado reunir la determinación suficiente para ser tan honesto consigo mismo.
Pero ahora se sorprendía al identificarse sin esfuerzo con ese dictamen. Amaba a su antigua amiga. De hecho, sin darse cuenta, con ella había descubierto el amor. Sonaba estúpido, pero era cierto.
Motulyak, con su habitual franqueza, había puesto nombre a la dolencia crónica que llevaba atosigándole tanto tiempo.
Nikolái detuvo sus reflexiones; todavía no había contestado y el reportero aguardaba su reacción.
¿En qué te fijarías tú si te reencontraras con una amiga después de siete años sin verla?
No se precipitó. Prefería dedicar unos minutos a pensar en aquel interrogante. Se trataba de una buena pregunta: ¿qué querría él comprobar aprovechando una hipotética cita con ella? En realidad, desde el preciso momento en que había descubierto a Ekaterina sobre el escenario, se había dejado deslumbrar por su espectacular aparición y casi había olvidado una de sus principales preocupaciones cada vez que soñaba con la posibilidad de cruzarse con ella: si habría cambiado con el transcurso de los años. Cayó en la cuenta de que lo razonable era pensar que ella compartiría la misma duda. Nikolái hubo de admitir con cierta sorpresa que no se le había ocurrido tal enfoque.
Había estado demasiado ocupado menospreciándose como para pensar en las inquietudes de ella.
—Supongo… —empezó por fin, vacilante—, supongo que yo me fijaría en si Ekaterina seguía siendo la misma de mis recuerdos.
—Bueno —observó Motulyak—. Si me llegas a decir que te fijarías en su cuerpo, me habrías decepcionado mucho, la verdad —soltó una carcajada—. ¿Y a qué conclusión te lleva eso, muchacho?
—Pues…
—Pues a que solo te interesará su presente en la medida en que esté vinculado con vuestro pasado —terminó por él el reportero—. Porque eso es lo que compartís. Luego lo que ella buscará en ti…
Nikolái se decidió a aceptar sin reservas aquella dirección:
—Será lo que conocía de mí hace siete años.
—Que no es exactamente tu vulgar presente, ¿verdad? —Motulyak se inclinó para palmearle la espalda—. Lo que compartíais en el pasado es lo que os convirtió en amigos, lo que despertó en ti esos sentimientos que ahora te siguen incordiando. La cuestión es: ¿conservas hoy algo de ese material que atrajo a Ekaterina?
Nikolái pensó en su carácter melancólico. Tampoco, a su juicio, había mucho más que recuperar.
—Creo… creo que sí.
—Pues anda —el reportero sonreía—. Dale una oportunidad a esa chica. ¿Me prometes que lo harás?
—No sé…
—Venga, dime que sí; necesito una justificación para volver a llenarme el vaso. Porque por algo así hay que brindar, evidentemente…
Nikolái no renunció a su prudencia:
—Lo… lo intentaré.
—Me basta —Motulyak alzó su vaso, de nuevo medio lleno, y lo apuró de un trago—. La vida es aventura, chico. En todos los sentidos.
Itanich, … 2004
Pasan los días.
Por fin me he atrevido a llegar a casa. A lo que queda de ella. Tenía que hacerlo, buscar la huella de mi familia.
Necesitaba llamar a la puerta de mi hogar.
Sentir que hay alguien que me espera. Pero ya no existe mi casa; tan solo ruinas, ventanas sin cristal que dan a un interior vacío. Paredes astilladas, el suelo sepultado de fragmentos. Y el mismo silencio que inunda las calles.
Si mis padres se encontraban aquí cuando se produjo el desastre, es imposible que sobrevivieran. Imposible. Empiezo a creer que nadie lo ha hecho.
Salvo yo.
Me gustaría poder llorar, pero no puedo. Mi casa es una tumba más. Una tumba sin cadáveres. Consumidos.
Aquí no queda nada para mí.
Recupero mi mochila, sucia pero milagrosamente intacta, y en ella voy guardando algunos restos del pasado que encuentro a mi paso, alimentos y otros objetos que me serán útiles. Mi mente comienza a funcionar.
No localizo ninguna foto que pueda completar mi equipaje.
Me dirijo como un autómata hacia las afueras. Mi avance lento me va aproximando hacia la silueta ennegrecida del bosque. Es un rumbo absurdo, innecesario. Busco huir.
Dejar a mi espalda el perfil carbonizado de los edificios.
—Ha sido un poco decepcionante —explicaba Nikolái, aludiendo a las primeras gestiones para su reportaje—. Yo esperaba encontrar bastante información, y lo único que se publicó fue una serie de artículos muy superficiales sobre la catástrofe.
Motulyak asintió.
—Suele pasar. Oficialmente, no hay censura, pero la realidad es otra y con ella tenemos que lidiar los que trabajamos en los medios de este país.
—¿No os rebeláis?
Motulyak sonrió.
—Me encanta ese empuje de la juventud. La experiencia te va enseñando que maniobrar es mucho más eficaz que fomentar confrontaciones directas.
—¿A qué te refieres?
—Si te niegas a plegarte a las instrucciones que impone la dirección de un periódico, pueden ocurrir tres cosas: que no publiquen tu artículo, con lo que no has conseguido nada salvo molestar al jefe; que lo publiquen revisado por un tercero, con lo que no controlas las modificaciones, o que te lo publiquen sin supervisión y, como consecuencia, sancionen al medio. Y entonces te juegas el puesto. Por eso es mucho mejor la diplomacia: así no te ganas enemigos y, mediante ciertas sutilezas, puedes escribir con libertad.
—Eso puedo entenderlo. Pero es que los artículos de Antónovich son tan sumisos…
—¿Antónovich? —el reportero parecía sorprendido.
—Es el periodista que hizo el seguimiento del incendio de Itanich.
—Caramba, así que fue Nachak. No lo recordaba.
—¿Nachak?
—Era su apodo juvenil —aclaró Motulyak—. De pequeños nos conocíamos bastante, pertenecíamos a la misma pandilla. Luego nos distanciamos para volver a coincidir, años después, como profesionales del sector. Manteníamos una relación cordial… hasta que se mató en un accidente —meneó la cabeza hacia los lados, recordando—. Fue una pena, porque por lo visto estaba trabajando en algo importante cuando le sorprendió la muerte. No era mayor, la verdad. Debía de rondar los treinta y ocho años. Un tipo honesto, muy buen profesional a pesar de la impresión que te han dejado sus textos… Pero es que a veces nos aprietan demasiado y cedemos, qué remedio.
Nikolái no aceptó aquella justificación:
—¿Y eso no es rendirse? ¿No es faltar a la ética del periodista?
El reportero se quedó mirándole.
—Mira, Nikolái —comenzó—, el idealismo está muy bien para la universidad, pero en la vida real no es una postura inteligente. Debes contemplar el asunto con mayor perspectiva.
—¿Qué quieres decir?
—Que transigir para evitar que te cierren la boca no es someterse: es una estrategia. ¿Qué te parece más eficaz: un corresponsal tan honesto que no tiene donde publicar o un testigo más permeable que, cediendo en algunos aspectos, sigue contando lo que ocurre? En ocasiones, pagar ese pequeño precio sale rentable si te permite mantener la voz.
Nikolái tuvo que admitir la coherencia de unas palabras que continuaban sin sonarle del todo bien.
—El fin justifica los medios —acusó—. Se trata de eso, ¿no?
—Bienvenido a la vida real, Nikolái. Ya que has venido aquí a aprender, estoy dispuesto a mostrarte cómo son las cosas a pie de calle. Las teorías, apréndelas en la universidad. Al final —concluyó el reportero—, eres tú quien tiene que decidir cómo actuar, cuál va a ser tu firma.
—Ya veo.
—Me gustaría —ahora Motulyak cambió de tema— que me acompañaras mañana a un lugar muy interesante.
Nikolái se encogió de hombros.
—Perfecto. Puedo continuar con mi reportaje por la tarde. ¿Dónde vamos a ir?
—Me han encargado unas fotos de la zona de exclusión de Chernóbil. Visitar ese territorio es impactante y te ayudará a entender la tragedia. No te lo puedes perder.
A Nikolái le resultaba familiar la expresión empleada por Motulyak.
—¿Zona de exclusión?
—Se trata del área que quedó tan contaminada por el accidente en la central nuclear que nadie ha vuelto a vivir allí. La retirada de población se hizo definitiva. ¿No te llevaron nunca tus padres cuando vivías aquí?
—No, pero sí debieron de contarme algo. Me suena.
Motulyak asintió.
—¿Qué te contaron exactamente del accidente, muchacho?
—Poco —aquel asunto era otro de los temas en torno a los cuales los padres de Nikolái se mostraban esquivos—. Sucedió en abril de 1986, ¿no? Creo que en esa central nuclear estaban experimentando algo cuando explotó uno de sus reactores, de madrugada. Se tardó en evacuar a la gente y la contaminación radiactiva provocó muchos muertos. La Unión Soviética, para variar, ocultó a la comunidad internacional la gravedad de los hechos.
—Debes saber que la central se encontraba a poco más de catorce kilómetros de la ciudad de Chernóbil —completó el reportero—. Años antes, al mismo tiempo que se construían las instalaciones nucleares, se levantaba otra población para alojar a sus trabajadores, Prípiat, a una distancia mucho menor, razón por la cual esta segunda ciudad sufrió con mayor intensidad los efectos radiactivos de la catástrofe. Hasta el punto de que, al contrario que Chernóbil, Prípiat no ha vuelto a ser habitada, y eso que en su momento llegó a tener cincuenta mil residentes. Hoy es una ciudad fantasma en medio de un área abandonada que cubre un radio de treinta kilómetros. Los niveles de contaminación dentro de esos límites siguen siendo altos, y se calcula que la zona no será habitable hasta dentro de nueve siglos.
Aquel dato impresionó a Nikolái.
—No tenía ni idea.
—Todo el mundo habla de la ciudad de Chernóbil, pero la que verdaderamente desapareció del mapa fue Prípiat. Ahora es como un campo minado; ahí está, pero casi nadie se atreve a pisarla. Allí quedaron los edificios, los vehículos… todo, tal como estaba en el mismo instante en que se ordenó la evacuación. Y tal cual siguen; nadie ha movido nada desde el ochenta y seis. Es impresionante. Jamás he escuchado un silencio tan rotundo como el que se percibe en sus calles vacías. Y eso que ahora, en cuanto anochece, los animales salvajes campan a sus anchas por allí. Es un paisaje sobrecogedor, una auténtica fotografía del pasado. Una fotografía envenenada.
—¿Y es a Prípiat donde tienes que ir mañana?
—Sí. Solicitando autorización, se permiten visitas rápidas. Si no superas el tiempo de permanencia estipulado, no hay peligro. Me han encargado un reportaje. ¿Me acompañarás, entonces?
—¡Claro!
—Necesitaré una fotocopia de tu pasaporte español o documentación que acredite tu nacionalidad ucraniana. La visita suele costar bastantes euros a los turistas, pero nosotros vamos a ir en calidad de periodistas, así que la revista correrá con ese gasto.