CAPÍTULO VIII

Itanich, … 2004

Eran varias personas. No sé si hombres o mujeres, pues llevaban trajes muy extraños que les cubrían todo el cuerpo, incluyendo la cabeza. He intentado acercarme a ellos, he echado a correr en su dirección a pesar de mi debilidad. Necesito ayuda y no he podido contenerme. ¡Presencias humanas después de tantas horas en soledad!

Han retrocedido. Han gesticulado. Han levantado unas armas que no había visto.

Me han disparado.

Al principio no lo podía creer. He continuado avanzando hasta que he sentido el impacto de una bala muy cerca de mí.

Estaban disparándome. A matar.

He tenido que huir. Es todo tan absurdo, tan irreal… ¿Dónde está mi mundo? ¿Dónde he despertado?

No me han seguido. Pero volverán. Ahora saben que estoy aquí. Y eso, ignoro la causa, constituye para ellos una provocación.

Acabo de descubrir que mi presencia supone una amenaza.

Acabo de descubrir que soy peligroso.

Volverán.

Me giro hacia el paisaje que me rodea. De improviso, este escenario ha pasado a convertirse en mi refugio. Debo prepararme. Debo ocultarme.

Porque regresarán… y mis fuerzas no me permiten huir.

estrella

Nikolái había regresado a su hostal. La casera le dedicó una mirada de alivio al verlo y él cayó en la cuenta de que no habían vuelto a hablar desde su visita al bosque Itanich.

—Tranquila —le dijo, de camino a su habitación—. Me encontré con el bosque de siempre. Nada más.

Aquella afirmación no era fiel a la realidad; una alambrada militar partía en dos el paisaje de su infancia, instaurando una guerra fría entre sus recuerdos y el presente.

Nikolái entró en su cuarto, cerró la puerta a su espalda y se acomodó sobre la cama. Alcanzó el ordenador portátil. Al menos, aquel alojamiento disponía de wi-fi.

Primero consultó su correo electrónico y accedió a Facebook, actualizó su «estado», leyó comentarios y respondió a varios mensajes; entre otros, uno de su entrenador de fútbol. Después decidió meterse en materia y buscó los datos del periódico donde Antónovich había publicado los artículos sobre el incendio, el Ukraina Moloda. Dada la escasa información oficial, consideró que la mejor opción era ponerse en contacto con el propio periodista para entrevistarle. Por muy prudente que el tipo se mostrara, seguro que sacaba detalles interesantes para su trabajo.

Localizó el teléfono del periódico. Decidió emplear su móvil, sería una conversación muy breve.

Ukraina Moloda buenos días —saludó una voz femenina.

—Hola —respondió Nikolái—. Quería hablar con Serguéi Antónovich, por favor.

Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea.

—¿Antónovich? —repitió la voz, algo menos aséptica—. ¿Serguéi Antónovich?

—Sí, trabaja para ese periódico, ¿no?

—Ya no. Lamento comunicarle que falleció hace tres años, señor.

—Vaya… —Nikolái no sabía qué añadir. La noticia le había pillado en fuera de juego—. ¿Tan mayor era?

—Fue en un accidente —completó la mujer—. De moto. Una desgracia.

—No tenía ni idea. Es muy triste, sí. Bueno —no sabía ni cómo continuar la conversación—, gracias de todos modos.

Se despidió y colgó. Desde luego, la charla había sido breve, en efecto.

Se quedó tumbado en la cama, meditabundo. Acababa de quedarse sin el cauce más eficaz para obtener información sobre la catástrofe de Itanich. Un mal comienzo.

Los minutos transcurrieron. No se encontraba lo suficientemente creativo como para decidir nuevas estrategias. Optó al fin por ceder a su inquietud más poderosa: Ekaterina.

Atrapó de nuevo el portátil y accedió a Google. Al menos obtendría más datos sobre ella. No podía quitársela de la cabeza, quería saberlo todo sobre su vida por si finalmente llegaba el momento de enfrentarse a sus ojos. Empleó los parámetros «Matrioska», «Rebecca Welsh», «Lemondrops».

Pronto descubrió entradas que hacían referencia a conciertos del grupo en diferentes lugares de Estados Unidos, pero donde se detuvieron sus pupilas fue en una única dirección:

www.rebeccawelsh.com

Así que Ekaterina tenía una página personal. Nikolái apenas tardó unos segundos en entrar en ella y comenzar a engullir toda la información contenida en la web. Así se enteró de que Ekaterina vivía en Nueva York (un piso compartido en la zona del East Village, cerca de Saint Mark) y estudiaba literatura comparada en la Universidad de Columbia —adivinó su predilección por los autores rusos—, aunque su reciente éxito con la música le hacía viajar constantemente dentro del país.

Lemondrops había tocado durante el último año en Boston, Nueva York, Salt Lake City, Chicago y varias ciudades de California. La invitación que había recibido el grupo dentro de los eventos programados en el homenaje a las víctimas de Chernóbil suponía su primer concierto fuera de Estados Unidos, motivado por la doble nacionalidad de su vocalista.

Nikolái comprobó que los conciertos de Lemondrops todavía se celebraban en sitios con aforos de tamaño medio, pero por lo visto su número de fans iba creciendo cada día.

Nikolái interrumpió sus pesquisas, colapsado de improviso por una imagen que acababa de aparecer en la pantalla de su portátil: la carátula del primer cedé de Lemondrops (The Shadow out of Time., disponible en Amazon desde hacía dos meses.

Su diseño consistía en el primer plano de la matrioska sobre fondo negro. De la matrioska. Nikolái, que guardaba celosamente la suya, idéntica aunque de menor tamaño que la que se quedara su amiga aquel lejano día de 2004, no necesitó comparar esa fotografía con su muñeca para confirmar la impresión que le había provocado enfrentarse a aquella imagen.

Ekaterina había empleado la matrioska antigua, la elegida para el juramento durante la despedida, para concebir la carátula del primer cedé de Lemondrops.

Qué fuerte.

Incluso el título de aquel álbum guardaba reminiscencias con lo sucedido tras la despedida del grupo.

Nikolái, impactado, repasó la lista de canciones contenidas en el cedé.

Matrioska figuraba en primer lugar y Otros títulos eran Uncertain Horizons. Echos from Silence y Broken Stories.

El chico despertó de su ensoñación. Quieto, callado, no apartó los dedos del teclado de su ordenador; se dejó dominar por la necesidad de recorrer con los ojos las letras de aquellas nuevas canciones que parecían llamarlo desde su parpadeo en el monitor.

Ekaterina había regresado. Definitivamente. Y Nikolái descubría que, al igual que él, ella nunca había terminado de irse del todo de esas frías tierras alejadas del mundo.

Ambos habían dejado un trocito de corazón en el bosque Itanich. No muy lejos de donde reposaban los restos de Dimitri.

Nikolái alzó la vista. Por primera vez se planteó si en realidad, aunque fuera espiritualmente, habían logrado cumplir el juramento. Tal vez jamás se habían separado del todo.

estrella

Karol Viridik apoyaba los codos sobre la mesa de su escritorio. Su rostro enjuto, vagamente agorero, no exteriorizó ninguna sorpresa ni recelo al encontrarse con la figura del reportero, que atravesaba en ese momento el umbral de su despacho. Político profesional, no estaba dispuesto a mostrar sus cartas. Erguido en un sillón de respaldo alto, alzó los antebrazos y ahora, juntando las yemas de sus dedos como si se dispusiera a orar, se dedicó a contemplar a su visitante en silencio. A espaldas de aquel gigante recién llegado, que aguardaba de pie frente a la mesa, la secretaria cerró la puerta.

—Siéntese, señor Ravek.

El periodista obedeció.

—Muy aburrido tiene que estar para venir a verme por un asunto así.

Motulyak frunció el ceño.

—¿Cómo sabe de qué asunto se trata? Aún no se lo he explicado…

—Venga, dejémonos de rodeos estúpidos. Ambos conocemos este tipo de juegos.

—Sí, pero no estoy tan seguro de que el «asunto» sea tan poco importante para usted.

—Me parece un asunto… inexistente. Carece de relevancia, créame.

El reportero esbozó una sonrisa.

—Nadie lo diría, a juzgar por la rapidez con que me ha recibido.

Viridik afiló sus ojillos.

—Lo he hecho como cortesía, para que no pierda el tiempo y, sobre todo, para que no me lo haga perder a mí.

—Prefiero decidir por mí mismo a qué dedicar cada una de mis horas.

Viridik se encogió de hombros.

—Usted mismo. Pero no me complique la vida, bastantes líos tengo ya.

Motulyak fue al grano:

—¿Me va a explicar la razón de su encuentro con el general Petrov?

Viridik meneó la cabeza.

—No hay mucho que explicar. Ya sabe que estoy muy interesado en el desarrollo urbanístico de esta región. Y el ejército es propietario de muchas parcelas que apenas utiliza.

¿En el desarrollo urbanístico?, pensó Motulyak. En lo que estaba interesado aquel político era en hacerse rico como intermediario en operaciones de amplio presupuesto.

—O sea, que se reunieron para negociar un traspaso de propiedades —tradujo el periodista, fingiendo una credulidad inofensiva.

Viridik asintió.

—Yo ofrecí al general la posibilidad de que la administración a la que represento comprara, a un precio razonable, varios terrenos militares.

—¿Y…?

—No hubo acuerdo. Pedía demasiado dinero.

Motulyak suspiró.

—Me extraña que usted se rindiera tan pronto. No suele hacerlo.

Viridik soltó una breve risa. Su sillón rechinó al sufrir el movimiento convulso de aquella espalda estrecha.

—Veo que ha estudiado mi trayectoria —aceptó—. Es cierto: cuando me fijo en algo, no suelo detenerme hasta que lo consigo. Pero —extendió los brazos en ademán resignado— el ejército es un adversario difícil. Una retirada a tiempo ahorra muchos problemas. Y muchos gastos. Hay que saber cuándo parar, ¿sabe? Yo sé esperar. Al final siempre gano.

Motulyak meditó unos instantes.

—De todos modos, su explicación no justifica las circunstancias de la reunión.

—¿Se refiere al lugar donde la celebramos?

—Y a la hora.

—No tengo nada que ocultar. Fue el general quien me pidió un lugar discreto.

—No entiendo por qué. El asunto era legal. No había ninguna necesidad de evitar que la entrevista trascendiera.

Ahora el político torció los labios en un gesto conspirador.

—¿De verdad no lo intuye? —bajó la voz—. Esperaba más de usted, señor Ravek. ¿Acaso está perdiendo su olfato periodístico?

El reportero valoró el alcance de aquellas palabras.

—¿Insinúa… insinúa que el general quería sacar tajada del acuerdo?

Viridik amplió su sonrisa depredadora. Volvió a hablar en susurros:

—En estas operaciones, todo el mundo quiere su… comisión —reconoció—. Despierte, esto es la vida real. Sin sobornos, la burocracia frenaría todos los proyectos. Y las personas que tienen poder de decisión lo saben muy bien.

—Ya veo.

Motulyak mostraba un gesto decepcionado. Había llegado hasta allí a la caza de un caso suculento que sacar a la luz y se encontraba con un simulacro de corrupción demasiado vulgar.

—Le dije que perdía el tiempo —advirtió Viridik desde su extremo de la mesa al captar su escaso entusiasmo—. El negocio no se llevó a cabo, así que ni siquiera tiene un mínimo escándalo que llevarse a la boca. Por supuesto, negaré haber mantenido esta conversación con usted.

Motulyak maldijo por lo bajo.

—Da asco cómo funciona todo.

—No me eche a mí la culpa; yo no inventé las reglas del juego, solo me adapto a ellas.

—Un político debería ser menos cínico.

—De momento, el cinismo no es delito, ¿verdad?

El periodista se levantó de su asiento y, sin despedirse, se dirigió a la puerta.

—Señor Ravek —llamó el político.

El aludido se volvió.

—¿Cómo supo que me iba a reunir con el general Petrov?

—Un periodista nunca revela sus fuentes, señor Viridik. Ándese con cuidado.