Itanich, … 2004
Sigo vivo. He vuelto a despertar de un segundo desvanecimiento. Lo que concebí como una pesadilla es la realidad. El mismo escenario.
De aquí no puedo huir.
Mi cuerpo también ofrece el mismo aspecto y la piel no deja de desprenderse. Continúo perdiendo pelo a mechones.
Sé que me estoy muriendo. Tengo que estar muriéndome.
Consumo mis pocas energías en escribir, con la letra arrugada que permiten mis dedos heridos.
Alguien leerá estas líneas. Tarde o temprano.
El silencio continúa. Está todo tan quieto, tan inerte…
He caído en la cuenta de que no hay pájaros.
Recorro un enorme cadáver. El pueblo se ha convertido en un inmenso cadáver humeante.
He encontrado alimentos, pero apenas puedo tragar. Bebo mucha agua. No veo a nadie. El pueblo ha sido aniquilado. ¿Soy el único superviviente? ¿Por qué sigo vivo si nadie más lo ha conseguido?
Lo único que recuerdo es el estruendo de una explosión. Después, nada, mi propia imagen avanzando como un sonámbulo por este paisaje demencial.
Voy descalzo, es tal el dolor de mi cuerpo que no me había dado cuenta.
Reanudo mi rumbo hacia el hogar. Pienso en mi familia. ¿Estaban en casa cuando sucedió todo? ¿Se han salvado? Me atormenta esa duda, es lo que impulsa cada uno de mis pasos.
Al menos Ekaterina y Nikolái se fueron a tiempo. Sé que ellos están bien. He perdido la matrioska. Si recupero las fuerzas, volveré al lugar en el que amanecí. Debo encontrarla. Necesito su compañía. Al menos la de ella.
¿Dónde está mi familia?
Debo dejar de escribir. He escuchado, por primera vez en muchas horas, un ruido.
¿Hay vida en este desierto?
29 de diciembre de 2011
Motulyak, desde el otro lado del mostrador, comenzó su interrogatorio discretamente.
—¿Y le va bien el negocio?
—No me puedo quejar, señor. Tal como están las cosas…
El reportero estudió el rostro redondo del tendero mientras valoraba sus primeras impresiones. Se trataba de un individuo correcto, pero no excesivamente cordial. Aquello no iba a ser fácil.
—Porque usted es el dueño, claro.
—Así es.
—El local es amplio —Motulyak paseó su mirada por aquel lugar—. Muy amplio.
Identificó la mesa y las sillas donde se habían sentado Karol Viridik y el general Petrov.
—¿Qué desea, señor?
Motulyak aprovechó que no había ningún otro cliente en la tienda:
—No he venido a comprar comida, señor Latrek.
—Lo suponía.
Ahora el gesto del comerciante adoptó una mueca desconfiada.
—Mire, no voy a andarme con rodeos. Me llamo Motulyak Ravek, soy periodista y sé que hace unos días se celebró aquí una reunión… —eligió bien sus palabras— con protagonistas conocidos, por decirlo de algún modo. Usted ya me entiende.
—No, no le entiendo. No sé de qué me está hablando. Esto es una simple tienda.
Pero su esfuerzo por no exteriorizar sorpresa había resultado insuficiente para los atentos ojos del reportero, que detectaron una reacción que poco tenía que ver con la curiosidad o la convicción; se trataba de una pose defensiva.
Aquel individuo ocultaba algo.
—Tengo pruebas —advirtió Motulyak—. Fotografías donde se ve claramente lo que le estoy contando. No me haga perder el tiempo.
—Si no quiere perder el tiempo, será mejor que se vaya.
El tono del vendedor se había vuelto gélido. Inclinado hacia delante, apoyaba sus musculosos brazos sobre el cristal del mostrador, en una actitud intimidante que no logró su objetivo. La corpulencia de Motulyak era demasiado sólida.
—Solo le estoy pidiendo que me facilite algo de información sobre ese encuentro, nada más —insistió el reportero, apaciguador—. Todo va a salir a la luz. Si colabora, le garantizo que le dejaremos al margen. No mantendré esta oferta, y su implicación en según qué asuntos podría arruinarle el negocio.
Aquello era un farol, y bastante burdo. Motulyak no tenía ni idea de si había algo ilegal detrás de la sospechosa cita del político con el militar. Pero tenía que intentarlo.
—Váyase —le ordenó el comerciante—. Lárguese antes de que pierda la paciencia.
Motulyak asintió. Ese tipo se sentía muy seguro bajo la protección de Viridik; no le sacaría nada por mucho que le presionara.
—Volveremos a vernos, señor Latrek —se despidió—. Y entonces recordaré que no ha querido ayudarme.
El periodista salió, muy digno, del establecimiento. Había descubierto sus cartas al manifestar que disponía de fotos comprometedoras, lo que no constituía una primera jugada especialmente brillante. El caso es que no contaba con mejores recursos para seguir el rastro de su corazonada, así que tampoco podía exhibir una mayor sutileza en sus maniobras.
Otra cuestión era que ese tipo se hubiese creído que él disponía de aquel material. A fin de cuentas, no había llegado a mostrar las imágenes. Aunque —cayó en la cuenta, contrariado— el hecho de que él mismo estuviera al corriente de la reunión entre Viridik y Petrov otorgaba una peligrosa credibilidad a su amenaza.
—He cometido un error de principiante —murmuró para sí mismo—. Me he hecho visible sin tener todavía un objetivo claro. Me he puesto en evidencia.
Ese tropiezo le colocaba en una posición vulnerable; Latrek ya estaría llamando al político para comunicarle la visita del periodista. Y si Viridik movía hilos entre las altas esferas, cortarían las alas a Motulyak para impedirle que siguiera metiendo las narices en aquel asunto. Con una simple llamada, Viridik podía conseguir que las principales revistas dejaran de hacerle encargos. Y eso no podía permitírselo.
El vil metal, siempre el vil metal.
Decidió que necesitaba un vodka. Un buen trago le ayudaría a clarificar las ideas, a esbozar su próximo movimiento. Quedaba mucha partida por delante y no estaba dispuesto a que aquel político sin escrúpulos se saliese con la suya.
Había que destapar la verdad, fuera cual fuese.
Alguien tiene que hacerlo. Se dijo. Una filosofía que le había provocado varios enfrentamientos con su novia, Natalia, mucho más prudente que él. Mucho más práctica, en definitiva.
Estoy flipando.
Nikolái paseaba por las calles próximas a su alojamiento con semblante ausente. Necesitaba tomar el aire, ventilar su cabeza. Le apetecían muchas cosas y muy distintas: gritar, callar, llorar, reír… lanzarse como un desesperado a buscar a su amiga antes de que desapareciera de nuevo, ahora que sabía que ella estaba cerca, y al instante siguiente emprender la huida, eludir un reencuentro que, no se engañaba, podía destruir la idealización de Ekaterina que su corazón se había dedicado a elaborar a lo largo de los últimos años.
Porque eso podía suceder. Fruto de esa idealización, fomentada por una separación de trazo definitivo, Nikolái había ido dotando a su amiga, en su memoria, de una perfección irreal. Su romanticismo le había llevado a ello, y por eso mismo ninguna otra chica había podido enfrentarse con éxito a su recuerdo. No era posible vencer a una leyenda.
El contundente poder de un amor platónico, el chico lo vio con claridad.
Y ahora Nikolái se enfrentaba a la auténtica Ekaterina. Le aterraba la posibilidad de una decepción, un insospechado temor que solo se había hecho patente al materializarse un nuevo encuentro con el que, siendo honesto, ya no contaba a pesar de sus búsquedas.
Durante la noche apenas había logrado dormir, abrumado ante la dimensión de su descubrimiento. No dejaba de pensar en su amiga. Seguía alucinando mientras recreaba el sensual cuerpo adulto de ella sobre el escenario.
Ekaterina había vuelto.
Esa coincidencia en sus respectivos retornos a Ucrania, después de siete años, resultaba apabullante. Así de sencillo. No lograba controlar la efervescencia de sus sentimientos, desatados después de tanto tiempo.
Y ahora ella estaba allí, muy cerca. Sus realidades volvían a rozarse, sus existencias compartían de nuevo escenarios y acontecimientos.
Él no había tenido valor para delatar su presencia a Ekaterina durante el concierto. Todavía no. Antes de dar un paso tan trascendental, necesitaba confirmar que ella seguía siendo la misma. Sí, la letra de su canción Matrioska atestiguaba que no había renunciado a su historia. Pero eso no implicaba que ella se mantuviera igual, ni siquiera que tuviese verdadero interés en recuperar algún retazo de aquel pasado entrañable que le servía de inspiración para su música.
Tal vez, Ekaterina tampoco querría arriesgarse a una decepción. A fin de cuentas, Nikolái era un vulgar universitario español que jugaba al fútbol, como tantos otros, y ni siquiera sus calificaciones eran especialmente buenas.
A los catorce años todo el mundo parece una joven promesa, y ellos ofrecían esa imagen cuando se reunían en los columpios de Itanich. Ahora, siete años después, a Nikolái le aterrorizaba la posibilidad de no estar a la altura. Ella era guapa, inteligente y probablemente conocida en los círculos modernos de su país. Ekaterina podía exigir, podía elegir.
Ella estaba triunfando.
Nikolái titubeaba. Quizá lo más conveniente era simular que nada había ocurrido, que el encuentro no se había producido —de hecho así había sido gracias a su prudencia—, y que cada uno reanudara su camino.
Maldijo por lo bajo. Todo el mundo se pasa la vida soñando, se le alienta a que sueñe, pero a nadie se le prepara para el caso de que sus sueños se cumplan. Y ahora Nikolái se asomaba a un abismo sin la suficiente convicción.
Tenía miedo. Ese giro en sus circunstancias estaba a punto de abrumarle. Desorientado, nada le había confesado a Motulyak, y eso que el reportero le había preguntado al respecto durante su regreso del concierto. El cambio en la actitud del chico era tan evidente… Pero Nikolái mantuvo su silencio.
«Ya se me había olvidado que eres un joven melancólico», había comentado el periodista mientras se dirigían a sus coches, respetando su mutismo.
Nikolái determinó que necesitaba algo de tiempo antes de tomar una decisión. Y es que tampoco se sentía capaz de renunciar a la oportunidad de ver a su amiga. Por lo pronto, había averiguado que se quedaría en Ucrania cuatro días más —ella había llegado desde Estados Unidos el veintidós de diciembre—, y el nombre del hotel en el que se hospedaba, el Sebastopol (¿era una coincidencia que se tratara de un alojamiento muy próximo al bosque Itanich?), en un pueblo llamado Vasilivka. Eso le daba margen de maniobra para tomar una decisión.
Mientras tanto, le vendría bien distraerse con el reportaje. Debía ocupar su mente.
La secretaria, ocupada en sus papeles, alzó la vista, impresionada ante la enorme silueta que acababa de aparecer por la puerta.
Motulyak llegó hasta su mesa en pocas zancadas.
—Buenos días —saludó él, sacudiéndose los restos de nieve que cubrían los hombros de su cazadora de cuero.
Un ligero aliento a alcohol empañó su saludo y llegó hasta ella, que alejó la cara con disimulo. Su rostro mostraba ahora un gesto de recriminación.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle?
—Me interesaría concertar una entrevista con el señor Viridik.
La mujer suspiró mientras atrapaba un volumen de tapas verdes. Meneó la cabeza hacia los lados.
—Espero que no sea muy urgente. El señor Viridik tiene la agenda muy complicada…
Lo de siempre. Pensó Motulyak. Aun antes de saber el propósito de mi solicitud, la primera reacción es una negativa.
—Pues el caso es que se trata de un asunto que corre cierta prisa.
Ella, parapetada tras su escritorio, reafirmó su advertencia:
—Lo que le decía —no apartaba los ojos de la agenda—. Imposible hasta dentro de tres semanas. Como mínimo.
Cuánta estupidez. Ni que Viridik fuera el presidente de la República.
—No me sirve, lo siento —insistió amablemente—. Necesito hablar con él mucho antes. No puedo esperar tanto.
Ahora la secretaria sí le miró a los ojos, con suficiencia.
—Pues ya me ha oído, no puedo hacer nada. ¿De qué se trata?
—Es un asunto personal.
—Me temo que tendrá que esperar a que…
—Consúltelo con el señor Viridik, por favor. Seguro que me hace un hueco —advirtió—. Me llamo Motulyak Ravek. Dígale mi nombre, eso bastará.
El reportero había trabajado en varios casos importantes hacía varios años, escándalos que habían salpicado a todos los partidos. Seguro que aquel político lo identificaba al momento. Además, Motulyak seguía convencido de que el comerciante de la tienda de alimentación le habría llamado esa misma mañana.
La secretaria, por su parte, parecía reacia a considerar que la petición de aquel enorme borracho —ella ya lo había catalogado como tal— pudiera resultar de interés para su jefe. Por fin, a regañadientes, descolgó el teléfono de su mesa, presionó tres botones y aguardó, al tiempo que indicaba a Motulyak que tomara asiento.
El periodista obedeció. Al poco rato distinguió su apellido entre los murmullos que la mujer emitía al hablar con su interlocutor. La secretaria colgó al cabo de unos segundos, la conversación había sido breve.
—El señor Viridik le recibirá en unos minutos —comunicó, con una mueca que a duras penas ocultaba su irritación.
¿Por qué, en casos como aquel, los empleados interpretaban como una especie de derrota la confirmación de lo que les había advertido el visitante? Era algo que nunca entendería Motulyak. Una simple disculpa hubiera sido más razonable.
—Gracias —se limitó a responder desde su asiento.
Motulyak sonreía ahora, satisfecho. Los políticos tendrían que aprender que la impaciencia es el indicio más comprometedor. El hecho de que Viridik hubiera reaccionado de forma tan rápida a su solicitud ratificaba la corazonada del periodista de que sus pasos le estaban acercando a algún asunto delicado.
Como un auténtico sabueso, ahora que había captado el olor no soltaría su presa.
Se preparó mentalmente para el encuentro. Había sido durante su regreso de la entrevista con el comerciante Latrek cuando había decidido que, dado que ya había delatado sus movimientos, no tenía sentido postergar un contacto directo con Karol Viridik. En uno de sus bolsillos llevaba un pendrive con las fotos de la reunión clandestina en la tienda de alimentos, para el supuesto de que no le tomaran en serio.
Un argumento de peso, se dijo. La única lástima era que no tenía ni remota idea de lo que la visión de aquel material podía provocar en el político.