28 de diciembre de 2011
Las primeras gestiones de Nikolái para su reportaje no habían arrojado resultados prometedores.
En el año 2004, la prensa local no contaba con edición digital. Por ello, aparte de comentarios en algunos blogs no oficiales, Nikolái apenas encontró referencias sobre el incendio en internet —algo que de todos modos no entendía, dada la envergadura de la catástrofe—, así que tuvo que encaminarse hasta la hemeroteca de una ciudad cercana. Allí sí encontró lo que buscaba. No obstante, la escasez de información se mantenía; unos pocos artículos publicados en el mismo periódico, el Ukraina Moloda durante los días siguientes al incendio, y después, nada.
El muchacho supuso que la causa de tanto hermetismo podría estar en la tradicional costumbre soviética de ocultar a la comunidad internacional cualquier episodio que pudiera estropear la reputación del país.
—Nunca pasa nada —murmuró, decepcionado—. Aquí nunca pasa nada. Aunque pase.
Nikolái estudió la primera noticia publicada —con fecha de nueve de marzo de 2004—, sorprendentemente breve.
La noticia venía acompañada de una foto en la que se veían varios árboles chamuscados y, de fondo, la silueta oscura de algunos edificios en llamas. La calidad de la imagen era muy mala; incluso el encuadre, con las casas demasiado lejos y unos tristes árboles humeantes en primer plano, delataba un trabajo muy poco profesional. Nikolái se fijó en el pie de aquella fotografía:
Imagen facilitada por las tropas de emergencia.
Eso justificaba un resultado tan pobre a la hora de reflejar la catástrofe. Al muchacho le hizo ilusión comprobar cómo su formación periodística le iba permitiendo valorar aspectos que hubieran escapado a un profano en la materia. No tardaría mucho, con un poco de suerte, en publicar sus propios reportajes.
El artículo lo firmaba un tal Antónovich, el mismo autor de todas las noticias que se publicaron sobre el incendio. Teniendo en cuenta que no se había difundido más información, aquel periodista había actuado como una suerte de portavoz durante las semanas posteriores a la tragedia. La única voz autorizada. Qué típico.
Nikolái odió aquella actitud tan calculadora, esa tendencia al control que Ucrania había heredado de su pasado soviético. Refunfuñó. Con tan pocos datos no iba a poder escribir un buen reportaje. Confió en que encontraría más material en el resto de los periódicos que tenía encima de la mesa.
Siguiendo un orden cronológico, abrió uno tras otro los ejemplares del mismo diario hasta que localizó otra noticia sobre el incendio. Antónovich aprovechaba el segundo texto —fechado el once de marzo— para aclarar la causa del fuego y justificar su vertiginosa propagación:
Nikolái asintió. El tono que empleaba Antónovich en aquel artículo era menos crítico que el del anterior. Se limitaba a argumentar la negligente labor llevada a cabo para controlar el incendio y salvar a los vecinos. El periodista ya no atacaba a las autoridades ni a las unidades de emergencia.
—¿Te vendiste? —susurró el chico mientras buscaba el tercer periódico—. ¿Cediste a la presión, publicaste lo que te pidieron, lo políticamente correcto? Quizá te amenazaron, aquí son capaces de todo.
Nikolái conservaba intacto el idealismo sobre la profesión de periodista, un aspecto que compartía, sin saberlo, con Motulyak. Por eso le decepcionó aquel segundo texto. Consideraba que el compromiso de un reportero, de un corresponsal, era con la verdad; a menudo, la prensa era la única voz de las víctimas. El mundo solo se entera de lo que los medios denuncian. Se dijo. Lo demás es invisible.
Y lo invisible no ha sucedido.
—Tal vez sí fuiste honesto —se planteó Nikolái—. Y fue tu redactor jefe, pensando en las represalias que podían tomarse contra el periódico, quien censuró tu artículo. Eso también suele ocurrir, o eso dicen en la facultad.
Tampoco aprobaba aquella posibilidad, porque, a la vista del contenido del tercer texto, Antónovich aceptó la censura y continuó acatándola.
—Yo me hubiera negado a seguir con este encargo —aventuró—. No hay que perder la dignidad.
La tercera noticia —quince de marzo—, igual de aséptica que la anterior, volvía a incidir en las circunstancias de la tragedia, todas aparentemente fortuitas.
Como en Pompeya con la erupción del Vesubio, recordó Nikolái.
Sí, no había duda. A Antónovich debían de haberle llamado la atención desde las altas esferas, pues en sus artículos ya no se detectaba ninguna intención de depurar responsabilidades. Todo ofrecía un aspecto sumamente accidental y su crónica de lo sucedido se limitaba a una descripción pacífica, inofensiva.
—Sumisa con las autoridades —sentenció el chico—. Justo la actitud que no debe adoptar un medio de comunicación independiente.
Demasiados muertos para una cobertura tan neutra. No parecía casual que Antónovich tan solo hubiera hecho referencia al número de víctimas mortales en su primer artículo.
Porque ese dato sí era alarmante. Un incendio que diezma un pueblo entero, por escaso que sea su número de habitantes, no puede sepultarse bajo un cúmulo de noticias cotidianas. Pero lo habían hecho. Tres semanas más tarde, según la fecha del último texto publicado, dejó de facilitarse información sobre la tragedia de Itanich.
Asombroso.
En el fondo, constatar aquello estimuló al chico. Por un lado, porque el hecho de que su amigo Dimitri hubiera sido una de las víctimas le obligaba a exigir mayor rigor en la valoración del suceso, y por otro, porque una narración tan poco objetiva le permitiría enfrascarse en una tarea de investigación mucho más interesante que la mera recopilación de datos para su trabajo universitario.
Nikolái se planteó estudiar la cobertura informativa del incendio de Itanich para llevar a cabo un análisis sobre la manipulación de la opinión pública a través de la prensa escrita. Seguro que a su profesor le gustaba mucho más esa idea que el planteamiento inicial.
Consultó su reloj. Tenía el tiempo justo para comer antes de dirigirse a su cita con Motulyak.
El sargento Lotski, de cuclillas, estudiaba una huella sobre la nieve. Resguardada entre unas piedras, el viento no había logrado disolverla todavía. Su trazado se distinguía con nitidez, desafiante.
—¿Un rastro del Chudovishche mi sargento?
El aludido se volvió hacia el chico que había hecho la pregunta.
—Eso son leyendas, soldado. Buscamos indicios de allanadores. Simplemente.
El soldado adoptó una mueca escéptica.
—Mi sargento, ¿quién va a querer entrar en esta zona abandonada? ¿Y por qué se están utilizando perros para esta inspección?
El suboficial frunció el ceño.
—¿Está poniendo en duda el objetivo de esta misión?
El muchacho bajó la mirada.
—No, señor. Lo único que pretendía…
Lo único que pretende es entender lo que le sucedió a Biriukov. Pensó el sargento. Como todos.
La muerte del soldado se había convertido en un tema tabú, censurado por el cuadro de mando, aunque entre la tropa circulaban todo tipo de rumores. La familia del fallecido, además, aún no había conseguido ver el cadáver.
—Concéntrese en el trabajo —se limitó a ordenar el sargento— y deje de hacer preguntas. El coronel Volkov ha insistido en que no quiere a nadie dentro del recinto en media hora.
—Sí, mi sargento. Pero…
—Pero qué.
—¿Pero cómo entró en el recinto militar el supuesto intruso?
Los dos observaban ahora la silueta de la alambrada entre los árboles. ¿Cómo se superaba aquella barrera de tres metros de altura recorrida por patrullas las veinticuatro horas del día? Ni siquiera habían encontrado alambre cortado.
—Buena pregunta —contestó Lotski—. A lo mejor sirviéndose de algún árbol…
—Eso es una estupidez.
El sargento no estaba dispuesto a alentar suspicacias.
—Las huellas parecen dirigirse hacia el pueblo fantasma, mi sargento. ¿Nos acercamos?
El superior negó con un gesto.
—Korostik queda demasiado lejos para el margen de tiempo con el que contamos, y tampoco disponemos de autorización. Acabemos de una vez nuestra tarea y larguémonos, ¿entendido?
El sargento no supo disimular su incomodidad. Ese lugar le ponía nervioso, no podía evitarlo. Los episodios oscuros vinculados a aquella zona se iban acumulando, y él mismo empezaba a plantearse si había algo de cierto en la leyenda del Chudovishche.
Aunque, en tal caso, ¿dónde se ocultaba esa criatura, dónde se hallaba su cubil? ¿Qué era, y de dónde había salido?
—Mi sargento… —el chico carraspeó—. ¿Me permite una última pregunta?
Lotski resopló, fingiendo una irritación que en el fondo no sentía.
—Va a terminar con mi paciencia, soldado. Hable de una vez.
El muchacho obedeció:
—Biriukov pertenecía a una unidad especial. ¿Qué estaban haciendo en el bosque Itanich? Nadie parece saberlo…
El suboficial, que había vuelto a inclinarse sobre la huella para ocultar su desconcierto, se irguió y avanzó unos pasos hasta el soldado. Se quedó mirándole, muy serio.
—Le voy a dar un valioso consejo que no debe olvidar —anunció—: Hacer demasiadas preguntas es el modo más eficaz de meterse en problemas. Yo no los busco, ¿y usted?
—Yo… yo tampoco, mi sargento.
—Pues cierre la boca. O se la cerrarán otros.
Cuando Motulyak y Nikolái llegaron hasta el pabellón donde se iba a desarrollar el concierto, ya había mucha gente concentrada. Alrededor de dos mil personas ocupaban las posiciones de mejor visibilidad, y otras tantas, procedentes de diversos lugares, iban acomodándose desde los accesos.
El escenario estaba preparado y unos grandes estandartes se habían desplegado en los laterales para mostrar la lista de víctimas de la catástrofe de Chernóbil, a cuya memoria se dedicaban los dos días de homenajes. Aquellas solemnes series incluían no solo los nombres de muertos y heridos ocasionados directamente por la avería en el reactor nuclear, sino también los que habían sucumbido a las secuelas, fallecidos por lesiones y diferentes tipos de cáncer hasta el año 2011. También se había colocado un atril, desde donde algún político leería un manifiesto de apoyo a las familias de los damnificados.
El ambiente festivo no ocultaba la tragedia que se pretendía recordar.
Los equipos técnicos, mientras tanto, ultimaban las pruebas de sonido e iluminación. El comienzo del concierto era inminente.
—¿Quién toca hoy? —preguntó Nikolái, que no había tenido ocasión de informarse, demasiado pendiente de sus propios asuntos.
—¿No has hecho los deberes? Un periodista siempre se documenta antes de acudir a un trabajo.
Motulyak sonreía a pesar de su reproche.
—Perdona, pero todavía me siento como si estuviese aterrizando. Tendría que haberlo hecho. No volverá a ocurrir.
—Tranquilo, lo entiendo —el reportero le palmeó la espalda con una de sus manazas—. Hoy toca un grupo norteamericano llamado Lemondrops. Música indie ¿te suenan?
—Ni idea. No los he oído en España.
—Es que la organización no contaba con presupuesto suficiente para contratar primeras figuras —explicó el reportero—. Hubiera estado bien contar con Lady Gaga…
—Ya lo supongo. Hubiera resultado una promoción increíble.
—Y tanto.
—Entonces, ¿cómo quieres que te ayude?
Motulyak, que llevaba colgada su Nikon del cuello, le entregó una diminuta grabadora.
—Necesito que consigas declaraciones de asistentes al concierto. Así yo puedo dedicarme a hacer fotos.
Nikolái asintió.
—¿Cómo oriento las preguntas? ¿Te interesa algún perfil concreto al que deba dirigirme?
—No, no, gente de todas las edades y estilos. Enfoca las declaraciones hacia cuestiones como si deben continuar en funcionamiento las centrales nucleares y si creen que las víctimas han sido debidamente atendidas a lo largo de estos años.
—De acuerdo. Voy a empezar ya; cuando comience a sonar la música, será imposible.
—Muy bien. Luego graba algunas declaraciones más al terminar el concierto; así tendremos opiniones sobre qué les ha parecido.
—Claro.
Nikolái inició su labor sin problemas. El ánimo general era bueno y todas las personas a las que se acercaba accedían a responder a sus preguntas. No obstante, pronto se apagaron las luces, tres jóvenes subieron al escenario y la música comenzó a deslizarse hasta el público, que aplaudió con entusiasmo. Los focos irradiaban ahora un resplandor multicolor, giraban desde sus bases provocando un baile de luces. La gente cantaba, se movía. A Nikolái le sorprendió que los espectadores tarareasen el estribillo en inglés de aquella primera canción. Por lo visto, ese grupo era bastante conocido en Ucrania.
El chico tuvo que admitir que sonaban bien. La melodía era pegadiza, y cuando quiso darse cuenta, ya seguía el ritmo con las piernas. Regresó hasta donde se encontraba Motulyak, cámara en mano.
—¿Todo bien? —le susurró el reportero sin despegar la mirada del visor de su cámara, orientada al escenario.
Nikolái asintió, aunque su mente comenzaba a sumergirle en pensamientos poco alegres. No podía dejar de pensar que Dimitri nunca tuvo ocasión de acudir a un concierto, una de las muchas cosas que se había perdido al morir tan joven. Su final se trataba de algo tan… innecesario, tan gratuito…
Motulyak había percibido su respuesta y continuó con su labor sin más comentarios. Disparó varias fotos seguidas.
Nikolái se mantuvo en silencio, a su lado. Notaba cómo iba sucumbiendo a la nostalgia. Sin pretenderlo, le vino a la cabeza el malogrado intento de llegar hasta los columpios del parque Itanich. La imagen de Ekaterina apoyada en el tobogán, el semblante soñador de Dimitri… Sus espectros se materializaban impidiéndole disfrutar de la realidad, de la melodía que flotaba en el ambiente.
Un íntimo malestar empezó a instalarse en su interior, el volumen de la música pareció reducir su intensidad y él perdió la noción de lo que sucedía a su alrededor.
Nikolái estaba pero no estaba en el concierto. Se había ausentado, aunque su cuerpo siguiera oscilando por inercia.
Alcanzó a escuchar el final de aquella primera canción, que terminó enseguida: tan solo se trataba de una presentación. Oyó los aplausos, amortiguados. A continuación apareció el político, que pronunció su discurso desde el atril, y por fin, tras otra tanda de aplausos, cruzó el escenario el último integrante del grupo musical, una chica rubia que se dirigió con resolución hasta el micrófono más cercano al público. Para Nikolái, ella constituía una simple mancha móvil que se desplazaba entre ovaciones absurdas, un ingrediente más del espectáculo. La mirada lánguida del chico, incoherente en ese entorno tan vivo, se extraviaba entre los perfiles agitados de la gente. Se hundía en su historia, lejos de aquel homenaje.
Nikolái no se reconocía entre esos jóvenes ni le importaba lo que estaba sucediendo, en realidad. Todo le resultaba prescindible. Una grieta que comunicaba con su pasado se abría de nuevo en su memoria, y lo demás quedaba al margen.
Él empezaba a caer por esa brecha temporal que acaparaba su atención.
Entonces, los primeros acordes de la siguiente canción se alzaron sobre la atmósfera del recinto. El público enmudeció. Una voz dulce, armoniosa, comenzó a acariciar a los presentes desde el escenario. Llegó hasta Nikolái con la serenidad de una marea y él, súbitamente arrancado de su ensoñación, se dejó impregnar por aquel aleteo de notas.
El comienzo de la canción no tenía letra. La voz se limitaba a acompañar el fondo instrumental, a envolverlo con su delicadeza. Nikolái escuchaba. Cerró los ojos y procuró desnudar el canto, apartarlo del eco de los instrumentos. Necesitaba aislar esa voz, situarla sin el refugio de las guitarras o la batería. Captar su esencia. Sentía que su modulación exquisita le provocaba algo y, asombrado, se esforzó en identificar lo que le transmitía la chica con su canto.
Los recuerdos de Nikolái habían entrado en ebullición. Parpadeó. Fue abriéndose paso entre la gente, se aproximó al escenario donde la americana —ahora sí— comenzaba a articular las primeras palabras de la canción. Palabras que llegaron hasta él en un inglés claro, perfecto.
The night was getting closer
With its clouds and stars,
With its void.
And we didn’t see it coming.
Our souls played in the garden,
Laughter rang among the trees,
Our peace of mind grew under the sky,
Naïve echos of a farewell.
Llegó un punto en que Nikolái no pudo aproximarse más, la barrera humana que se alzaba ante él era demasiado compacta. Desde aquel rincón amparado en la penumbra, mimetizado entre la gente, se dedicó a contemplar el rostro hermoso de la cantante, un semblante evocador que la situaba muy lejos de allí. Sus facciones le resultaron vagamente familiares.
Dolls danced, all scattered,
Dolls danced,
Night was coming.
Matrioska, matrioska.
El resto del grupo, en coro, susurró en ese instante, muy lentamente, la palabra «matrioska».
Matrioska. Muñecas. Bailaban las muñecas. Nikolái se irguió, su corazón había dejado de palpitar. ¿Qué estaba sucediendo?
Matrioska.
Comprendió de improviso el significado de esa canción que iba traduciendo, cada estrofa encajó en su mente de un solo golpe.
La noche, los árboles, la despedida. Incluso el rostro de la cantante. Y las muñecas rusas, cuyo baile constituía una alusión al juramento.
Entre toda la gente allí congregada, solo él podía interpretar ese mensaje. Y lo había hecho.
Asimiló sin transición lo que ocurría: era ella.
Era ella.
Tenía que ser Ekaterina.
Pero no es posible. Se dijo Nikolái, intentando sobreponerse a su estupor. Miraba sin pestañear, víctima de un repentino vértigo. No es posible.
Ella proseguía con su canción y ahora Nikolái reconoció la voz.
Inconfundible.
Ekaterina.
Se fijó bien en todos los detalles. Era ella. Sí. Más adulta, más formada. Pero no cabía duda. Nikolái se sentía flotar mientras procuraba sin éxito vencer la distancia que le separaba del escenario donde la chica continuaba vertiendo su canto leve.
Sí, era Ekaterina. Y por su gesto supo que también ella se estaba precipitando en una espiral de recuerdos que nada tenían que ver con Chernóbil.
La gente bailaba de un modo aséptico, se dejaban llevar por su propia ignorancia; porque aquellas personas no reaccionaban al mensaje de Ekaterina, no podían vislumbrar la profundidad de sus palabras. Toda la historia que había detrás.
Ekaterina estaba llevando a cabo un homenaje mucho más íntimo que el que los había congregado.
Nikolái era el único que lo sabía. Para ambos, aquel regreso a Ucrania, ¿se trataba, quizá, de su primer reencuentro con lo que dejaron atrás?
Ella tampoco había olvidado. Nikolái llevaba días lidiando con ese interrogante. Y ya tenía la respuesta. Ekaterina, convertida en una cantante de éxito, se acordaba sin embargo de sus primeros amigos. No había renunciado a su pasado, incluso se atrevía a rememorarlo.
Nikolái sintió renacer en su interior una esperanza.
Ekaterina había regresado. Y lo hacía arrasando, como siempre.
El destino los reunía de nuevo, no muy lejos de donde reposaban los restos de Dimitri.
Time for pacts and bets.
For last embraces, for secrets.
The dolls danced, all scattered.
Empty, they played in our hands.
Nikolái sentía cómo su corazón se iba inflamando a cada palabra que ella pronunciaba con esa voz leve, íntima, que parecía a punto de quebrarse en cada pausa. Su sospecha se confirmaba. Se le había erizado la piel y no podía apartar sus pupilas de los labios de Ekaterina mientras dibujaban esas mismas palabras, que se adelantaban insinuando su trazo —como amagos de besos lanzados al aire— antes de que su sonido llegara al público.
Pactos, apuestas, secretos… Y las muñecas rusas. Últimos abrazos. Ekaterina se iba deslizando a través de su canción, sutilmente, por aquella noche definitiva en los columpios de Itanich.
Time for glances, promises,
For dreams and uncertain futures.
Night was coming with its dead
And we didn’t coming see it.
Sueños y futuros inciertos. Nikolái vio en esa referencia su viaje hacia España, el de ella hacia Estados Unidos… Y la ausencia de horizonte que se cernía durante esos momentos finales sobre Dimitri.
Suspiró, se esforzaba en comprender lo que estaba sucediendo, lo que estaba viviendo. Nada le había preparado para aquella experiencia.
El resto de la banda, mientras tanto, acompañaba a la chica respetando el tono frágil de la balada. Tocaban sus instrumentos con exquisita sensibilidad, sin romper el aura melancólica que Ekaterina derramaba con cada verso. Las notas que proyectaban gemían con ella.
And the landscape remained there.
With its night and stars,
Its memories and tragedies.
Its taste of eternal journey.
Naïve echos of a farewell.
Nikolái se permitió un arrebato de tristeza en medio de su entusiasmo. Aquella letra era la crónica de las últimas horas de Dimitri, el final del Club del Trueno. Se giró hacia unachica de apariencia hippy que se balanceaba a su lado alzando en una de sus manos el móvil iluminado. Muchos la imitaban.
—¿Cómo… cómo se llama? —señaló a Ekaterina, que seguía reinando sobre el escenario.
La chica le miró con asombro.
—¿No lo sabes?
Nikolái negó con la cabeza, muy serio.
—Rebecca Welsh.
Así que ese era su nombre artístico… Con razón él no había logrado encontrarla en la red.
—¿Y… y esta canción? —se atrevió a preguntar de nuevo, con los ojos brillantes por las lágrimas.
Ella sonrió sin dejar de moverse al ritmo de la música.
—Matrioska —fue su respuesta.
Matrioska.