CAPÍTULO IV

27 de diciembre de 2011

—¿Qué tal fue tu primer día, muchacho?

Nikolái estaba desayunando y levantó los ojos hacia Sveta Pavlova, la propietaria del hostal donde se alojaba, en el centro de Lharkiv. Se trataba de un establecimiento modesto hasta el punto de que su sencilla habitación —apenas un armario, la cama y una mesilla sin lámpara— no disponía de baño propio, sino que tenía que compartir el que había en el pasillo con los otros huéspedes. Pero eso al chico no le importaba; su presupuesto era muy limitado e iba a pasar allí bastantes días.

—Ayer me dediqué a pasear por el pueblo —contestó a la señora, una anciana viuda de maneras maternales—. Incluso estuve viendo mi antigua casa.

Bebió un sorbo de café. Antes de iniciar su trabajo sobre el reportaje, necesitaba unos días de aclimatación. El impacto de su regreso a Ucrania estaba siendo fuerte.

—Sí —comentó la mujer mientras depositaba sobre la mesa una bandeja con panecillos—. Sé cuál es vuestra casa. Los inquilinos que os sustituyeron la mantienen igual.

Nikolái asintió. En los pueblos pequeños todos se conocían, y lo estaba comprobando. En cuanto se presentaba al llegar a algún lugar, enseguida había alguien que le preguntaba por sus padres. Hasta se había encontrado con un antiguo profesor.

Por un lado, aquella camaradería provinciana le resultaba entrañable, pero por otro le producía cierto agobio; hubiera preferido llevar a cabo ese retorno a su pasado de un modo más anónimo, como un testigo invisible que recorre en silencio las calles donde se desarrolló su niñez, rememorando viejos episodios.

Precisaba calma, intimidad. Y es que en parte se estaba buscando también a sí mismo, se estaba descubriendo, pues una faceta de su identidad pertenecía a ese mundo. Nikolái pretendía encontrarse con sus recuerdos —enfrentarse a algunos de ellos— sin interferencias, al margen de intromisiones que pudieran adulterarlos. Las únicas voces que habría permitido, que no desentonaban, hubieran sido las de Dimitri y Ekaterina.

Pero era imposible pasar desapercibido en un pueblo de trescientos habitantes. Todo el mundo estaba dispuesto a inmiscuirse. Y el tiempo transcurría tan despacio…

—Sí —convino, por fin—, la casa está tal como la dejamos. Qué extraño se me hace todo.

El hecho de contemplar tantos rincones que se mantenían intactos estaba generando en su memoria un flujo de imágenes que no habría imaginado que conservaba. Ahora concebía aquella primera etapa de su vida, la desarrollada en Ucrania, como un puzle donde faltaban muchas piezas que iba hallando a cada paso; una etapa borrosa en su memoria por culpa de esos mecanismos de la mente que le fuerzan a uno a entregarse a su presente, a desterrar lo anterior cuando se producen giros drásticos. Y el cambio de país había constituido, a sus catorce años, una ruptura brutal.

Además, estaba la muerte de Dimitri. No había justificación posible para un final tan prematuro, no existían razones que hicieran más fácil asimilar aquella tragedia. Le había tocado a su amigo, simplemente.

Dimitri había sido arrancado de la vida, no había tenido suerte. Su único pecado había sido quedarse en Ucrania. Y ni siquiera esa decisión había estado en sus manos.

A Nikolái aún le costaba creer que una persona pudiera desaparecer con tal… rotundidad. Había aprendido demasiado pronto lo provisional que era todo.

—Es normal que te sientas raro —la mujer limpiaba ahora unos cacharros en el fregadero—. Tu vida será muy distinta en España.

—Claro —el chico se quedó pensando durante unos segundos, con la mirada clavada en su taza de café—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

Había alzado los ojos hacia la mujer, pero ella continuaba de espaldas y no se percató.

—Dime, hijo.

No dejaba de frotar con saña una cacerola cubierta de espuma.

—Supongo que usted ya vivía aquí cuando el incendio de Itanich…

Aquel comienzo pareció despertar en la señora unos recuerdos dolorosamente nítidos. Detuvo su tarea, se irguió sobre la pila y cerró el grifo. Sus manos se agarraron a la encimera.

—Nadie ha podido olvidar ese horror, muchacho —su gesto, ausente, recuperaba unas imágenes dantescas—. Nadie. Aquella madrugada, el cielo amaneció rojo como la sangre, puedes creerme. Un sonido fortísimo que hizo temblar la tierra nos despertó a todos a pesar de la distancia, y cuando salimos de nuestras casas pudimos ver en el horizonte unas llamaradas que sobresalían por encima de los árboles del bosque. Era aterrador. El resplandor llegaba hasta las nubes. Incluso el humo ardía, estallaba en el aire. Aquella madrugada vivimos el infierno —tomó aliento—. Cuatro días estuvo quemándose Itanich sin que nadie fuese capaz de frenar esa catástrofe, sin que nadie lograra acercarse hasta los desgraciados que vivían en el pueblo o las granjas. No sobrevivió ni un alma. Jamás ha vuelto a ocuparse esa zona. Está maldita.

Nikolái imaginaba a Dimitri sorprendido en medio de su sueño por aquel fuego apocalíptico, cercado por las llamas hasta morir.

—Ya sé que el ejército intervino —dijo, apartando de su mente aquella recreación—. Pero ¿y ustedes? ¿Participaron en la extinción del incendio? Supongo que muchos tendrían familia en ese pueblo…

Desde su posición, Nikolái no pudo distinguir las lágrimas que corrían por las mejillas de la mujer.

—Yo perdí a una hija —murmuró ella—. Y fui de las afortunadas.

—Lo… lo siento. No pretendía…

—Todos nos lanzamos hacia Itanich —continuó la señora—. Con herramientas, con cubos de agua, con cualquier cosa que pudiera servir. En ese momento, hubiéramos arriesgado nuestras vidas sin dudar. Pero el ejército nos impidió el paso. Nos obligó a permanecer quietos mientras morían nuestros vecinos.

—¿No les dejaron ayudar?

—Dijeron que era demasiado peligroso para civiles sin preparación. Solo participaron militares profesionales. Para lo que sirvió…

La prohibición de los soldados no carecía de sentido. Nikolái aún recordaba los muertos que en España habían provocado los incendios estivales entre los retenes de voluntarios que se enfrentaban al fuego.

La mujer, ya recuperada, se secó los ojos y optó ahora por cambiar de conversación mientras reanudaba su tarea:

—¿Y qué vas a hacer hoy? Ha salido un día bastante frío.

Nikolái aceptó aquel giro; bastante malestar había provocado ya.

—Ayer alquilé un coche —explicó—. Tengo intención de acercarme a la zona de las granjas, al bosque Itanich. Allí vivían algunos amigos míos. No sé si todavía existirá un parque infantil donde solíamos reunirnos a jugar. Ya por aquel entonces, nadie lo empleaba.

Pero la señora no le oía, sus movimientos sobre la encimera se habían vuelto a detener bruscamente. Sus dedos atenazaban con fuerza el estropajo, quietos, ante el grifo del que seguía saliendo el agua caliente a borbotones.

—¿Vas a ir al bosque Itanich?

Ella se había girado hacia el chico. Su semblante había palidecido al escuchar aquel nombre, que ahora repetía como si fuera una propuesta descabellada. Nikolái lo percibió.

—¿Ocurre algo?

Ella alzó una mirada temerosa al tiempo que se santiguaba. El agua corría sobre los platos sucios, a su espalda. No pareció importarle.

—No es una buena idea, muchacho. No debes ir allí.

Nikolái había dejado de desayunar, intrigado.

—¿No debo? ¿Por qué?

La mujer convirtió su voz en un susurro.

—Allí suceden… cosas malas. No vayas.

Nikolái entendía cada vez menos. ¿Cosas malas en el bosque Itanich, un lugar tan pacífico? ¿Desde cuándo?

—¿A qué se refiere, señora? Cuando yo jugaba allí, era un sitio de lo más tranquilo…

—Las cosas cambian. El Chudovishche.

—¿Perdón? ¿Qué ha dicho?

Ella había vuelto a inclinarse sobre el fregadero y frotaba con energía, como si la pausa anterior no hubiera existido. Nikolái conocía la forma de ser de los lugareños; no estaba dispuesta a hablar más, de nada serviría que él insistiese.

El chico, perplejo, se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación a coger la mochila y las llaves del coche. Después volvió a la cocina para despedirse.

—Bueno, me voy ya, señora. Que pase un buen día.

Se encaminaba hacia la puerta del piso cuando ella le dirigió una última advertencia:

—Sobre todo vigila la luz —señalaba hacia una ventana—. Que no te sorprenda allí la noche. Nadie debe andar por el bosque Itanich al anochecer.

estrella

Motulyak terminó de retocar unas fotografías con Photoshop, hizo una copia de seguridad del resultado y cerró el programa. A continuación, envió el archivo por correo electrónico al redactor jefe de una revista de espectáculos, un tipo calvo y mofletudo que le parecía absolutamente imbécil, pero que pagaba muy bien. Su condición de fotógrafo free lance le permitía colaborar con diferentes medios y aceptar trabajos de toda índole. A casi nada decía que no; su idealismo vital, su nobleza de principios, era compatible con una poderosa atracción por el dinero. Él prefería verlo como un romance entre ambas: le resultaba menos sórdido.

—Otro encarguito menos —suspiró con satisfacción, rascándose la barriga—. Otro cheque más. Y a otra cosa, mariposa. Pero antes…

Se levantó y llegó hasta el minibar del salón. Hizo una teatral reverencia antes de alargar un brazo hacia las botellas.

—Su alteza Nemiroff, este siervo necesita celebrar con usted la finalización de un nuevo trabajo. ¿Me concede este baile?

Atrapó el vodka y se sirvió un generoso trago. Chasqueó la lengua mientras sentía cómo el líquido se precipitaba por su garganta inundándole de un agradable ardor.

Después volvió a su asiento, dispuesto a dedicar algo de tiempo a tareas más personales. Por ejemplo, su seguimiento a Karol Viridik.

Los dos últimos días había estado demasiado ocupado para avanzar en aquel asunto, aunque en el fondo tampoco disponía de una dirección concreta donde dirigir sus pesquisas. Hasta el momento, su intuición solo le había conducido a dique seco. La reunión del político con el general no tenía mucho sentido ni Motulyak vislumbraba cabos sueltos de los que tirar.

Se quedó pensando ante el monitor de su ordenador, con las yemas de los dedos posadas sobre el teclado. Terminó abriendo la página de Google. El cursor parpadeaba en la casilla para incluir parámetros, sus guiños alentaron la creatividad del periodista.

—Veamos…

Motulyak escribió «Viridik, general». Después pulsó enter.

No descubrió resultados útiles.

Regresó a la página anterior, decidido a probar suerte de nuevo. En este caso, empleó los términos «Viridik, militar».

La búsqueda no fue mucho mejor.

«Viridik, Petrov».

Nada interesante.

—Joder.

Entre aquel par de individuos tenía que existir alguna relación anterior. Motulyak se tomó unos minutos para escoger otros términos de búsqueda. No estaba muy ocurrente esa mañana. Finalmente, optó por «Viridik, ejército» y, sin demasiada convicción, presionó enter.

Su perseverancia fue recompensada. Ahora el buscador le obsequiaba, entre otras entradas, con una alusiva a un breve publicado en un periódico. Motulyak la abrió.

«Karol Viridik insiste en la necesidad de recuperar terrenos propiedad del ejército», rezaba el titular. El periodista siguió leyendo. Por lo visto, hacía varios meses que se negociaban nuevos planes urbanísticos, y el político había puesto los ojos en un campo de maniobras y otras parcelas propiedad del Ministerio de Defensa ucraniano que en su momento habían pertenecido al municipio.

—Interesante —comentó en voz alta Motulyak—. Pero para una cuestión oficial, Viridik no se habría reunido con un general en plena madrugada —su instinto periodístico se agitaba—. Hay algo que no ha trascendido.

Visitó de nuevo su minibar. Brindó por los secretos, esa etérea sustancia que otorgaba sabor a la vida y estimulaba las neuronas. ¿Qué sería del mundo sin confidencias, sin enigmas, sin datos inconfesables cobijados en la conciencia?

estrella

Nikolái se acomodó en el asiento del Skoda y colocó las manos sobre el volante. Permaneció así unos minutos, dejándose atrapar por un frío que le heló las mejillas. Su aliento producía vaho incluso dentro del vehículo, mientras su memoria le conducía hacia otras fechas en escenarios próximos.

Llevaba dos días paseando por rincones inocuos, movimientos de transición destinados a prepararle para enclaves mucho más comprometidos. Aún no se había decidido a visitar la tumba de Dimitri —necesitaba algo más de tiempo—, pero en cambio sentía que había llegado el momento de acudir al epicentro de su infancia y adolescencia: los columpios del parque Itanich. Semejante acontecimiento requería una cierta solemnidad en sus pasos, una suerte de ritual. Por eso no se precipitó: prefería avivar dentro de él los recuerdos del paisaje de sus primeros sueños antes de continuar hacia allí.

Esta vez, nadie le esperaba en el parque.

Arrancó al fin, dispuesto a enfrentarse con el lugar que había sido testigo de su último encuentro con Ekaterina y Dimitri. Volvía, siete años después. La trascendencia de ese objetivo le hizo olvidar muy pronto la misteriosa advertencia de su casera, que achacó a la incultura de las gentes que poblaban aquella región. Eso, por lo visto, no había cambiado.

A él no le importó. Ya contaba con sus propios fantasmas, no había necesidad de que le añadieran otros. La sombra del pasado era tan alargada que había llegado hasta el presente salpicándolo de su penumbra.

Era hora de arrojar algo de luz.

Nikolái condujo con calma a pesar de su nerviosismo. Se estaba orientando bien, reconocía cada referencia. Descubrió varias construcciones nuevas. Las carreteras habían mejorado y algunos antiguos caminos de tierra mostraban ahora una superficie asfaltada que el chico agradeció. No obstante, en cuanto se fue aproximando a los lindes del bosque Itanich, la zona de las antiguas granjas, un repentino velo de abandono pareció caer sobre el panorama. Cuando quiso darse cuenta, ya había dejado de atisbar indicios de civilización; desaparecieron las casas que habían flanqueado la ruta, no tuvo que sortear más vehículos en la carretera, los baches bajo las ruedas se multiplicaron. El bosque, a ambos lados del camino, había adquirido una apariencia salvaje, descuidada, y un aura desértica se extendía como una marea por aquella zona, hasta el punto de que resultaba difícil asumir que, en realidad, esas tierras se encontraban a escasos kilómetros del pueblo más próximo.

Nikolái detuvo el coche. Abrió la portezuela y descendió de él, perplejo ante aquel cambio en el panorama. No se alejó del Skoda, se limitó a apoyarse en él mientras escuchaba un silencio desconocido que se agazapaba bajo el gemido del viento. Un silencio que él tampoco cobijaba entre sus recuerdos. ¿Acaso ya no había vida entre los árboles?

Ese aspecto desolado sí era nuevo, definitivamente. Nikolái, fiel a su sensibilidad, percibió en su interior la misma tristeza estática que envolvía el entorno: la transmitía esa naturaleza de aspecto tan descolorido por la que se adentraba la carretera. Una tristeza que no se correspondía con la atmósfera vital que su memoria atribuía a aquellas tierras.

¿Qué había sucedido? Se negó a pensar que el incendio de las granjas hubiese podido tener un efecto tan letal en la vida campesina. La gente del campo jamás se apartaba de su terruño. Sin embargo, lo cierto era que se sentía como si acabara de atravesar una frontera invisible entre lo vivo y lo inerte.

Nikolái volvió a subir al coche. Ya estaba muy cerca y la impaciencia se sobrepuso a la inquietud. Al menos, el parque de juegos al que se dirigía había mostrado siempre aquella pátina de decadencia que ahora exhibía el paisaje invernal. En ese sentido, los columpios no iban a decepcionarle.

Continuó conduciendo. Se equivocó dos veces, pero siempre acababa recuperando el rumbo. Al cabo de unos minutos, se apartó del camino para tomar uno lateral, de firme todavía peor, que debía terminar, si su memoria no le engañaba, en la misma entrada del parque.

Probablemente acertaba, pero no pudo comprobarlo. Para su sorpresa, se vio obligado a detener el coche unos cientos de metros más adelante, pues una alambrada atravesaba la vía de lado a lado. Nikolái no recordaba nada parecido. ¿Desde cuándo había zonas de acceso restringido en ese bosque? ¿Tal vez habían convertido aquello en un coto de caza? Una sorda irritación comenzó a hormiguear en su cabeza. No tenían derecho a hacer eso.

Nikolái volvió a salir del vehículo. Caminó unos pasos hasta situarse junto a la valla. Un cartel ofrecía una vaga explicación:

RECINTO MILITAR PROHIBIDO EL PASO

El chico alucinaba. Se negaba a creerlo. ¿Acaso el ejército le había arrebatado su escenario juvenil? ¿Era eso lo que estaba descubriendo? ¿No iba a poder llegar hasta los columpios donde habían tenido lugar la despedida de sus amigos y tantos buenos momentos?

Quizá la alternativa de que hubiesen convertido todas esas hectáreas de arboleda en espacio para maniobras militares justificaba el silencio mortal que impregnaba el bosque Itanich, pero desde luego suponía para él una pérdida irreparable.

Otra pérdida más.

Nikolái necesitaba llegar hasta los columpios si pretendía que su superación del pasado tuviese éxito, intuía que se trataba de un paso importante en su proceso de recuperación. Incluso se planteó esquivar ese obstáculo que se alzaba frente a él y seguir a pie su camino. Pero observó que la alambrada, de unos tres metros de altura, continuaba más allá de los laterales del camino, bordeando una enorme extensión que se perdía entre una amalgama de troncos de árboles.

No se atrevió a intentarlo. La frustración se fue abriendo paso en su interior conforme asimilaba que aquel trayecto que había efectuado con tanta ilusión no iba a servir para nada. El ejército saboteaba su propósito, la verdadera misión de su viaje.

Nikolái adelantó los brazos hasta apoyar los dedos en el alambre, los colocó con cuidado para evitar los nudos espinosos. Aproximó el rostro. Se quedó así, observando a través de las hebras de metal la continuación de la senda hacia su destino. Estaba ya tan cerca…

Se resistía a dar media vuelta. El frío no importaba. Finalmente, tuvo que claudicar. Incluso escuchó unos ladridos que se iban aproximando. ¿Estaba vigilado aquel recinto?

Vencido, se fue volviendo lentamente y regresó al Skoda. Qué impotencia.

estrella

Motulyak decidió atacar por otro flanco en su investigación. Si internet no ofrecía suficiente información, siempre quedaban las vías más tradicionales, las menos virtuales.

Lo único que sabía hasta el momento era que Karol Viridik y el general se habían reunido en un local comercial de un pequeño pueblo, una tienda de alimentos. Había muchas probabilidades de que ninguno de ellos fuera el propietario de aquel establecimiento, y eso abría una nueva dirección en las pesquisas. El hecho de que se hubiera elegido ese lugar para un encuentro de madrugada no solo garantizaba la intención de que la cita pasara desapercibida, sino que el titular de la tienda —fuera o no el propietario del local— era persona de confianza de alguno de sus protagonistas. Por tanto, se trataba de alguien que podía disponer de información privilegiada sobre la razón de aquella intempestiva entrevista.

Motulyak llamó por teléfono a un contacto que trabajaba en el registro de la propiedad. Lo primero era averiguar a quién pertenecía el local. A continuación, cuando ya dispuso del nombre —no le sonaba de nada, como era previsible—, se preparó para una breve visita a ese pueblo. Ahora necesitaba hablar con algún lugareño para conocer la identidad de la persona que regentaba aquel negocio de alimentos.

Esa primera parte de su estrategia era fácil. Otra cuestión muy distinta era lograr que el tendero accediese a compartir con él lo que supiera. Motulyak reflexionó sobre cuál podía ser la mejor forma de persuadirle: ¿dinero?, ¿amenazas sobre provocar algún tipo de inspección en el negocio?

No lo tenía muy claro, pero de todos modos se trataba de un detalle para cuya concreción era preciso conocer en persona al comerciante.

El reportero comenzó a planificar nuevas maniobras. No disponía de mucho tiempo: los encargos oficiales apenas le dejaban margen para ocuparse de sus propias corazonadas.

Aun así, no estaba dispuesto a traicionar su pálpito periodístico.