CAPÍTULO III

25 de diciembre de 2011

Desde la ventanilla del avión, a punto de aterrizar en el aeropuerto de Kiev, Nikolái pudo contemplar al fin aquel territorio gélido y boscoso que adornaba sus recuerdos. Pegó su rostro al cristal y apoyó en él una de sus manos abiertas, como si esa perspectiva pudiera escaparse, huidiza, en cualquier instante. La ansiedad que le había dominado durante todo el viaje empezaba a condensarse en sus entrañas. Llegaba el momento.

Ucrania.

Madrid quedaba lejos. Sobre todo, en el tiempo.

Un cúmulo de sensaciones contradictorias se agolpaban en su interior: emoción, nerviosismo, incertidumbre, incluso miedo.

El retorno a su tierra.

¿Lo era todavía? ¿Se sentiría extranjero en su patria? ¿Descubriría que ya no quedaban raíces que recuperar, que el pasado tan solo era eso, un eco inerte para memorias ociosas?

En su mente pervivía aún aquel adolescente que fue. Ahora, en medio de ese reencuentro, despertaban en su interior las escenas, los juegos, las peleas, sus sueños infantiles. La figura discreta de Dimitri. Y Ekaterina, siempre Ekaterina. Episodios que no se habían disuelto, que no habían sido sepultados bajo recuerdos más recientes, sino que permanecían intactos, cristalizados, como en una vitrina situada en algún recóndito rincón de su cabeza. Por eso él volvía a verse, a ver a sus amigos, con el mismo aspecto que tenían en el año 2004.

Sin embargo, su reflejo en la ventanilla del avión puso en evidencia la naturaleza de aquellos recuerdos; le devolvió, implacable, la imagen de su realidad: un universitario español de 21 años, estudiante de periodismo en la Complutense, que ahora mostraba un gesto cohibido que encajaba bien con su tez pálida y rubicunda, propia de la raza eslava. Un muchacho alto, de complexión atlética, deportista, con una peligrosa tendencia a la melancolía, que ahora acudía a su cita con el pasado. Qué poco le habría costado a Ekaterina dar ese paso, pensó Nikolái con un absurdo resentimiento hacia sí mismo. Con qué facilidad ella habría tomado las riendas, asumido el reto. Sin darle más vueltas.

¿Que hay que volver? Pues se vuelve. Y punto.

Nikolái solo era capaz de demostrar una resolución semejante cuando jugaba al fútbol. Entonces sí, una especie de visión periférica le permitía contemplar todas las posibilidades, anticiparse a las jugadas, tomar decisiones rápidas y actuar en consecuencia. Pero esa capacidad parecía anclada al campo de juego. En cuanto salía del vestuario, sus ojos recuperaban el repaso lánguido de su realidad.

¿Cómo vivir con intensidad si lo que te interesa ha quedado atrás?

Acababan de aterrizar. Nikolái recogió el libro que había estado leyendo durante el vuelo y encendió su iPhone. La pantalla del aparato parpadeó y, con una leve vibración, anunció el mensaje de bienvenida en ucraniano, su idioma materno. A continuación desactivó la itinerancia de datos, para evitar las tarifas que su compañía española cobraba en caso de navegación por la red desde aquel país. Ya consultaría su correo desde algún ordenador.

Mientras se levantaba del asiento para alcanzar su mochila, se preguntó si Ekaterina habría vuelto alguna vez a aquel país durante esos años. ¿También había experimentado la necesidad de hacerlo, como le sucedía a él? La esencia más eficaz de la muchacha, con una proyección innata hacia el futuro, quizá hubiera ignorado la llamada de ese pasado que resultaba incómodo y, sobre todo, innecesario. ¿Para qué esforzarse en rescatar algo que ya no existía? ¿No tenía más sentido centrarse en seguir construyendo la nueva vida, la auténtica.

En cuanto salió del avión, aún apoyado en la escalerilla, Nikolái se detuvo para aspirar aquel aire frío, duro, que le recibía sobre la pista. El aire de la estepa que curtía la tez de los campesinos.

Mientras descendía por los peldaños metálicos, retomó sus reflexiones. No, no era probable que Ekaterina hubiera necesitado regresar a su tierra. Y es que, con la muerte de Dimitri, ni siquiera quedaba el consuelo de recuperar la antigua amistad nacida al calor del grupo, por la sencilla razón de que el grupo nunca volvería a formarse. Faltaba —para siempre— uno de sus miembros.

Y aunque Dimitri continuara con vida, tampoco habría sido posible insuflar nuevo aliento a la relación entre los tres. ¿Acaso serían los mismos de hacía siete años? Nikolái se planteó qué quedaba de él mismo a los catorce años. Muy poco. Quizá únicamente sus sentimientos por Ekaterina, que no había logrado atenuar a pesar del tiempo y la distancia. Nada más. Unos sentimientos que alimentaban su tendencia a entornar la vista, inevitablemente, hacia el ayer.

No había dejado de buscarla nunca. En ocasiones incluso se atrevía a imaginar que Ekaterina aparecía en Madrid, que le había localizado a través de internet y ahora acudía para llevarlo con ella. La chica siempre había mostrado cierta ambigüedad respecto a la predilección por alguno de sus dos amigos; tal vez llegó a preferir a Dimitri, cuyo hermetismo resultaba extrañamente seductor. Nikolái podía ofrecer sensibilidad y un físico más desarrollado, sin duda, pero Dimitri irradiaba un aura de misterio muy atractiva.

A Ekaterina le gustaba lo enigmático, pero también el sentimentalismo. Nunca eligió. Participaban los tres, así, en un juego cuyo alcance ninguno estaba en condiciones de precisar. Y ella disfrutaba con aquel espontáneo triángulo de gestos equívocos.

Nikolái no había conseguido olvidarla. Cuando besaba a una chica, fantaseaba con la idea de que eran sus labios los que rozaba, su piel la que acariciaba. Jamás lo habría reconocido. Se dejaba llevar por ese sueño, pero el hechizo se rompía en cuanto abría los ojos y se enfrentaba a un rostro que no despertaba nada en su corazón. Un cuerpo cuyo sabor le dejaba indiferente.

En el fondo, Ekaterina le había arrebatado la libertad sin darse cuenta, un daño colateral que ella no podía sospechar antes de la partida. Nikolái nunca se atrevió a confesarle nada, sobre todo porque entonces ni siquiera entendía la naturaleza de sus propios sentimientos.

Confió en que aquel viaje lograra conjurar, al menos, el cautiverio al que le había condenado su corazón. Tenía que olvidarla de una vez. Si no estaba a su alcance conseguirla, si jamás volverían a encontrarse, debía pasar la última página de esa historia.

Se jugaba mucho en aquel regreso a Ucrania. No estaba dispuesto a volver con las manos vacías; como mínimo, retornaría sin el lastre de un pasado enquistado que le había convertido en rehén de sus recuerdos.

Así se lo propuso conforme se alejaba del avión. No tardó en encontrarse en la terminal del aeropuerto, frente a las cintas donde los equipajes facturados iban deslizándose a la vista de los pasajeros. Su maleta ya había dado dos vueltas completas ante su gesto absorto. Extendió los brazos como un autómata y la recogió.

¿Habría atravesado ella esas mismas puertas de cristal durante los años transcurridos? ¿Habría aguardado su equipaje en esa misma sala mientras se dejaba dominar por la nostalgia del exiliado?

No, se repitió él con despecho. Ekaterina no habría vuelto. Definitivamente. Ella estaba hecha de otra pasta: se entregaba al cien por cien en cada instante, pero en cuanto acometía nuevos proyectos, zanjaba los anteriores con firmeza. Era la imagen misma de la eficiencia. Ella sí cerraba los capítulos cuando resultaba inevitable. Sin pestañear.

A Nikolái se le hizo intolerable aquella certeza. No soportaba la idea de que Ekaterina hubiera podido relegarle, superar su recuerdo, convertirlo en una anécdota más de su trayectoria vital. Él era algo más que eso, lo había sido para ella o así deseaba creerlo. Tantos momentos compartidos…

Pero, entonces… ¿por qué Ekaterina no había dado señales de vida en todos esos años? Su nombre de origen ruso era fácil de rastrear en la red.

Buscó en su bolsillo hasta encontrar la última fotografía que se hicieron. Al final, las circunstancias impidieron que enviara las copias a sus dos amigos, aunque estaba dispuesto a depositar una en la tumba de Dimitri. Más vale tarde que nunca.

El muchacho salió del aeropuerto. Se arrebujó en su abrigo al sentir las ráfagas de viento. Ojalá fuera tan fácil protegerse de los embates del pasado. Pensó mientras se dirigía a la parada de taxi.

Lo que queda pendiente siempre acaba llamando a tu puerta.

estrella

Habían tardado tres días en encontrarlo. El cuerpo, todavía uniformado, permanecía tendido boca abajo sobre un montículo de nieve al fondo de un barranco suave, que ahora inspeccionaban en silencio numerosos militares. El arma del fallecido no quedaba lejos, vacía de munición. Nadie había localizado aún su gorro, que habría salido despedido con la caída.

—¿Se trata del soldado Biriukov? —preguntó un oficial de alto rango aproximándose a los restos.

—Sí, señor —respondió el capitán Arshavin, que se encargaba ahora de supervisar el acordonamiento de la zona—. Se ha confirmado su identidad. Participaba en el operativo de búsqueda cuando se perdió su rastro. Hasta hoy.

—¿Alguien ha tocado su cadáver?

—Nadie, mi coronel. Las instrucciones eran claras y se han acatado.

—Hemos tenido suerte de que apenas haya nevado esta semana —el oficial superior no apartaba la mirada del soldado muerto—. Si no, habría sido imposible descubrirlo.

—Desde luego, señor.

El coronel Volkov avanzó un paso más y se puso en cuclillas, como si se dispusiera a cuchichear con el cadáver. La depresión por la que presumiblemente se había precipitado rodando el joven militar terminaba en aquel punto. Aunque su rostro estaba semienterrado en la nieve, el roce violento con las piedras durante la caída había rasgado el uniforme, dejando a la vista algunas partes de su espalda. Su piel ennegrecida y cubierta de ampollas parecía haberse adherido exageradamente al relieve de las costillas. La imagen era repugnante.

—Es como… como si lo hubieran vaciado por dentro —observó el capitán Arshavin, asqueado—. ¿Qué produce eso, señor? ¿Es la huella del Chudovishche.

El coronel no contestó.

—Recuerden que a la familia del fallecido no se le ha comunicado su muerte —se limitó a comentar, levantándose—. Hemos de ser discretos. Avíseme en cuanto lleguen los forenses.

—De acuerdo, mi coronel.

estrella

Las manos de Motulyak se deslizaban con impaciencia sobre el teclado. ¿Quién era ese hombre que se había reunido con el político días atrás? Le estaba costando identificarlo más de lo que había supuesto. No era tan conocido como imaginaba; al no tener antecedentes penales, su fotografía no figuraba en la base de datos de la policía ni parecía pertenecer al ámbito empresarial de la región. ¿Tal vez a nivel nacional?

Parámetros escritos. Enter. En otro ordenador jugaba con las imágenes en Google, comparando las fotos que había tomado días antes. Ahora los buscadores le ofrecían diversas páginas. Volvió a teclear.

El periodista se retrepó en el asiento mientras aguardaba, con la cara pegada al segundo monitor, a que se abriera la dirección elegida. Una de sus manos alcanzó la taza de café que había dejado sobre la mesa de trabajo y se la llevó a los labios.

—Ajá.

Motulyak observaba ahora el contenido de una hemeroteca virtual donde aparecía fotografiado un hombre que resultó ser el que buscaba. Lo comprobó analizando sus propias imágenes. Volvió a depositar la taza sobre el escritorio. Concentrado, se limpió las comisuras de los labios con una manga de su camisa, sin darse cuenta.

—Un tipo esquivo —susurró para sí mismo—. No es objetivo habitual de la prensa. Pero ¿de quién se trata?

No necesitó leer la noticia, publicada un año antes en el diario principal de la región. El pie de foto lo decía todo: «El general Vladislav Petrov inaugura las nuevas instalaciones militares que se emplearán para la formación de oficiales».

—¡Coño! —Motulyak no se esperaba aquello—. Pero ¿qué tiene que hablar mi político favorito con un militar, en plena madrugada? ¿Es que ese buitre también va a sacar tajada de nuestro ejército?

En ese momento comenzó a sonar su móvil. El periodista se sobresaltó. Era tal su concentración que tardó en identificar el sonido del teléfono. Maldijo por lo bajo, molesto ante la interrupción, pero se levantó y fue a coger aquel diminuto terminal que continuaba con su cantinela de pitidos.

Era el hijo de Stanislav Kozlov, Nikolái. Ya había llegado a Ucrania.