22 de diciembre de 2011
Stanislav Kozlov observó a su hijo desde el sofá. Los dedos de sus manos bailaban sobre los brazos del sillón en el que se hallaba sentado.
—Entonces, ¿ya has tomado una decisión?
Nikolái, acomodado frente a él, asintió.
—Ya tengo los billetes, papá. Y he conseguido un alojamiento barato. Salgo para Ucrania dentro de tres días.
Su padre se encogió de hombros.
—Suponía que seguirías adelante. Es tu vida —sentenció—. Ya eres mayor.
—Sí.
—¿Y los entrenamientos?
Nikolái estaba federado en fútbol sala y su padre seguía con fidelidad la liga en la que participaba.
—Ya he hablado con el entrenador. Me permite faltar mientras esté de viaje. Y solo me pierdo un partido.
Se hizo el silencio. El chico aprovechó para pasear su mirada por esa estancia que conocía tan bien, el salón de la casa familiar, hasta que sus ojos se encontraron con los de su madre, que acababa de entrar.
—Nosotros también perdimos amigos en ese accidente —dijo ella meneando la cabeza—. Fue una tragedia. ¿Seguro que quieres recordar aquello?
—Creo que lo necesito. Forma parte de mi historia, al fin y al cabo. Siempre he tenido la sensación de que dejé algo pendiente. Tengo que volver. Al menos una vez.
—Se facilitó muy poca información, nadie parecía saber nada —la mujer continuaba rescatando de su memoria aquellos hechos—. Un rayo, dicen que fue la causa del desastre. El gobierno no se preocupó de las víctimas, se limitó a entregar unas indemnizaciones ridículas y a provocar retrasos en las autopsias, a pesar de que apenas disponían de restos que analizar. Desde aquí era imposible enterarse de nada.
Ahora, en el gesto de su madre se agudizó la melancolía, sus pupilas continuaban asomándose al vacío profundo del tiempo. A la vida que habían dejado atrás para siempre. Las huidas hacia delante implicaban siempre fuertes renuncias; ellos también habían sacrificado muchas cosas al abandonar su país.
—Formabais una pandilla encantadora… —comentó ella—. Tú, Ekaterina Ivanova, Dimitri Lébedev.
A Nikolái le sorprendió descubrir que su madre recordaba los nombres de sus amigos.
—Volveré en tres semanas, mamá. No pretendo desenterrar nada.
Se planteó si estaba mintiendo. Ni él mismo lo sabía.
—Al menos estarás con nosotros en Nochebuena —se consoló ella.
—Sí, vuelo el día de Navidad por la tarde. Y me pierdo pocos días de clase —su madre quitó importancia a ese detalle con un aspaviento—, los primeros tras las vacaciones.
Stanislav Kozlov se levantó del sillón y le tendió un papel.
—Es el teléfono de Motulyak, un amigo que todavía conservo de nuestros tiempos en Ucrania. Vive en un pueblo cercano al nuestro.
—Pero ya tengo los datos de nuestros parientes.
—Este contacto quizá te interese más —explicó Stanislav—. Es un periodista muy competente. Puede ayudarte en tu reportaje. Hemos hablado por teléfono, ya sabe que planeas viajar hacia allí. Comunícate con él. Hace algunos años era un reportero muy importante. A lo mejor te ofrece que colabores en su trabajo mientras permaneces en Ucrania, una especie de prácticas que te vendrán bien para tu carrera.
Nikolái asintió. No parecía mala idea.
—Muchas gracias, papá.
El chico estudió los rostros meditabundos de sus padres. Tendría que haber previsto que su iniciativa también iba a afectarlos. Se preguntó —como en tantas ocasiones— qué estaría haciendo en esos momentos Ekaterina, cómo sería su vida, si dedicaría algún fugaz pensamiento a sus recuerdos. Tal vez no; ella siempre había sido demasiado pragmática como para desperdiciar minutos en algo tan inútil.
Trató también de imaginar su aspecto. En eso no dudó. La recreó inteligente, sensual, enérgica, con esa sonrisa espléndida que siempre iluminaba su rostro bajo los cabellos rubios. La misma imagen con la que no habían podido competir otras chicas que había conocido en el instituto y en la universidad.
Siempre se interrogaba sobre todos los pormenores que rodeaban la existencia de Ekaterina. Nikolái no se engañó; al final, todo se reducía a una única incógnita que le atormentaba: si ella le habría olvidado.
Simplemente.
El soldado se giró buscando a sus compañeros. Bajo la visera del gorro militar, sus ojos sorteaban la vegetación con el ansia del instinto de supervivencia. Volvió a desplazarse procurando no delatar el movimiento. Sus botas resbalaron en el barro y el cañón de su arma tropezó con varias ramas, que recuperaron su posición con un vaivén de látigos. No veía a nadie, la última carrera lo había apartado de su unidad y ahora el haz de la linterna solo descubría perfiles de troncos a su alrededor.
Nadie junto a él. Al menos, nadie… humano, si el Chudovishche estaba cerca. El cazador cazado; se habían invertido los papeles.
El militar tragó saliva. El miedo empezaba a ascender por su cuerpo, inundándolo de un calor incómodo. Podía percibir la proximidad de la bestia y su propia soledad frente a ella. Tenía que salir de allí o moriría.
Nadie sobrevivía a un encuentro con el Chudovishche.
El soldado alzó la mirada calibrando la negrura del firmamento. Empezaba a clarear, así que quedaba alrededor de media hora para el amanecer. Debía resistir hasta la llegada de la luz.
No se atrevía a llamar en voz alta a su sargento: la posibilidad de advertir a la criatura resultaba mucho más amenazadora. No hubieran llegado a tiempo de salvarle.
Escuchó un chasquido a su izquierda. Alzó su kaláshnikov mientras con el dedo índice acariciaba el gatillo. De refilón detectó una sombra que se desplazaba entre los árboles y abrió fuego.
Ya había delatado su posición, así que echó a correr sin esperar a comprobar el resultado de sus disparos. Sus botas se hundían en la nieve ralentizando su huida, volviéndolo torpe.
Ni siquiera era consciente de la dirección de sus pasos. Tenía que escapar, algo a su espalda lo estaba acosando.
Motulyak calculó la apertura del diafragma para compensar la falta de luz y enfocó el teleobjetivo de su Nikon hasta conseguir la nitidez deseada. Continuó haciendo fotos. Agachado entre dos coches, dirigía su cámara hacia el escaparate de un local situado en la acera de enfrente. Una tienda de alimentos.
Contempló el cielo: estaba a punto de amanecer. Debía irse ya o sus movimientos se harían demasiado visibles.
Situó su ojo de nuevo en el visor de la cámara y estudió la escena: tras el cristal de la tienda, hacia el fondo del establecimiento, el político gesticulaba en compañía de un desconocido. El zoom no dejaba lugar a dudas. Ambos se hallaban sentados en torno a una mesa y la luz amarillenta de una lámpara dibujaba sus rasgos con precisión.
Aquellas imágenes ofrecerían la calidad suficiente.
Motulyak ignoraba la identidad de la persona que acompañaba a Karol Viridik, pero no le costaría demasiado averiguarla.
Apostó a que se trataba de alguien con una reputación aún más dudosa que la de su interlocutor. Nada limpio podía hablarse en esas circunstancias.
En cualquier caso, el soplo que le había avisado de aquel encuentro era fiable. Recompensaría a su fuente con una buena cantidad de grivnas. Había que cuidar a los informadores.
Motulyak dejó de presionar el disparador y fue retirándose de su escondite, en dirección a su vehículo. Llevado de su instinto periodístico, deseaba conectarse a internet sin pérdida de tiempo para empezar a investigar al desconocido. Si resultaba ser alguien con antecedentes penales, envuelto en escándalos, la trayectoria del político estaba acabada.
Nada le satisfacía más que arruinar carreras de individuos deshonestos. Jamás había perdido su idealismo profesional, a pesar de los años que llevaba en la brecha y de algunos golpes bajos que había sufrido por incordiar en exceso. Aún creía en el periodismo comprometido, independiente.
Nunca se vendería, alguien tenía que contar la verdad de lo que sucedía en el mundo. O al menos, eso se empeñaba en creer.
El soldado se arrastraba sobre la nieve, exhausto. Seguía sin localizar a sus compañeros y las detonaciones de su arma no habían servido para que la unidad lo encontrara a él.
Continuaba disparando de vez en cuando, pero los ruidos del bosque se multiplicaban a su alrededor y ya no era capaz de distinguir entre ellos la huella del monstruo que le estaba dando caza. Cada rincón parecía ocultar siluetas, ojos, garras que se crispaban al percibir su aproximación.
Su mente, llevada del pánico, lo rodeaba de espantosos espejismos: las sombras de los árboles se transformaban en figuras acechantes, la mirada de las lechuzas parecía conectarse con la visión de la fiera que controlaba su extravío.
El soldado insistió en avanzar, entre jadeos, hasta que se dio de bruces con una alambrada. En uno de sus postes había un cartel clavado que atrajo su atención.
RECINTO MILITAR PROHIBIDO EL PASO
Reconoció el aspecto desértico que presentaba el terreno más allá del alambre; un panorama que no transmitía buenas noticias. Sabía que aquella zona, pese al aviso, estaba abandonada. Se había alejado mucho del área donde se estaba desarrollando la batida y apenas le quedaba munición. No había tenido suerte.
El frío, mientras tanto, iba alojándose bajo su uniforme húmedo. Tiritaba.
La conciencia de su ubicación hundió su ánimo.
Volvió a atisbar a través de los filamentos espinosos de metal, como si entre los árboles que quedaban ante su vista, dentro ya de aquella propiedad gubernamental, fuese a aparecer en cualquier momento alguna presencia humana. Qué absurda esperanza. Allí, en realidad, nunca había llegado a haber instalaciones militares. Nada aguardaba al otro lado de la alambrada.
Tras él, sin embargo, sí.
Se giró, entrecerrando los ojos. Levantó su arma. Había llegado el final. Esperó a descubrir algún movimiento sospechoso en el bosque y, cuando lo hubo detectado, se lanzó hacia él haciendo fuego.
Se equivocaba en la dirección de su acometida, y ese error le hizo vulnerable. Algo se precipitó contra su cuerpo desde un lateral. El soldado sintió el impacto demasiado tarde y se desplomó emitiendo un último grito, cuyo eco fue devorado por el aullido del viento.
No demasiado lejos de allí, otros soldados detenían su búsqueda al escuchar las últimas detonaciones.