20 de diciembre de 2011
Las copas de los árboles se recortaban contra un cielo invernal, limpio de nubes, que se iba apagando conforme transcurrían los minutos. El atardecer derramaba su resplandor sobre la cortina verde del bosque, una luz suave, lánguida, que provocaba destellos dorados en el metal de los columpios donde los chicos permanecían apoyados. La luz perfecta para una última cita.
Allí estaban: Nikolái, Ekaterina y Dimitri. No había nadie más. Como siempre.
Acababan de hacerse una foto gracias al disparador automático de la vieja cámara de Nikolái. Los tres juntos, abrazados, sonriendo bajo el crepúsculo en aquel parque de juegos. Un recuerdo antes de la despedida.
—Os enviaré una copia desde España —había prometido el muchacho más alto, acariciando aquella máquina heredada de su padre, una Werlisa.
Ahora se mantenían en silencio, con miradas ausentes, tres jóvenes de catorce años reunidos en aquella explanada cercada de vegetación que había sido escenario de tantos encuentros. Esos columpios convertidos en atrezzo de su entorno constituían el paisaje de su infancia y adolescencia, su rincón secreto.
Ekaterina dirigía en ese momento sus ojos azules hacia una mancha de óxido que tapizaba un tramo del tobogán.
—Nunca pensé que echaría de menos estos columpios —reconoció.
Nikolái se volvió hacia ella. Contempló su figura esbelta, su pelo rubio, de una tonalidad trigueña, que le caía hasta los hombros terminando en leves rizos que a él le recordaban a una ola; le hubiera gustado sumergir la cara entre ellos, notar su suavidad, aspirar su olor. Quería retener cada detalle de su amiga ante la inminente despedida. Le sorprendió comprobar la intensidad con la que ya le dolía su futura ausencia. Quizá porque hasta ese momento no había sido consciente de lo mucho que significaban para él. Ekaterina y Dimitri formaban parte de su vida y solo ahora se daba cuenta.
Atan las personas, no los lugares.
Nikolái sentía que con su partida le arrebataban un fragmento de su historia. Al principio no había entendido su resistencia a dejar esa tierra donde se había criado, a romper una rutina que, en realidad, no podía ofrecerle nada. No había futuro allí. Sin embargo, sabía que no quería irse; una actitud inútil ante la determinación de sus padres.
En ese momento de extraña lucidez, comprendió la causa de sus reticencias. Era por ellos, sus amigos. Lo demás no importaba, pero esa complicidad que había nacido entre los tres con el paso de los años…
—Ya nadie utiliza estos columpios en el pueblo —comentó, apartando de la mente su deducción—. Sin nosotros quedarán abandonados.
—Yo seguiré viniendo —Dimitri, el tercer miembro del grupo, no había dudado en comprometerse, llevado de una repentina fidelidad—. A fin de cuentas, soy el único que se queda.
—¡Qué tontería! —Ekaterina soltó una breve carcajada—. ¿Para qué vas a hacerlo? Menudo aburrimiento. Aquí no hay nada, Dimitri. No quiero imaginarte solo, prométeme que buscarás nuevos amigos. Al menos hasta que volvamos a vernos.
Ella, tan práctica como siempre, se había erguido. Menuda —no llegaba al metro sesenta—, pero bien proporcionada, imperiosa, viva. Esos adjetivos habían brotado en la mente de Nikolái, que continuaba junto a Ekaterina memorizando cada rasgo de la chica. Ahora el muchacho se recreaba en la piel de su rostro, tan lisa y suave. Una nariz graciosa, respingona, resaltaba en aquellas facciones femeninas que todavía exhibían una mueca divertida.
Nikolái deslizó, de forma inconsciente, una de sus manos por su propio rostro, contaminado de un acné que de improviso le avergonzó. Apartó la mirada de la chica.
—Seguiré viniendo, lo haré para recordaros —se justificaba Dimitri—. Para recordar nuestras reuniones. Y tengo mis libros. Leeré, no estaré tan solo.
El chico se había puesto de pie y les dedicaba ahora, con las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros encogidos, un gesto apenado. Había inclinado la cabeza y observaba a sus amigos con una entrañable melancolía, casi azorado de mostrar sus sentimientos. No dejaba de mover su cuerpo largo y huesudo, y el pelo castaño le caía por la frente en desordenados mechones bajo los que se agitaban sus ojos, de un verde profundo. Pocos habrían intuido la viveza que latía más allá de su timidez. Apenas hablaba, pero era un fiel compañero. Prefiero soñar, decía siempre.
Dimitri poseía un mundo propio, en el que se cobijaba cuando la realidad comenzaba a importunarle. Enfermizo, lo vacunaban y medicaban con frecuencia, pero nunca se encontraba del todo bien.
La lectura era su otro refugio: siempre andaba con un libro debajo del brazo. Nunca los prestaba, aunque le apasionaba narrar las historias contenidas en sus páginas. Solía escribir misteriosas anotaciones en cuadernos que tampoco mostraba.
Su respuesta había debilitado la sonrisa de Ekaterina. La decisión de su amigo había dejado de tener gracia y sus palabras recuperaron el tono solemne de las despedidas.
Y es que Dimitri acababa de recordarles que ese encuentro era el último. Tanto Ekaterina como Nikolái se disponían a iniciar una nueva etapa en sus vidas. Si ahora se encontraban allí, era exclusivamente para decirse adiós. Sus respectivas familias se los llevaban lejos al día siguiente. Como mínimo, tardarían años en volver a reunirse. Y lo sabían. Solo Dimitri continuaría su vida en el pueblo, en esa tierra estancada al margen del ritmo del mundo.
—He traído algo —comunicó Ekaterina, rebuscando en una bolsa que había dejado al pie de la valla que circundaba el parque.
Extrajo una muñeca rusa de unos veinte centímetros cuyo cuerpo, de madera policromada, representaba a una mujer con el atuendo típico de las campesinas de aquella región. Su rostro dibujado, muy blanco, sonreía, y bajo la cintura, una ranura casi invisible advertía de su interior hueco.
—Es antigua —añadió—. Tiene más de cien años. Mi madre me matará cuando se entere de que la he cogido.
Ekaterina abrió la muñeca rusa y de su interior extrajo otra matrioska idéntica, aunque algo más pequeña. Sin perder su concentración, repitió el proceso con esta última, y quedó ante los ojos de sus amigos una tercera figura, aún más reducida que las anteriores.
—Tomad —tendió a sus amigos las dos pequeñas—. Para el juramento.
—¿Un juramento? —Nikolái sujetaba su matrioska, sentado en la hierba. Miró a Dimitri, que se encogió de hombros frente a él.
Nunca habían podido competir con la espontaneidad, con las ocurrencias de Ekaterina. Los dos muchachos atisbaron todo lo que perdían al separarse de ella. La vida no sería igual sin su ingeniosa compañía.
—Yo me voy mañana a Estados Unidos, y tú, a España —la chica miraba a Nikolái, estudiándole con sus ojos intensos—. Tenemos que prometer que nos encontraremos en el futuro. Nuestra amistad tiene que sobrevivir a la distancia. No quiero perderos, ¿vosotros sí?
Los chicos negaron con la cabeza, imbuidos del tono grave que ella insistía en emplear durante aquella improvisada liturgia.
Ekaterina extendió sobre la hierba una tela que tenía impreso el símbolo del trueno: seis triángulos negros alrededor de un pequeño círculo del mismo color al que apuntaban con sus vértices superiores; el conjunto ofrecía la forma de un hexágono, en cada uno de cuyos lados sobresalía, como último elemento, otro círculo. Los obligó a sentarse encima, como solían hacer cada vez que celebraban un cónclave del club secreto que se habían inventado hacía ya muchos años, el Club del Trueno. Lo habían llamado así en alusión a una divinidad eslava llamada Perun, el dios del trueno y el rayo, que según la tradición gobernaba el mundo de los vivos desde una ciudadela situada en la rama más alta del Árbol del Universo.
—Levantemos nuestras muñecas —indicó Ekaterina. Ellos obedecieron al instante—. Llevaremos con nosotros las matrioskas en la nueva vida que empezamos a partir de mañana. Y ahora —hizo una pausa para mirarlos—, juremos en voz alta por el Trueno que, antes de diez años, la matrioska volverá a estar completa o una maldición caerá sobre todos los miembros del grupo.
Nikolái y Dimitri repitieron la fórmula junto a Ekaterina, mientras entrechocaban sus muñecas en el centro del círculo.
—Ahora ya no tenemos alternativa —tradujo ella—: Debemos reunirnos antes de diez años o nuestro futuro, el futuro de los tres —amenazó, insinuando que el incumplimiento de cualquiera de ellos afectaría a los demás—, estará lleno de desgracias terribles.
Los chicos asintieron. Otorgaban a aquel pronóstico una fiabilidad absoluta. No se atreverían a romper el juramento.
Dimitri suspiró. Era el único a quien no asediaba la incertidumbre sobre el mañana.
—Aquí os espero —anunció con resignación—. Me encontraréis. Creo que nunca saldré de aquí.
Su voz arrastraba cierta envidia que no se molestó en disimular. Hubiera deseado escapar a su futuro en el pueblo, como hacían sus amigos, pero su familia no alcanzaba a ofrecerle otro horizonte. Inmerso en esa frustración, no imaginó lo certero de su presagio.
Jamás saldría de allí.
Nadie lo habría pronosticado con tal precisión, de hecho. Aunque el tiempo se encargaría muy pronto de confirmar su vaticinio. De un modo cruel.
Los tres, ajenos a la tragedia que se iba gestando con el transcurso de las horas, se levantaron. Llegaba el instante de la despedida. Sus familias aguardaban, debían superar el trance del último abrazo y separarse en dirección a sus hogares. La tristeza iba calando en el ánimo del grupo, se resistían a renunciar a todo lo que habían compartido. A partir de entonces, tan solo conservarían en la memoria sus vivencias. Y los recuerdos terminaban por disgregarse de la realidad, se diluían en la mente hasta convertirse en retazos sin consistencia. En simples sueños. Por primera vez experimentaban el dolor de quien se ve obligado a dejar atrás algo querido para proseguir su camino. No estaba en sus manos, aún, decidir el rumbo de sus vidas.
Tenían que despedirse ya.
Sin embargo, no llegaron a abrazarse. En el momento en que sus cuerpos se aproximaron, los árboles que rodeaban el parque estallaron en llamas. Un fogonazo súbito se alzó sobre el bosque con una virulencia que los impulsó contra el suelo mientras una nube abrasadora se abría paso como una onda expansiva, arrancando los troncos de cuajo y provocando una lluvia de hojas muertas. Pequeños animales huían despavoridos y los chicos se vieron envueltos en una atmósfera de humo y fuego que creció ante ellos, contenida misteriosamente por la verja que delimitaba la zona de los columpios. El aire ardía, contaminado de partículas incandescentes que aterrizaban con un revoloteo en el parque. Dentro de su recinto, convertido en una isla que se derretía entre mareas de fuego, el tobogán empezó a fundirse. Pronto esa explanada desaparecería, y ellos morirían abrasados.
Los muchachos gritaban y tosían por la falta de oxígeno. Intentaban apartarse de las llamas y de los columpios al rojo vivo. En unos segundos, el paisaje se había transformado en un infierno y apenas lograban mantenerse en pie. Dimitri fue arrancado del parque por un soplo huracanado que lo empujó de un golpe fuera del recinto. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar; simplemente fue absorbido por el humo. Se precipitó en medio de las llamas. Ekaterina y Nikolái se lanzaron hacia delante para intentar socorrerle, pero fue inútil. El calor se lo impidió y tuvieron que apartarse a contemplar espantados cómo las lenguas de fuego caían sobre su amigo, envolviéndolo con voracidad. Dimitri se consumía entre alaridos de dolor, incapaz de soportar las quemaduras que iban carcomiendo su cuerpo. Se arrastraba hacia ellos, extendía los brazos suplicando una ayuda imposible.
Entre sus dedos distinguieron la humeante figura de la matrioska.
Dimitri no se detuvo. Llegó a apoyarse en la verja, transformado en una pira humana que se tambaleaba. Sus amigos asistían a la escena hipnotizados ante esa imagen atroz que encogía el alma. ¿Por qué no moría? ¿Cuánto tiempo más se iba a prolongar su sufrimiento?
—No me olvidéis… —susurró el muchacho, agonizante—, no me olvidéis…
Dimitri calló. Sus manos se soltaron por fin y su silueta carbonizada desapareció hundiéndose en la masa del incendio.
No me olvidéis…
Nikolái despertó.
Conforme recuperaba la consciencia, acertó a escuchar cómo sus propios labios musitaban aún ese ruego: No me olvidéis…
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. El hecho de reconocer su habitación y el ambiente silencioso propio de la madrugada le ayudó a recuperar la calma. Todo había sido un sueño. Un inofensivo sueño.
Se notó húmedo de sudor. Otra vez aquella pesadilla que en los últimos tiempos insistía en protagonizar sus noches. Esa desoladora pesadilla. Nikolái no se movió de la cama mientras los latidos de su corazón se iban amortiguando. Tampoco encendió la luz. Parecía todo tan real en su cabeza… Los rostros de sus amigos, las voces, aquel parque donde se reunieron durante años en Ucrania…
Los mecanismos de la mente eran diabólicos; a través de escenarios auténticos, de genuinos recuerdos que la memoria manipulaba a su antojo, el cerebro articulaba historias falsas que resultaban demasiado verosímiles.
Nikolái estiró un brazo y, a ciegas, abrió el cajón de su mesilla. Tanteó con la mano hasta localizar lo que buscaba: la matrioska que hacía siete años le había entregado Ekaterina.
Aquella muñeca rusa se había convertido en su talismán, un amuleto que ahuyentaba sus miedos y remordimientos.
No me olvidéis… La matrioska lograba incluso acallar aquel eco que reverberaba en su conciencia como si, en efecto, hubiera presenciado ese episodio que su imaginación se empeñaba en recrear.
Aunque Dimitri, por desgracia, sí estaba muerto. Eso sí era real.
¿Cómo podía afectarle de ese modo, después de tanto tiempo?
Nikolái se sorprendió llorando y decidió encender la lámpara de su mesilla, aunque molestara a su compañero de habitación. La penumbra acentuaba el sentimiento de soledad que acababa de envolverle, necesitaba algo de luz para soportar la persistente sombra del pasado.
Motulyak levantó de la cama su macizo cuerpo, más de cien kilos distribuidos de forma irregular a lo largo de su metro noventa de estatura, con cuidado para no despertar a su novia. El somier rechinó al sentir aquella liberación. Era todavía muy temprano, ni siquiera había amanecido y a través de la ventana solo se distinguía la negrura de la noche.
Por suerte, Natalia era muy consciente de que la profesión de periodista no responde a horarios fijos, y ya no se quejaba de los intempestivos movimientos de su pareja. Como reportero, además, Motulyak dependía de las rutinas de los personajes a los que acechaba cámara en mano. Era su trabajo.
Bostezó mientras se dirigía al baño, maldiciendo el talante madrugador de su nuevo objetivo: Karol Viridik, un político del Óblast de Kiev implicado en turbios negocios. Un chivatazo había advertido al periodista de la sospechosa cita que aquel tipo había concertado un par de horas más tarde en un pueblo cercano. Y él tenía que comprobarlo. No podía dejar pasar la ocasión.
Ya frente al lavabo, Motulyak se apartó el flequillo de los ojos y se acarició las mejillas, sintiendo el roce de una barba de varios días. No tenía intención de afeitarse. Justificó su pereza con el argumento de que el sueño que abotargaba sus sentidos incrementaba el riesgo de sufrir algún corte.
Las cuchillas las carga el diablo, se dijo. En cambio, decidió colocarse de perfil ante el espejo, una maniobra que le devolvió una silueta poco atlética. Tampoco está tan mal, se dijo. Tengo cuarenta años. Se dio leves golpecitos en el prominente vientre. Definitivamente, tenía que dejar de beber. Al menos, cerveza; el vodka podía esperar.
No tardó en salir de casa, tras revisar minuciosamente su valioso equipo fotográfico. El simple contacto con aquel material despertaba en él un extraño instinto; era un periodista de raza cuyos sentidos se activaban al sentir sobre los hombros el peso de sus herramientas de trabajo.
—¿Otra vez la pesadilla?
Martín, su compañero de habitación en aquella residencia universitaria, se acababa de incorporar torpemente sobre la cama y se frotaba los ojos. La pregunta había brotado pastosa, somnolienta.
—Te he despertado, lo siento —se disculpó Nikolái, secándose las lágrimas con disimulo—. Me ha entrado el agobio, necesito algo de luz.
—No problem —el chico se estiraba bajo la manta—. ¿De nuevo el incendio?
Nikolái asintió.
—Otra vez he visto la muerte de mi amigo Dimitri… Nos miraba mientras se iba quemando. No consigo olvidar sus ojos.
—Pero tú no llegaste a ver el accidente, ¿no?
—No, ni Ekaterina tampoco. El incendio se produjo al día siguiente de nuestra marcha, el cuatro de marzo de 2004. Ya no estábamos allí. De hecho, nos enteramos dos días más tarde, fue un caos. Todo era un caos en esa región. Se quemaron varias granjas, un pequeño pueblo desapareció del mapa y muchas hectáreas de bosque quedaron arrasadas. Murieron cuarenta familias. La de Dimitri Lébedev entre ellas. Al completo. Él, sus padres y sus tres hermanos.
—Joder, vaya historia.
—Ya lo creo.
—Lo que no entiendo es por qué sueñas con eso siete años después. Se supone que ya lo tienes superado, ¿no?
Nikolái suspiró.
—En realidad, nunca he dejado de recordarlo. Cada cierto tiempo, me viene a la cabeza mientras duermo.
—Pero nunca con la frecuencia de estos días…
—Ni con la intensidad —Nikolái estaba impresionado ante la excepcional viveza de las imágenes—. Es alucinante cómo reconstruyo en esos sueños cada detalle. Y eso que no lo viví.
—La memoria guarda mucho más de lo que imaginamos.
Nikolái estuvo de acuerdo. El símbolo del Club del Trueno era buena prueba de ello. Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello…
—¿Y tienes idea de por qué estás tan… sensible estos días?
Martín se había terminado de desperezar y ahora doblaba su almohada para acomodarse. Era un conversador nato, y ni siquiera la madrugada reducía su interés cuando un asunto le intrigaba.
—Creo que sí —dedujo Nikolái—. En la facultad nos han encargado un reportaje de investigación para navidades.
Esa información dejó indiferente a su compañero.
—¿Y…? Es un coñazo tener que trabajar en vacaciones, pero no parece tan grave como para provocar pesadillas. Ni siquiera en alguien tan vago como yo.
Nikolái suspiró. No encontraba fuerzas para sonreír.
—He decidido volver a Ucrania.
—¿Volver? —ahora Martín sí parecía haber despertado por completo. Se había erguido y enfocaba con sus ojos a Nikolái—. ¿Volver a Ucrania?
—Dos o tres semanas —concretó él—, lo suficiente para hacer un reportaje sobre el incendio que mató a mi amigo. Se lo he propuesto al profesor y ha estado de acuerdo. Mis padres han preferido mantenerse al margen.
Martín se rascaba la cabeza, confuso. Entonces cayó en la cuenta de lo que implicaba aquella iniciativa:
—¿Me voy a quedar sin hacker durante tanto tiempo?
Nikolái era muy bueno con la tecnología y solía resolver los abundantes problemas informáticos que asediaban a su compañero.
—Sobrevivirás, Martín.
—¿Pero estás seguro de que es una buena idea?
Nikolái se encogió de hombros.
—Lo sabré cuando llegue allí —se quedó en silencio unos segundos—. Intuyo que ha llegado el momento de reconciliarme con mi pasado, Martín. Jamás he regresado a mi país desde que nos fuimos, nadie de mi familia lo ha hecho. Quizá sea eso lo que me impide superar lo que ocurrió. Necesito despedirme de mi amigo, no sé. Visitar su tumba.
—Pasemos primero a lo práctico: ¿tu familia te paga el viaje? Porque no será barato…
—Parte. Y con los ahorros que tengo del curro, será suficiente. Además, nos quedan algunos parientes en esa zona. En caso necesario, puedo recurrir a ellos.
—Vale —ahora Martín adoptó un gesto malicioso—. ¿Y no será que quieres seguir la pista de esa amiga rubia en la que tanto piensas? Sé que la has estado buscando en internet… y en esa foto promete —señalaba la que Nikolái tenía enmarcada sobre la mesilla, la que tomaron durante su último encuentro—. Seguro que ahora está muy buena, se intuye material de primera.
Nikolái cerró los ojos. Ekaterina. Una búsqueda que se había prolongado durante años —eso no podía sospecharlo Martín—, y que había resultado infructuosa. Ella no había dejado huellas en su marcha hacia el futuro. Ni una sola.
Nikolái se apresuró a rechazar con la cabeza la suposición de su compañero, aunque el comentario le había hecho daño.
—Ella también forma parte de ese pasado, es cierto. Pero son asuntos distintos.
Otro asunto, sí, continuó pensando. Pero casi igual de doloroso. Dos ausencias, al fin y al cabo. Aunque Ekaterina siguiese con vida, Nikolái ya no formaba parte de su realidad. Para él, por tanto, se trataba de dos pérdidas definitivas. Dos recuerdos de personas que no pudo o no supo retener a su lado. Era tan joven cuando abandonó Ucrania…
Su falta de culpa en aquellos hechos no mitigó la tristeza. No le sirvió ese atenuante. Siempre prefieres castigarte, solía decirle su padre cuando Nikolái se echaba sobre los hombros la responsabilidad de tropiezos que no le correspondían. Tienes alma de mártir.
—Será mejor que durmamos, Martín.
Nikolái cogió su iPhone y apagó la luz. Ahora necesitaba escuchar canciones tristes, dejarse invadir por melodías teñidas de nostalgia. Se colocó los auriculares.
Juremos en voz alta por el Trueno que, antes de diez años, la matrioska volverá a estar completa o una maldición caerá sobre todos los miembros del club.
La profecía formulada por Ekaterina, aquella última tarde de su adolescencia en Ucrania, se repetía en la cabeza de Nikolái bajo el sonido de Life for rent, su canción favorita de Dido. Pero esa sentencia no había respetado el plazo, tan solo les había concedido veinticuatro horas; el tiempo exacto que había tardado Dimitri en morir, haciendo imposible que cumplieran el juramento.
Su muerte los había condenado a una separación irreversible, habían sido traicionados por las circunstancias. Entonces todavía no había internet en el pueblo y habían acordado que Nikolái y Ekaterina enviarían sendas cartas a Dimitri con sus domicilios, para establecer el contacto. Sin embargo, cuando ellos aterrizaron en sus respectivos destinos, el escenario de su primera juventud había desaparecido, consumido por las llamas. Mientras se iban alejando a bordo de los aviones, sus historias se desintegraban. Y entre las cenizas, bajo el firmamento donde flotaba aún la huella de sus vuelos, quedaba la vida interrumpida de Dimitri.
Nikolái apretó los dientes. Nada de su pasado había sobrevivido a aquella catástrofe. Excepto la matrioska, que de ese trágico modo había terminado convirtiéndose en un tesoro de incalculable valor para él. Su objeto más valioso, junto a la foto que se hicieron al despedirse y otras dos que conservaba, tomadas durante el verano de 2003.
Se giró en la cama para mirar el resplandor de las luces de la ciudad a través del cristal de la ventana. Las lágrimas volvían a resbalar por su rostro hasta caer sobre la almohada. Una sutil sensación de orfandad fue cubriéndole como una segunda piel.
El día que abandonó Ucrania se llevó como equipaje todo lo que no importaba. Y desde entonces, a pesar de la cercanía de sus padres, no había logrado desembarazarse de una soledad que se hacía presente en los momentos más inoportunos.
Ahora él se disponía a regresar, a hacer frente a un episodio que le había marcado desde la distancia.
—Eres un romántico —concluía Martín, desde su cama—. No lo puedes evitar.