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LA MUERTE DE CHICO

AÑOS antes de la revolución del 54 se hizo un expediente contra el jefe de policía don Francisco García Chico.

El expediente llevado contra Chico lo hacía don Mauricio Castelo, quien tenía resentimientos contra él. Habían seducido a los agentes de la ronda secreta y a una porción de ladrones y gente maleante que habían declarado contra Chico.

Aviraneta vivía entonces en Madrid en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Comadre, ya al comenzar los barrios bajos.

El día 22 de julio de 1854 supo don Eugenio por su lavandera que los amigos del célebre torero Pucheta, dictador de aquellos andurriales, habían señalado su casa y su persona a las iras del pueblo como cristino. Indagó don Eugenio y pudo averiguar que, efectivamente, se encontraba en la lista de los sospechosos.

En vista de esto tuvo que tomar medidas y pensó en buscar un asilo seguro. Su señora se refugió en casa del médico que les visitaba, que vivía en la vecindad.[6] Entre los dos sacaron de noche los papeles y los cuadros regalados por María Cristina y algunos muebles y los llevaron a casa del médico; luego cerraron la puerta con llave.

Aviraneta visitó a algunos amigos y conocidos para ver si le daban albergue por unos días, y obtuvo una absoluta negativa.

Al fin, tuvo que ir a casa de la lavandera que le había avisado que estaba perseguido, y allí encontró un rincón seguro para pasar unos días.

Le llevaban papeles que se publicaban en la calle y números de El Murciélago, de La Mentira y de El Miliciano.

Cuando creyó don Eugenio que la violencia revolucionaria había ya pasado, salió de la buhardilla de la lavandera para visitar a algunos amigos que estaban, como él, considerados como sospechosos, para ver qué habían hecho y tomar una orientación.

Se acercó al centro entre la gente huyendo de los barullos; fue por la Concepción Jerónima, calle de Atocha y plaza de Santa Ana a la calle del Prado a ver al dueño de una casa de la calle del Lobo, donde había vivido. En la desembocadura de esta calle con la del Prado había una barricada defendida por toreros, casi todos de la cuadrilla de Cúchares.

Intentó entrar por la calle de la Visitación, pero estaba también cortada.

Volvió a la plaza de Santa Ana y siguió por la calle del Príncipe.

Iba por la calle de Sevilla a la de Alcalá cuando se encontró detenido en la esquina por una barricada alta formada por carros, muebles, tablones y adoquines. Estaba la barricada vigilada por un grupo de paisanos armados, entre los que abundaban tipos de torero con traje corto y calañés y mozos de los cafés próximos.

Aquella tarde el centro de Madrid estaba en perpetua ebullición; no se decidió a ir a su barrio porque temía que le conocieran y fue a un café de la calle Ancha. Se hizo amigo del mozo, le contó una historia falsa, y el mozo, compadecido, le recomendó una casa de huéspedes de la calle Silva.

Fue a ella; la patrona tenía mal semblante, y a las pocas palabras que cambió con ella comprendió que estaba recelosa y dispuesta a avisar a la policía.

Por la mañana, al alba, se levantó y se vistió. Su instinto le hacía creer que no estaba muy seguro en aquella casa.

Se asomó al balcón y se sentó en una silla. A eso de las cuatro vio que la patrona salía a la calle y poco después volvía con un hombre.

Abrió la puerta de su cuarto y avanzó por el pasillo de la casa, todavía oscuro. La patrona y el hombre hablaban de Aviraneta; habían dejado la puerta abierta.

Inmediatamente se puso el sombrero y bajó las escaleras con rapidez con las botas en la mano; en el portal se las puso, salió a la calle, corrió por el callejón del Perro y se metió en un portal abierto e iluminado de la calle de la Justa.

Era un burdel. Había una vieja harapienta con aire de lechuza y dos muchachas feas vestidas con colores chillones.

La vieja conoció por la actitud de don Eugenio que iba huyendo.

Aviraneta se sentó en un banco y charlaron. La vieja hablaba del destino con fatalismo tan estoico que Aviraneta se asombró.

De allí pasó a un café de la calle Ancha.

Cuando estaba dispuesto a salir del café, después de haber almorzado, el amo del café mandó cerrar la puerta y las ventanas en vista del gran alboroto que había en la calle.

Venía por la calle Ancha una masa de gente harapienta, zarrapastrosa, formada principalmente por mujeres y chicos que vociferaban y daban alternativamente vivas y mueras. Algunos hombres armados con fusiles y pistolas y garrotes se veían en la multitud.

Después vio don Eugenio un tipo mal encarado, con bigote y patillas, vestido con andrajos, con una faja encarnada y sombrero catite, que llevaba, a manera de estandarte, un retrato grande en un palo.

Luego vio un verdadero paso de Semana Santa: sentado en un colchón y sostenido en unas parihuelas, apareció en la plaza de Santo Domingo un hombre flaco, amarillo, ictérico, como una momia, ya viejo, con patillas grises.

Iba medio desnudo, cubierto con una camisa blanca y pañuelo en el cuello, gorro de color en la cabeza y en la mano un abanico, con el que se abanicaba tranquilamente.

Su expresión era fosca, amarga y casi burlona. A no ser por los dicterios que le dirigían las turbas, se le hubiera podido tomar, por su actitud tranquila y displicente, por el reyezuelo de una tribu que se paseaba en andas entre sus vasallos.

—¿Quién es este hombre? —preguntaron varios.

Los gritos, ya distintos, que se oyeron a poco de «¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!» les hicieron comprender que el hombre que llevaban en las parihuelas, como imagen de Semana Santa, era el célebre jefe de Policía de Madrid. Al lado suyo iba una mujer, que dijeron era la suya, y detrás, el portero de su casa, a quien daban empujones.

—¿Adónde le llevan? —preguntó un mozo del café a uno de la calle.

—A la plaza de la Cebada, a quitarle la vida.

—Lo tiene muy merecido.

Pasó la procesión y la multitud se derramó por la costanilla de los Ángeles y por la cuesta de Santo Domingo.

No sabiendo dónde meterse, con la impresión que debe sentir el animal perseguido y acosado y con todos los recursos agotados, se metió Aviraneta en la iglesia de San Ginés y se sentó en un banco dispuesto aunque fuera a pasarse el día entero.

A las primeras horas de la tarde se le acercó un sacristán y le dijo que iban a cerrar la iglesia. Estaba vacilando cuando recordó que en la calle de Colodreros había una taberna de un asturiano amigo suyo.

Al salir de la taberna se encontró con un estudiante de Medicina, amigo del médico que les visitaba, y andando fueron los dos por la calle de Cuchilleros y empezaron a bajar la escalera. Iban por la calle abajo, cuando tres paisanos les dieron el alto.

Les hicieron volver a subir la escalera de piedra y entraron todos en la taberna que había en el ángulo de la plaza, que se llamaba El Púlpito.

Les preguntaron quiénes eran, e iban a dejarles libres cuando apareció un revendedor del teatro Real llamado el Mosca.

—Este es Aviraneta —gritó el Mosca al verle—, un amigo de María Cristina. Hay que llevarle a la Junta.

Se reunieron con el Mosca algunos granujas y desocupados, comparsas de todos los alborotos populares, y les llevaron al Ayuntamiento.

Entraron en la casa de la Panadería, y les condujeron ante un grupo de personas constituidas en tribunal. Era una Junta revolucionaria. Les interrogaron e inmediatamente el estudiante fue puesto en libertad. Aviraneta dijo su nombre y no ocultó sus amistades ni su historia política.

Aquella Junta estaba formada por personas sensatas y el presidente dijo que no había el menor motivo para la detención de don Eugenio.

En esto el Mosca salió detrás de Aviraneta y gritó:

—Hay que detener a este hombre. Es un cristino, un confidente de Sartorius, un consejero de la Piojosa.

El público se dividió. Aviraneta iba ganando terreno, cuando un desconocido propuso que les llevaran al Mosca y a él a la Casa de Correos, donde estaba reunida la Junta suprema revolucionaria.

En medio de un grupo de desharrapados llegaron a la Puerta del Sol y entraron en el Principal.

Llevado delante de la Junta, la ira que devoraba a Aviraneta le hizo pronunciar un discurso violento. Él, que había sufrido persecuciones como liberal, sería encarcelado por la denuncia de un miserable que había peleado en las filas de Don Carlos.

—No sólo es el Mosca el que le denuncia a usted como amigo y cómplice de María Cristina —dijo uno de la Junta—; hay otros que afirman lo mismo.

—¿Quiénes son esos otros? —gritó don Eugenio—; que vengan, que muestren su cara.

Le tomaron por su cuenta dos andrajosos, le pusieron en una cuerda de presos y le llevaron al Saladero rodeado de bayonetas.

—¡Son de la camarilla de la Piojosa! —decía la gente al pasar—. ¡Mueran! ¡Mueran! —y les insultaban y les tiraban piedras.

Llegaron al Saladero.

Le metieron en un calabozo sucio y húmedo y estuvo allí encerrado cerca de un mes. La vida en aquellos días fue horrible. Dormía en el suelo, comía el rancho de la cárcel y no podía hablar con nadie más que con algunos desdichados que, como él, pasajeramente le hacían compañía.

Empezó el juez a tomar declaración a los presos del período de la revolución, y la mayoría no tenían la menor culpa ni la menor relación con los hechos que se les imputaban. Habían sido casi todos enviados al Saladero por sospechas, por capricho de los sublevados; algunos eran, indudablemente, víctimas de venganzas particulares.

Cuando sacaron a don Eugenio de aquel calabozo y le pusieron en comunicación, y fue Josefina a verle, empezó a llorar al encontrarle en tan lastimoso estado. Se hallaba flaco, enfermo, sin poder tenerse en pie, los ojos inflamados, lleno de parásitos, la ropa interior sucia y casi podrida.

Indicó Aviraneta a doña Josefina que fuera a casa de Istúriz y otros amigos y que se enterara de la situación en que había quedado la política.

Don Evaristo San Miguel fue por entonces nombrado ministro de la Guerra.

Ya enterado de quiénes eran los personajes más influyentes, escribió don Eugenio una carta al general Espartero y otra a don Joaquín Francisco Pacheco, que no le contestaron.

Mandó también un documento a don Evaristo San Miguel exponiéndole los hechos y una esquela recordándole su antigua amistad y la confraternidad con los masones, y San Miguel, inmediatamente que recibió la esquela de Aviraneta, mandó ponerle en libertad.

Tras de la cárcel, fue don Eugenio a San Sebastián, alquiló una casa en el barrio de San Martín y vivió allí con su mujer cuatro años, ocupado en leer libros, escribir sus recuerdos y hacer una colección de insectos, de conchas y de caracoles. El Gobierno le había dado el retiro y el sueldo era pequeño.

Tenía dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes suyos, y solía pasar grandes ratos en la imprenta de Baroja. Allí se reunían con frecuencia el general don Nazario Eguía, el Manco; el intendente Arizaga, el general Van Halen, Antonio Flores, el autor de Ayer, hoy y mañana, y otros.

Unos años después, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida agitada de la corte, volvió don Eugenio a Madrid y se instaló con su señora en un piso de la calle del Barco. Doña Josefina tenía algunas amigas y pertenecía a una Junta de caridad.

Josefina y don Eugenio iban casi todos los años a tomar los baños de Trillo, y los veranos solían marchar a Salas de los Infantes y a San Leonardo.

En la casa de la calle del Barco, número 28, piso tercero, vivió don Eugenio unos trece años, y el día 8 de febrero de 1872, a las dos de la tarde, murió a consecuencia de una fiebre tifoidea.

Tenía ochenta años. En su testamento, hecho el día 5 de abril del año 1853, al poco tiempo de su boda indicaba que el entierro fuera pobre y sin ostentación, sin misas ni funerales. Legaba todo cuanto tenía a su mujer. Los testigos de este testamento fueron don Mauricio Castelo, el enemigo de Chico, y don José López. El testamento estaba fechado en Madrid ante el notario don Dionisio Antonio de Puga.

Cuando murió, ningún periódico de Madrid dijo nada de él. Únicamente El Tiempo publicó una noticia de unas líneas que decía: «Ayer falleció don Eugenio de Aviraneta, que tuvo alguna participación en el Convenio de Vergara».

Se le enterró en el cementerio general del Norte.