XLIX

EL MATRIMONIO DE AVIRANETA

PASARON algunos años; Aviraneta se había resignado a no llegar a nada y se contentaba con ser espectador y comentador de los sucesos políticos.

Había intimado con la reina madre en París, cuando vivía en su palacio de la calle de Courcelles, y le había intentado convencer de que un Gobierno fuerte y liberal era la salvación de España.

En Madrid, María Cristina le llamaba al palacio de la calle de las Rejas; le preguntaba su opinión acerca de las cuestiones políticas y quería que le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio.

María Cristina sabía que Aviraneta vivía pobremente, y le decía:

—Han sido muy ingratos para ti; si necesitas dinero, vete a ver a Pepe Salamanca de mi parte; yo le escribiré.

—Señora —contestaba don Eugenio—, tengo lo bastante para vivir.

María Cristina le envió de regalo cuadros y estatuas; a pesar de esto, don Eugenio no la quería. Aquella ansia de hacer dinero a todo trance y de considerar España como una finca le molestaba.

Cuando el general Lersundi fue presidente y Egaña ministro de la Gobernación, estuvo este en casa de Aviraneta a decirle que, de parte de la reina, del general y de la suya, venía a verle para que pidiese un cargo.

—Yo ya no quiero ser nada —contestó don Eugenio—. Me basta con vivir tranquilo.

Durante estos años intermedios entre la guerra civil y la revolución del 54 se oyó hablar mucho de Chico, sobre todo cuando comenzaron las prisiones y las deportaciones; Chico se hizo célebre como jefe de policía de Madrid.

Era muy odiado por el pueblo. Todo el mundo contaba horrores de él y se le consideraba como un esbirro capaz de los mayores atropellos y violencias.

La casualidad y la mala voluntad de un ministro hizo que Aviraneta apareciera unido a Chico en un asunto en que no tenían nada de común.

En 1847 prendieron a don Eugenio y a Chico, y los deportaron; a Aviraneta a Alicante; a Chico, a Almería.

El Gobierno había interceptado una carta de don Eugenio enviada a París burlándose de los puritanos que ocupaban el Poder.

Respecto a Chico, tenía, en abril de 1847, una letra de 25 000 francos del duque de Riánsares, aceptada por el ministro de la Gobernación, Benavides, para cobrar. Por entonces hubo una algarada de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la libertad y a la reina. El ministro pensó: «Vamos a prender a Chico y a Aviraneta; a Aviraneta le castigamos por su correspondencia, y a Chico no le pago la letra hasta que tenga dinero; de paso se da la impresión a la gente de que ha habido un complot».

En el número de La Ilustración Francesa correspondiente al 24 de abril de 1847 trae en la cabeza un grabado con el título: «Émeute à la Puerta del Sol à Madrid», y en el texto una carta que dice:

Han ocurrido el domingo 11, en Madrid, escenas que el mismo día han causado gran emoción en las calles y plazas de la capital, y al día siguiente, en la sesión del Congreso; escenas de las que todavía no hay acuerdo en cuanto a sus autores ni al fin que las motivaban, pero que tienen una rareza incontestable.

La joven reina, que, según su costumbre, había salido de paseo en un coche guiado por ella misma, se dirigía al Prado. Iba sin escolta y casi sin acompañamiento, cuando grupos que se notaban en el camino, de distancia en distancia, se pusieron delante de ella gritando: «¡Viva la libertad! ¡Viva la Constitución! ¡Viva Espartero! ¡Viva la Guardia Nacional!». El grito de «¡Viva la reina constitucional!» se oía algunas veces, pero salía de gargantas muy avinadas para que fuese halagador.

En la Puerta del Sol la reina tuvo que detener sus caballos para no aplastar a la muchedumbre. En la Cibeles los grupos pararon el coche y Su Majestad se vio obligada a escuchar un discurso, llamémosle patriótico, y a recibir algunas flores y palomas con lazos. En el Prado los gritos aumentaron en violencia; media docena de jóvenes se subieron a la zaguera del carruaje y no lo abandonaron un solo instante, mientras que otros pararon los caballos, y algunos, más atrevidos aún, se acercaron tanto a la cara de Su Majestad que más de una vez tuvo esta que apartarse bruscamente para evitar su contacto.

Gritos de muerte se mezclaban algunas veces. Cuando Su Majestad se retiró arreció tanto el desorden en la Puerta del Sol que tuvo que intervenir la fuerza armada. En la calle de San Jerónimo se dieron cargas, y en la calle de la Montera se cantó el Himno de Riego. Se adoptaron medidas para impedir la repetición de estos hechos y descubrir a sus autores.

Sin embargo, se han dado algunos gritos durante el día 13. Las sospechas no se han dirigido sobre los progresistas, y las dos detenciones llevadas a cabo son las de monsieur Aviraneta, carlista exaltado, y la de don Francisco Chico, antiguo jefe de policía con los moderados.

Sus domicilios y papeles han sido cuidadosamente revisados. Al primero lo han llevado a Alicante, donde será encerrado en el castillo, y al segundo, a Almería, en donde quedará prisionero.

Años después en Madrid, 1852, actuaba en los Campos Elíseos, cerca de la calle de Alcalá, una compañía de ópera. Una noche apareció una cantante tan mala sobre la escena que se desencadenaron las iras del público, protestando contra la voz detestable de aquella artista.

Desesperada esta, pues el empresario en el mismo momento la hizo rescindir el contrato, estaba hecha un mar de lágrimas en su camerino, y he aquí que aparece don Eugenio de Aviraneta y que le dice que no se desespere. Esta muchacha a quien fue a consolar resultó ser de Tolosa de Francia, de familia conocida de don Eugenio, y no sabiendo qué hacer con ella y encontrándose viejo y solo, le propuso casarse. La muchacha aceptó con reconocimiento, y el 4 de noviembre de 1852 contrajeron matrimonio, siendo intendente militar de segunda clase, de cincuenta y nueve años, feligrés de la real parroquia ministerial del Real Palacio, en Madrid, con doña Ana Enriqueta Josefina de Esperamons, de veintiséis años, natural de Tolosa de Francia, hija de don Francisco, ya difunto, y doña María Luisa Lebert.

El matrimonio se verificó en el cuarto que ocupaban ambos contrayentes en la calle de Bailén, número 12. Fueron testigos de la boda don Joaquín Barroeta y Aldamar, gentilhombre de Su Majestad la reina; don Francisco, de los mismos apellidos, caballerizo de Su Majestad, y don Casimiro Martín, del comercio y natural de Tolosa de Francia, con otras varias personas de distinción.

El día 6, en la real iglesia de la Encarnación recibieron las bendiciones nupciales, celebrándose la misa de velaciones, siendo padrino el excelentísimo señor don Modesto de Cortázar, gran cruz de Isabel la Católica, ex ministro de Estado y senador. Y en su nombre, don Miguel de Pedrosa, y madrina la excelentísima señora doña Felisa Blanco de Lersundi.