XLVIII

EXPULSADO

A mediados de abril salió para París a explorar personalmente el terreno, en vista del estado de incertidumbre en que estaban los negocios de España y la conjuración naciente.

Hasta el cuarto día de su llegada a París no pudo presentarse al embajador español, marqués de Miraflores.

Al presentarse al marqués, le dijo que el subsecretario del ministro del Interior había ido aquella mañana, de parte del ministro, a quejarse del viaje de don Eugenio a París, y que deseaban saber qué objeto le conducía allí. El marqués añadió que si no se hubiera presentado aquel día sé hubiera tomado una providencia para hacerle salir inmediatamente.

Aviraneta respondió al marqués que su viaje no tenía otro objeto que visitar la capital y los monumentos que encerraba.

Se despidió del marqués, y volvió a su casa lleno de recelos, pues supo muy pronto que el subprefecto de Bayona había avisado al Gobierno por telégrafo su salida de Tolosa, a instigación del cónsul Gamboa.

Tomó un coche, porque sus piernas estaban bastante cansadas desde el atentado de Madrid, y fue a entregar la carta al barón de Colins.

Era el barón un venerable personaje de más de sesenta años, muy bien conservado, fresco y limpio.

Aviraneta le preguntó lo que deseaba saber, y el barón le dijo que no sabía más sino que el conde de Parcent, protector de su amiga Fanny, estaba intrigando en nombre del infante Don Francisco; que el negocio era muy delicado por andar en él Luis Felipe, por intereses de familia, y que si le interesaba se enteraría mejor por un amigo que tenía relaciones con la alta política.

A los seis días apareció el barón en casa de don Eugenio, y le llevó de paseo en una elegante carretela. Hablaron por el camino, y el barón le dijo que había trabajos ocultos a favor del infante Don Francisco de Paula para que las Cortes de España le nombraran corregente en unión de la reina Cristina y para que se concertara el matrimonio de su hijo mayor con la reina Isabel.

El plan estaba en sus comienzos, pero se trabajaba sin descanso, y los organizadores sólo aguardaban a que sucediera en España un gran acontecimiento político para realizar el proyecto.

A don Eugenio, ya con estos hilos en la mano, sólo le faltaba una persona de talento para meterla en el seno de la conspiración y enterarse de todos sus pormenores.

En París estaba Valdés, a quien Aviraneta pagaba por orden de Pita Pizarro, y en Bayona tenía a García Orejón, pero ninguno de estos dos sujetos inspiraba confianza a don Eugenio.

Se había propuesto prolongar su estancia en París para desentrañar los trabajos de los franciscanistas; pero por indicaciones del Gobierno francés y la Embajada, tuvo que marcharse precipitadamente a Tolosa a mediados de mayo.

En junio de 1840 emprendieron los reyes un viaje a Barcelona. Aviraneta, desde Tolosa, seguía los hilos de las tramas contra la reina gobernadora.

A principios de agosto de aquel año, un agente de Aviraneta que residía en París arrancó el verdadero secreto del plan que se tramaba contra la reina, y se lo escribió a don Eugenio con todos sus pormenores. Este lo tradujo, y se lo envió a Pita Pizarro.

Tenía Aviraneta un amigo, joven literato, redactor principal del periódico El Centinela de los Pirineos, que en otra ocasión le había servido ayudándole a descubrir quién mandaba noticias secretas desde los Ministerios de Madrid a los periódicos de Bayona. Era este un protegido de Pita Pizarro, que se llamaba J. Bosque, empleado en el Ministerio de Hacienda.

El periodista francés amigo de Aviraneta se llamaba René de Baissac, y a este se dirigió don Eugenio para que fuera en su lugar a París, ya que él no podía ir en persona a enterarse de lo que allí se tramaba.

René de Baissac llegó a París, y fue muy bien recibido por los amigos de Fanny, a quien don Eugenio pidió cartas de recomendación.

Pronto se hizo amigo de los principales jefes de la conspiración, y el día 5 de agosto Aviraneta recibía una carta de su confidente con noticias muy interesantes. Le decía que en Barcelona querían impedir a la reina que volviera a Madrid, despojarla de la regencia y embarcarla para Nápoles; los conspiradores se hacían los progresistas, pero en el fondo lo que deseaban era derrocar la Constitución. Thiers sabía que el viaje a Barcelona era una celada, y se lo había avisado a la reina.

Convenía que cuanto antes volviera la Corte a Madrid, adelantándose a que el conde de Parcent, Valdés y demás cabezas de la conspiración consiguieran amotinar Barcelona y echar a la reina.

Todas estas noticias fueron, por conducto de Aviraneta, a Pita Pizarro. Querían, además, los franciscanistas proclamar al infante Francisco de Paula regente por tres meses, y casar a Isabel con el hijo mayor, que tenía diecinueve años, y que tomara este matrimonio lo antes posible las riendas del Estado.

Las verdaderas tramas de la conjuración contra la reina radicaban en Londres y en Madrid; al infante le engañaban con esperanzas de darle la regencia, pero el Gabinete inglés era el que verdaderamente mandaba en este asunto.

Aviraneta enviaba toda clase de avisos a la reina para que se fuera a Madrid cuanto antes. No lo hizo o no pudo hacerlo, y vino la revolución y se perdió María Cristina.

Llegada a Perpiñán, se presentó a la reina don Patricio de la Escosura, y habiendo preguntado la reina por Aviraneta a este señor, le avisó a don Eugenio que Su Majestad se dirigía a Marsella.

Aviraneta fue a Marsella, se presentó a la reina, que le recibió muy bien, y hablaron mucho de los asuntos de España. La reina le dijo que deseaba que se pusiera de acuerdo con el marqués de Miraflores.

Al día siguiente, don Eugenio recibió un billete del marqués de Miraflores citándole al Consulado español. Tuvieron Aviraneta y el marqués una conversación larga, y trataron de los medios que debían emplear para realizar una reacción y derribar del Poder al general Espartero. Aviraneta propuso el plan que le parecía más asequible y el dinero que creía necesario.

Salió inmediatamente don Eugenio, y en la diligencia, al llegar a Arlés, se le presentó un caballero elegante que le preguntó si era él un español, que residía en Tolosa, que había ido a conferenciar con la reina Cristina. Don Eugenio dijo que sí. Entonces el caballero dijo:

—Las autoridades han recibido el aviso de que se le arreste a usted y se le conduzca a la frontera de Italia; se lo advierto para que vea lo que va a hacer y no sea detenido.

A esto había hecho el signo masónico de inteligencia y reconocimiento, al que contestó don Eugenio. Fueron los dos a un cuarto separado que había en un café inmediato, y allí Aviraneta le contó todo lo que le ocurría.

—Ha obrado usted como un bravo español —dijo el señor—; no tenga usted cuidado, que yo le salvaré.

Llevó a su casa a don Eugenio, en donde estuvo cerca de diez días. Este señor, rico comerciante de harinas, tenía muchas influencias en el pueblo, y, después de haber hablado con el comisario de policía, pudo continuar don Eugenio su viaje hasta Tolosa.

En Tolosa le manifestaron las autoridades que tenían órdenes de expulsarle de Francia y que esta medida la había solicitado el entonces embajador español en París.

Don Eugenio dijo que se encontraba enfermo, y se metió en su cuarto sin salir casi más que de noche; suspendió su correspondencia con Pita Pizarro, y del único que recibía alguna noticia era del marqués de Miraflores.

Escribió un folleto, que envió al marqués de Miraflores para que figurara en las Memorias de este señor, insertándolo en la historia de los siete primeros años del reinado de Isabel II. En 1843, el marqués publicó dicho trabajo, y después devolvió a don Eugenio su Memoria, quien pensó también en publicarla en español, inglés y francés a la par.

Poco tiempo después, estando completamente tranquilo, se recibió en Tolosa la orden de expulsarle de Francia, y esta vez no tuvo más remedio que obedecer.

Escribió a sus parientes de San Sebastián para que preguntasen al jefe político, Amilibia, si podía pasar a aquella ciudad para vivir tranquilo en ella, y le contestaron que tenían órdenes de prenderle en el momento que apareciera allí.

No sabiendo qué hacer, volvió a Pau, donde vivía un amigo, quien le acogió en su casa. Hablando con este señor, descubrió que la letra del corresponsal de París del marqués de Miraflores era la misma de un Manuel Salvador, que antes le había denunciado en Bayona. Entonces cayó en la cuenta de que toda aquella persecución de que era objeto venía del propio marqués de Miraflores.

Mes y medio después de su llegada a Pau fue llamado a la Prefectura, en donde se le hizo saber que tenía que dejar Francia. Le tomaron la filiación y le preguntaron a qué país pensaba dirigirse. Aviraneta dijo que a Suiza. Entonces le extendieron el pasaporte más ignominioso que puede darse, y unos agentes le condujeron al correo. A poco de llegar a Ginebra un amigo de Bayona le remitió cuatro números de El Correo Nacional, periódico que se publicaba en Madrid. En ellos venía un juicio crítico de la Memoria escrita por Aviraneta, insertando los principales párrafos de ella como arma para hacer una guerra de facción y partido contra el general Espartero, al paso que a don Eugenio se le ponía por los suelos. Conoció, desde luego, que el autor no podía ser otro que el marqués de Miraflores, a quien había dado su Memoria.

El año 1843, a su vuelta de Suiza a Madrid, se lo explicó todo don Ramón Ceruti.

Todo esto fue una pura venganza del marqués de Miraflores, motivada por ciertas notas virulentas que enderezó don Eugenio en el folleto que publicó en Zaragoza con el título Lo que debería ser el Estatuto real ó Derecho público de los españoles y por las observaciones que mandó a la reina Cristina y a Pita Pizarro.

Aquellas notas y observaciones contenían verdades amargas acerca de las personalidades del rey Luis Felipe, monsieur Guizot, Martínez de la Rosa, Burgos y otros personajes de la época, tocante a los asuntos de la guerra civil y los manejos ocultos que los embrollaban. Nadie contestó entonces, y reservaron la venganza para el año 1840. Este fue el verdadero origen de la persecución y de la expulsión de Francia, según Aviraneta.

Al mes de su llegada a Ginebra su confidente García Orejón avisó a don Eugenio que una horrenda trama, con fines carlistas, se fraguaba en París, y que las reuniones se celebraban en casa de Salvador, citando la calle, la casa y piso en que habitaba. Estas noticias se las participó don Eugenio al secretario de la reina madre, quien, probablemente, se lo diría al rey Luis Felipe; lo cierto es que la policía fue a la casa, y cogió en ella los papeles relativos a la trama, y a Salvador le llevaron a la cárcel con gran satisfacción de don Eugenio.