EN MADRID
UNA vez enterado de las intrigas y rencillas que dividían a los carlistas de Cataluña, se volvió a Bayona. Al llegar se encontró con una esquela del ministro Pita Pizarro, en la cual le decía lacónicamente: «Es necesario que vuelva usted a Madrid».
Tomó la diligencia, y para primeros de octubre se instalaba en la corte en una casa de huéspedes de la calle de Preciados.
Fue primeramente a presentarse a don Pío Pita Pizarro, que le recibió con ansiedad, y le dijo que tanto la reina Cristina como él estaban muy satisfechos de su empresa.
—Ahora —añadía Pita Pizarro— es preciso que usted arregle sus apuntes y redacte una Memoria que contenga todos los hechos que se puedan contar referidos con sencillez y claridad.
A los pocos días llevó su borrador. Pita Pizarro indicó varias correcciones y adiciones, y devolvió el original a don Eugenio para que lo pusiera en limpio; con aquellos cambios se enviaría el escrito a la reina gobernadora.
Arregló la Memoria, y, en compañía de Pita Pizarro, se presentó en Palacio una noche de noviembre de 1839.
La reina hizo muchas preguntas a Aviraneta. En aquella cuestión le interesaba tanto el aspecto político como el novelesco. La intriga con que consiguió enemistar a Don Carlos con Maroto; el envío de el Simancas; todo esto divertía a la reina gobernadora.
A los pocos días de su presentación en Palacio supo por Pita Pizarro que María Cristina mandó leer en la cámara real, en presencia de los ministros, la Memoria suya con los documentos justificativos por el ministro de Gracia y Justicia, Arrazola.
Arrazola visitó a don Eugenio, y le dijo que los ministros todos se quedaron asombrados de su intervención en los asuntos de la guerra, pues no tenían la menor noticia de lo que pudiera haber hecho en Francia.
A la duquesa de la Victoria, entonces en Madrid, le contaron cómo la Memoria de Aviraneta se leía en la cámara regia, y le aseguraron que en esa Memoria se encerraban acusaciones más o menos embozadas contra su marido, el general Espartero.
La duquesa puso el grito en el cielo, y se presentó a quejarse a María Cristina.
La reina dijo a la duquesa:
—Es cierto que Aviraneta ha presentado una Memoria explicando su conducta política en Francia; pero en la Memoria no se ataca ni se zahiere al general Espartero ni se habla para nada de él.
Los partidarios acérrimos del conde de Luchana, los enemigos del Gobierno y los carlistas creyeron, unos, que en la Memoria debían de existir graves acusaciones más o menos explícitas contra Espartero; otros, que había documentos comprometedores para Don Carlos. Unos y otros declararon a Aviraneta guerra a muerte, y emplearon contra él varios procedimientos para inutilizarle.
Ofrecieron dinero a la patrona para que les diera los papeles que guardaba su huésped, y como la patrona no aceptó el trato, probablemente por temor, una noche entraron en el cuarto de don Eugenio y descerrajaron los cajones de una cómoda y de un armario para registrarlos. Al parecer, lo que buscaban aquellos hombres, probablemente carlistas, eran los recibos y la carta que dio el ministro de Don Carlos, Marcó del Pont, al recibir el Simancas de manos de Roquet.
Afortunadamente, no dieron con los papeles, y don Eugenio los cogió y los llevó a casa de Pita Pizarro.
Como la casa de huéspedes no le inspiró mucha confianza, se mudó a otra casa de la calle de Carretas, que le recomendó el mismo Arrazola.
Aviraneta se vio esta vez y otras más tarde perseguido por los esparteristas y el propio Espartero, y llegó a sentir gran odio por el general, odio bastante recíproco. El duque de la Victoria, en sus conversaciones y en sus cartas, al hablar de Aviraneta, le llamó siempre conspirador infame, intrigante y maquiavélico.
Por aquellos días, Aviraneta recibió una serie de anónimos amenazadores y de advertencias inquietantes. Le decían: «Tenga usted mucho cuidado; se halla expuesto a mil asechanzas. Se urde algo contra su persona».
Una noche, al entrar en su casa, dos hombres, al parecer borrachos, se peleaban en la acera y se echaron encima de él. Fue a separarse rápidamente, y se dislocó un pie.
Quizás aquel encontronazo fue casual; pero a don Eugenio le quedó la sospecha de una intención aviesa.
Subió a su casa como pudo. El médico que le asistió, el doctor Araújo, le recomendó quietud absoluta.
Se hallaba convaleciente, sin poder tenerse en pie, cuando Arrazola se presentó en su habitación a saber el estado de su salud.
—La reina desearía que fuese de nuevo a Francia con una comisión parecida a la que ha desempeñado usted en su última estancia en Bayona.
—Pues iré —contestó don Eugenio—. ¿Ocurre algo nuevo?
—Nada; se sabe que Cabrera se acerca a Cataluña empujado por O’Donnell, y se teme que, unido a los carlistas del principado, organice una larga resistencia que sea obstáculo para la paz total.
Aviraneta estaba deseando salir de Madrid, y dijo al ministro:
—Partiré inmediatamente que pueda.
Pasaron ocho días, y sintiéndose ya mejor y capaz de viajar en diligencia, fijó el día de su marcha. Una noche, apoyado en un bastón y embozado en su capa, salió a ver a don Lorenzo Arrazola y a recoger las credenciales de los ministros de Estado y de la Gobernación.
Esperó en el despacho del ministro, y el secretario le trajo dos reales órdenes: una, en la que Pérez de Castro mandaba a los cónsules y vicecónsules prestasen apoyo personal a Aviraneta, y la otra, de Calderón Collantes, ordenando lo mismo a los jefes políticos y demás autoridades dependientes del Ministerio de la Gobernación.
Se despidió de Arrazola y se marchó con sus documentos en el bolsillo. Hizo sus preparativos de marcha, y días antes de salir de Madrid se le presentó en la modesta casa de huéspedes de la calle de Carretas el general Rodil.
Rodil era un señor pequeño, flaco, empaquetado, de cara estrecha, nariz larga, ojos juntos, cejas finas, boca de labios delgados y pelo rubio, que comenzaba a blanquear. Este antiguo masón tenía aire de zorro, pero de un zorro sin gran malicia.
—Amigo Aviraneta —le dijo Rodil—, Espartero ha sabido que usted va a salir de Madrid con una comisión del Gobierno, y ha dado orden terminante, aunque reservada, a los cuatro puntos cardinales de la monarquía para que se le prenda a usted.
—¿Cómo lo puede usted saber, mi general?
—Bástele a usted saber que lo sé, y de buena tinta. No le digo a usted las intenciones que llevará nuestro dictador. Desde el momento que identifique su persona, se le fusilará inmediatamente. Amigo Aviraneta, hágame usted caso y suspenda usted el viaje.
—¿No me puede usted decir de dónde le viene la noticia, mi general?
—¿Para qué lo quiere usted saber? —contestó Rodil.
Aviraneta dio las gracias al general y le confesó que era cierto que le habían dado una nueva comisión para ver si podía sembrar la discordia entre los facciosos de Cataluña por iguales o parecidos medios a los empleados por él en las provincias vasco-navarras.
Quiso hacer confesar a Rodil de dónde estaba enterado de la comisión que le daba de nuevo el Gobierno, pero Rodil calló.
Cuando el general se marchó, mandó una esquela a Pita Pizarro contándole lo ocurrido, y Pita Pizarro fue inmediatamente a su casa y le dijo:
—Esto creo que no pasa de ser una intriga de los ayacuchos. No haga usted caso. Espartero no tiene atribuciones para ordenar una cosa así. Si fuera capaz de hacerlo se vería con nosotros y le daríamos la batalla. Yo no puedo obligarle a que se vaya; sin embargo, yo que usted no suspendería el viaje.
—Nada —respondió don Eugenio—, voy; no quiero que se diga que tengo miedo.