XXXVIII

EL «SIMANCAS»

POR entonces también escribió Aviraneta un papel que, traducido al vascuence, corrió mucho por las provincias. Era la carta fingida que escribía un labrador vascongado a un hojalatero, en la que se intentaba sembrar la cizaña entre vascos y castellanos. En esta carta se hacía la historia de cómo había empezado la guerra, y se echaba la culpa de la falta del éxito a los castellanos, flojos y poltrones, que para andar unas leguas necesitaban macho o burro.

Después de otras explicaciones, maliciosas para el vulgo, se aseguraba que los vascongados ansiaban la paz; y terminaba la carta con este refrán:

Nagia bada astoa

Emaiok astazaiari eroa,

Edo astoa illa denean,

Garagarra bustanean.

Lo que quería decir: que al burro lerdo hay que darle arriero loco, y al asno muerto, la cebada al rabo. De aquellas hojas en vascuence se introdujeron muchas en el campo carlista.

Recomendó también Aviraneta a sus comisionados de la línea de Hernani y de Andoain que mandaran poner tabernas y merenderos en los alrededores y que dejasen pasar sin dificultad hacia el campamento carlista a las chicas que quisieran ver a sus novios o a sus parientes.

Los agentes aviranetianos hicieron conocer al pueblo y al soldado que el gran obstáculo para obtener la paz era Don Carlos y los hojalateros de Castilla, el uno ambicioso y los otros gentes ricas que no sentían la miseria de la guerra con sus rentas bien saneadas en fincas del Mediodía y en Bancos extranjeros.

Don Eugenio, por entonces, no descansaba; había entrado en correspondencia con el antiguo maestro de su niñez, don Mariano Arizmendi, hombre un tanto sombrío, de genio adusto, de gran influencia entre los personajes carlistas.

No se pusieron de acuerdo Arizmendi y él; pero se habló entre ellos repetidamente de que, para terminar la guerra, era indispensable un convenio, palabra que corrió por el campo carlista y por el liberal.

Mientras tanto, iba preparando más documentos falsos que había de utilizar en el legajo que pensaba introducir en la corte de Don Carlos. A este legajo llamaba el Simancas.

Cuando los expulsados por Maroto llegaron a Francia, Aviraneta tenía confidentes en los dos campos carlistas y sabía día por día y hora por hora lo que hacían los unos y los otros.

La acción de los marotistas era más pública, y había informes oficiales de ella; la de los antimarotistas, más secreta.

Don Eugenio estaba en relación con el coronel Aguirre, uno de los antimarotistas exaltados, y este le escribía a la semana dos o tres veces. Lo mismo hacían Bertache y Orejón.

Para las intrigas de los antimarotistas de Bayona contaba con María de Taboada.

Aún tenía otros informes. Los fanáticos intransigentes, enemigos de Maroto, habían formado sociedades secretas, verdaderos clubs, en los cuales se conspiraba de continuo contra el general.

Los dos clubs principales antimarotistas estaban: uno en Azpeitia, y el otro, en Tolosa.

Aviraneta tenía muchos enemigos en Bayona. Los carlistas desconfiaban de él, y, aunque no sabían por qué ni por quién trabajaba, claramente comprendían que no era en pro de ellos. Al mismo tiempo, Valdés el de los gatos, Salvador y Martínez López le desacreditaban en todas partes.

En el Consulado de España todos eran enemigos, comenzando por el cónsul Gamboa.

Este tenía por entonces un agente que era su brazo derecho, Prudencio Nenin, antiguo comerciante de Bilbao, establecido en Bayona, hombre activo y enérgico; negociaba con el cónsul; los dos intervinieron en la primera empresa de Muñagorri. Nenin vivía en la fonda de Francia.

A esta fonda se trasladó también por entonces Aviraneta, comprendiendo que era más fácil entrar y salir en un hotel sin ser espiado que en una casa particular.

Nenin andaba siempre detrás de Aviraneta, siguiéndole los pasos, cosa que desagradaba profundamente a don Eugenio; este espionaje de los liberales, de los suyos, no lo podía resistir.

Después de los fusilamientos de Estella, fueron expulsados como intrigantes por Maroto más de treinta personas de las principales de la corte de Don Carlos, que pertenecían al partido apostólico.

Entre ellos, el obispo Abarca, con su secretario, Pecondón; el canónigo guerrillero don Juan Echeverría, don José Arias Teijeiro, los generales Uranga, Mazarrasa y García; el brigadier Balmaseda, el padre Larraga, el médico don Teodoro Gelos, cirujano de Don Carlos; el padre Domingo de San José, predicador del real; don Diego Miguel García, confidente del general González Moreno cuando se preparó la emboscada a Torrijos en Málaga, y doña Jacinta Pérez de Soñanes, alias la Obispa.

Habían llegado los desterrados a San Juan de Luz y a Bayona, cuando un día llamó el cónsul Gamboa a don Eugenio para consultarle qué creía más conveniente, si internarlos en Francia o dejar que se quedaran al lado de la frontera. Aviraneta dijo que le parecía mejor dejarlos cerca, porque como ya intrigaban y conspiraban contra Maroto y este general era la única fuerza respetable del carlismo, alejar de la frontera el foco de discordia para los enemigos le parecía una verdadera tontería.

Por entonces uno de los centros de los expulsados por Maroto comenzó a ser la casa de campo que tenía en los alrededores de Bayona don Sebastián Miñano.

Miñano, el elegante, el antiguo abate afrancesado, el antiguo secretario del mariscal Soult, era escéptico, volteriano, no creía en nada; pero como todos los escépticos, se inclinaba en su madurez al despotismo, por considerarlo sistema político más tranquilo, más reposado y menos turbulento que el régimen liberal.

Miñano vivía con mucha comodidad, y cobraba de los dos bandos, del carlista y del cristino; para los dos era casi un oráculo.

No se acordaban los expulsados de que Miñano era el autor de las Cartas del pobrecito holgazán, que tanto contribuyeron en España a desacreditar al clero, y, sobre todo, a los frailes, ni de que había sido afrancesado y liberal.

Los expulsados comenzaban a pensar que Maroto victorioso no se diferenciaría gran cosa de Espartero, y que no valía la pena de hacer la guerra para un resultado parecido.

Miñano les aconsejaba la calma para intervenir en el momento oportuno.

Cosa extraña: el antiguo abate, ex prebendado de Sevilla, ex secretario de Soult, ex constitucional, ex anticlerical, ex periodista de El Censor, ex geógrafo, se había hecho protestante; era lector de Víctor Hugo, Balzac y Sainte-Beuve, y traducía por entonces la Historia de la Revolución francesa, de Thiers, para el impresor Baroja, de San Sebastián.

En aquellas circunstancias, Aviraneta vio con claridad que el núcleo fuerte del carlismo se encontraba en Maroto y su gente.

Si se quería deshacer el carlismo, había que atacar a Maroto por todos los medios posibles.

Era el momento de introducir el Simancas, el conjunto de documentos falsos fabricados por Aviraneta, en el real de Don Carlos.

La cosa no era fácil. Había que hacer que el Simancas pasara a manos del Pretendiente, como si llegara del campo carlista, sin producir desconfianza alguna acerca de su autenticidad, legitimando su procedencia. ¿Quién podría llevar los documentos? Un partidario de la reina sería sospechoso para la gente del real; un carlista, ganado por dinero, muy expuesto. Sólo un legitimista francés que hubiese estado a sueldo podía desempeñar con relativa facilidad esta misión peligrosa, para la cual, indudablemente, se necesitaba valor y perspicacia.

Aviraneta había conocido a un francés dependiente de una trapería, y pensó que quizá él le podría servir.

Don Eugenio le llamó, y le dijo de lo que se trataba; el francés respondió que él no podía encargarse del asunto, pero que conocía uno que quizá le conviniera.

Al día siguiente se presentó en el hotel de Francia con su amigo Pablo Roquet.

Roquet era comerciante que había tenido una casa de comisión en Behovia; tipo de hombre de vida misteriosa, que hablaba tan bien el español como el francés.

Le citó don Eugenio para el día siguiente, le tanteó y vio que era hombre muy hábil y muy insinuante. Tomó informes suyos, y supo que había quebrado varias veces, que era viudo y que vivía con una modista.

Propuso Aviraneta a Roquet que fuera él el encargado de introducir en el real de Don Carlos el conjunto de documentos falsos bautizado con el nombre de el Simancas.

Roquet era, sin duda, persona muy apropiada para comisión semejante, y comprendió en seguida su importancia.

Roquet exigió al principio mucho dinero y amenazó un poco insidiosamente con descubrir el hecho a los carlistas. Aviraneta pensó que había dado un paso en falso, y se alarmó. Por una inspiración momentánea, fue a visitar a un antiguo policía retirado, que vivía en una casa de campo de las afueras de Bayona, y le pidió datos sobre Roquet. El policía se los dio, y le mostró una ficha que guardaba de él.

Pablo Roquet, llamado Juan Filotier, alias la Ardilla, alias la Dulzura, había vivido en Burdeos con el nombre de García, y era conocido en Bayona por Roquet. Hombre hábil, metido en negocios difíciles, vivió bordeando el Código Penal hasta caer en su red.

Había sido procesado varias veces por estafa y pasado mucho tiempo en la cárcel. Con estos antecedentes, Aviraneta esperó a Roquet a pie firme, y se entendieron.

Se pusieron de acuerdo Roquet y don Eugenio en lo que iban a decir al llevar el Simancas al real de Don Carlos.

Aviraneta inventó la historia. Un legitimista francés descubrió en el baúl de un español que tenía de huésped, y por pura casualidad, cuando este español se fugó, unos documentos y una caja de cartón. El legitimista, por un lado, quería que lo que él descubrió por casualidad sirviera a Don Carlos; pero, por otro, no quería aparecer como capaz de un abuso de confianza…

Ya puestos de acuerdo los dos, Aviraneta escribió una nota para que Roquet se la entregara a los jefes Lanz y Soroa, que ya de antemano estaban en relaciones con él y que eran afiliados al partido apostólico.

Les decía en la nota lo siguiente:

Existe una trama infernal contra Don Carlos, de la cual es jefe Maroto. Maroto proyecta inutilizar para siempre a Carlos V. Esta conjuración se rige por una sociedad secreta establecida entre los generales marotistas del Real, de fines siniestros; depende de otra instalada en Madrid, la Sociedad Española de Jovellanos que es, en principio, masónica. La Sociedad de Jovellanos y la marotista del real se comunican por un comisario que habita en Bayona. Gran parte de los documentos que prueban la conjuración están en poder de una familia francesa legitimista, que vive en los alrededores de Bayona. El dador podría conseguir algunos de estos papeles.

Roquet marchó a España bien aleccionado, y días después, al volver, se entrevistó con Aviraneta. Había hablado con Soroa, con Aldave, que era jefe de la frontera, y con Lanz, y decían estos que necesitaban pruebas de la traición de Maroto. Aviraneta redactó otra explicación, y unió a ella tres cartas, que en el argot de la masonería se llaman planchas, en las cuales aparecía Maroto nada menos que como Gran Oriente, y una comunicación de la Sociedad Española de Jovellanos, S. E. B. J., firmada por el Directorio general Jovellanos, en la que se aludía a Maroto claramente y al proyecto de transacción entre moderados, cristianos y carlistas.

El comunicado terminaba con estas palabras: «Salud, moderación y esperanza».

Aviraneta primeramente había cogido dos diplomas masónicos con el propósito de cambiar el nombre y poner el de Maroto, pero no consiguió borrar la tinta; entonces, por recomendación de un impresor, se dirigió a un grabador alemán que vivía en el Rempart Lachepaillet que era masón, y le preguntó si podría hacerle una lámina igual a la masónica; el grabador contestó afirmativamente, y algún tiempo después el diploma masónico de Maroto estaba en poder de Aviraneta.

Roquet fue a Tolosa, y se avistó de nuevo con Soroa y otros militares del bando exaltado, y les mostró las cartas en las cuales Maroto figuraba como gran jefe de la masonería.

El revuelo que produjo aquello fue enorme. Los militares carlistas, reunidos en junta magna, nombraron una Comisión para visitar a Don Carlos en Durango; pero al pedir audiencia al rey, los marotistas, que le tenían continuamente cercado, consiguieron que se la negasen.

Volvieron los de la Comisión a Tolosa, celebraron otra asamblea, y en esta algunos oficiales propusieron matar a Maroto; pero, por fin, se decidieron por prenderle si podían, llevarle ante un Consejo de guerra, juzgarle y condenarle a muerte legalmente.

El cura de Sara dio una carta a Roquet para que visitara en Guethary al obispo de León, y Roquet se presentó con gran misterio el 8 de junio, contó lo que había pasado en Tolosa con los militares, y le mostró los tres diplomas en los que aparecía Maroto como jefe de la masonería.

El obispo Abarca quedó petrificado y asustado; apenas se atrevió a tocar aquellos papeles infernales; pero se alegró, por otra parte, de poseer datos contra Maroto y aplastarle para siempre.

Al llegar a Bayona fueron Roquet y el obispo a ver al cura Echeverría, que estaba alojado en una celda del Seminario.

Echeverría avisó a don Basilio García, a don Florencio San, Labandero, Lamas Pardo, Pecondón, etc., y todos, en varios grupos, fueron a casa de Miñano.

En el despacho de Miñano, a puerta cerrada y con el mayor secreto, Roquet mostró las tres planchas masónicas. Pasaron de mano en mano, y las examinaron con cuidado. A ninguno se le ocurrió la idea de una mistificación y que aquello podía ser una falsedad.

Quedaron en que había que comunicárselo cuanto antes a Don Carlos, y que el obispo Abarca escribiera una nota a su agente don Miguel Enciso para facilitar a Roquet la audiencia con Don Carlos.

El obispo redactó un billete que decía así:

Señor don Miguel Enciso: Tenga la bondad de que el dador pueda hablar con nuestro principal en un asunto importante de comercio. - A.

Al día siguiente Roquet y don Eugenio tuvieron una larga conferencia en casa de Iturri; se pusieron de acuerdo en todos los detalles, y poco después salía Roquet camino de España.

Dos días después estaba el francés en Tolosa; veía a don Miguel Enciso, le entregaba la carta del obispo de León, y después, juntos Enciso y Roquet, encargaban al coronel Soroa que se presentara al pretendiente con las cartas masónicas y con la nota del obispo de León.

Soroa y Roquet marcharon a Oñate, y Roquet fue presentado al intendente general, don Juan José Marcó del Pont, que unos días más tarde dejó su cargo de intendente para ser ministro de Hacienda.

Marcó del Pont era enemigo de Maroto y enemigo desenmascarado. Se enteró del asunto de las cartas masónicas, y puso a Soroa y a Roquet en presencia de Don Carlos.

El Pretendiente examinó los tres documentos masónicos. Los leyó, reflexionando, y dijo, disimulando la gran impresión que le producían:

—Esto, en el fondo, no tiene gran importancia. Ya sabía yo que entre mis generales había algunos masones.

—Señor —replicó Soroa, poniéndose rojo de indignación, con violencia de vasco fanático—: los generales que estén en el ejército carlista y pertenezcan a la masonería, no pueden ser más que traidores.

—Sí, yo también lo creo así —dijo Don Carlos. Roquet calló.

—¿Y los otros papeles? —preguntó el Pretendiente.

—Los otros papeles los tiene ese señor legitimista de Bayona —contestó Roquet.

—¿Usted los ha visto?

—Sí.

—¿Qué son?

—Hay un pliego grande de papel que tiene este título: «Cuadro sinóptico del triángulo del norte de España». En él hay muchos óvalos a manera de lentes, pintados de verde y rojo.

—¿Hay nombres?

—No. En el centro de cada óvalo hay un número. En el lado de los verdes hay un letrero que dice: «Civiles», y en el de los rojos se lee: «Militares». Encima del pliego, a la cabeza, hay muchos números y jeroglíficos que no hemos sabido descifrar. Hay, además, una cajita de cartón con una esfera, con el nombre: «Esfera de Luz», llena de signos parecidos a los de estas cartas.

—¿Y cómo ha llegado todo eso a Bayona? —preguntó Don Carlos.

Entonces Roquet contó al pretendiente la novela inventada por don Eugenio del legitimista francés que había encontrado los papeles por casualidad en el baúl de un huésped español.

—Y ese señor francés legitimista, ¿no querría venir él mismo aquí con sus documentos? —preguntó el pretendiente.

—No quiere, porque no le conviene que se sepa su nombre —contestó Roquet—; está haciendo gestiones para conseguir un destino del Gobierno francés, y si se supiera que había violado un secreto, tendría por ello muy mala nota.

—Yo le daría una cruz o un título si me proporciona esos papeles —dijo Don Carlos.

—Él no está en situación para desear distinciones. No quiere más sino hacer este servicio a la causa de Su Majestad, para que vea quiénes son los que le rodean. Dejaría los papeles durante quince días para que los examinaran detenidamente, bajo palabra de honor de que se los habían de devolver, y pediría por ello tres mil francos.

Por lo que contó luego Roquet, tanto Don Carlos como Marcó del Pont estaban inquietos y recelosos, y al mismo tiempo muy satisfechos con la perspectiva de dar la zancadilla a Maroto y acabar definitivamente con él.

El francés se comprometió a llevar los documentos, y Marcó del Pont le aseguró que, después de comprobar su autenticidad y su importancia, le entregaría tres mil francos para el legitimista y otros tres mil como garantía de que se le devolverían todos los papeles.

Mientras Aviraneta esperaba con ansiedad los resultados de la gestión de Roquet, corrieron por Bayona muchas noticias. Se dijo que los antimarotistas de la Junta apostólica iban a tener dinero para hacer más intensa la guerra.

Pocos días después El Faro, de Bayona, confirmó la noticia, y añadió que Tarragual había pedido el pase al subprefecto para ir a Toulouse y luego a la frontera catalana. Todo esto Aviraneta sabía que no tenía importancia. En cambio, por aquellos días supo por el club antimarotista de Azpeitia una noticia importante.

Se trataba de hacer un empréstito de quinientos millones de reales a Don Carlos por las casas Tastet y Francessin. Tastet había pasado al real de Don Carlos con una carta de los principales banqueros de Inglaterra, ofreciendo al pretendiente auxilios, si se avenía a firmar el contrato en las condiciones que se le proponían.

El negocio era una combinación de comerciantes ingleses y franceses dirigida a arruinar la poca industria española.

Tastet fue al cuartel real, y primero se vio con el padre Cirilo de la Alameda, y este quiso sacar tajada sin exponerse; pero Tastet era tan cuco como podía serlo el padre Cirilo, y estaba dispuesto a no dar un cuarto sin garantías.

Aviraneta temía que, a pesar de que las condiciones eran duras, Don Carlos, impulsado por la necesidad, firmase el empréstito para poder tener armas, caballos, efectos de guerra y dinero para pagar a las tropas.

Aviraneta, que veía un gran peligro en este empréstito, comenzó a trabajar en contra de él. Dio informes a los antimarotistas de Fermín Tastet, banquero bilbaíno que había sido liberal y masón; hizo decir a los clubs de Tolosa, de Azpeitia y de Bayona que el empréstito era una trama pérfida de Maroto para exterminar a los carlistas puros y al Pretendiente, pues dueño el general de este modo de las tropas, pagándolas espléndidamente, haría lo que quisiera, transigiría con Espartero, sacrificando la causa de la legitimidad y del catolicismo.

Esta era la explicación de que fueran liberales y masones los que ofrecían el dinero.

La idea lisonjeó a los fanáticos; se la apropiaron, y fue tal la animosidad contra este empréstito, que Tastet tuvo que escaparse del Real y marchar corriendo a Francia. Los dos banqueros, el español y el francés, se manifestaron asombrados de la enemiga que había producido su proyecto.

Hablaron en Bayona con el marqués de Lalande, y uno de los banqueros dijo:

—Sin dinero, la guerra se acabará pronto.

El marqués de Lalande parece que añadió:

—Ya no tenemos guerra más que para unos meses.

En la primavera de 1839 supo don Eugenio que un comisionado del general Maroto en París, el coronel Madrazo, se hallaba en Burdeos. Madrazo, de acuerdo con Apponyi y los demás representantes de las potencias del Norte, se dirigía al cuartel real con instrucciones de la Junta marotista del extranjero.

Aviraneta, sospechando la importancia del viaje de Madrazo, puso en movimiento a sus confidentes para averiguar la trama de los partidarios de Maroto.

Los marotistas pensaban exigir a Don Carlos la abdicación en su hijo mayor. Después de la abdicación, propondrían el matrimonio del hijo de Don Carlos con la hija de la Reina Cristina, y si la Reina o el Pretendiente no aceptaban la combinación, amenazarían con proclamar la independencia de las cuatro provincias vascongadas con un régimen fuerista-republicano-clerical, nombrando a Maroto presidente de la República de Vasconia y haciendo ministros y consejeros a obispos y curas, expulsando a Don Carlos y a su familia del territorio vasco-navarro.

Todo esto de acuerdo con Francia e Inglaterra, para lo cual se pedía el beneplácito de Luis Felipe y el de lord John Hay.

Las noticias alarmaron a don Eugenio. Algunos oficiales vasco-navarros del incipiente partido separatista se presentaron a Maroto en Orozco, indicándole la separación como la mejor solución para el país. Había que dar, según ellos, un puntapié definitivo al carlismo.

Aviraneta pensó aprovecharse del momento para hacer abortar la tentativa separatista de los vascos, que él consideraba peligrosa, impidiendo que arraigara y tomara cuerpo.

Entre los carlistas se pensaba también formar un tercer grupo transaccionista.

Por su cuenta, y con otros planes más o menos fantásticos, maniobraban los carlistas extranjeros, internacionales, como Mitchell, Lichnowsky, el marqués de Lalande, el caballero de Montgaillard y otros.

La mayoría de las diversas maquinaciones e intrigas se fraguaban en Bayona, y con ellas comenzaron a mezclarse las maniobras del infante Don Francisco, que pretendía la regencia de España en la minoría de Isabel II.

El infante Don Francisco, Dracon, Bragon y Bragazas le apellidaban sus enemigos en broma, tenía muchos adictos entre carlistas y cristianos. Los empleados de la Embajada de España en París y otros clasificados entre los carlistas, como Valdés el de los gatos y el libelista Martínez López, trabajan por él.

En los campos se notaba ya el cansancio de la guerra.

El país y las tropas comenzaban a inclinarse decididamente por la paz, cuando el Cuartel general de la Reina dio la orden extraña de talar las mieses e incendiar los campos.

Esta medida incendiaria produjo gran encono. El general Elío pudo inflamar el ardor de sus voluntarios, que llegaron a infligir un gran descalabro a don Diego de León cerca de Cirauqui.

La cólera latente hizo que poco después los batallones navarros y alaveses no quisieran adherirse al Convenio de Vergara.

Por muchos de estos motivos, Aviraneta consideró oportuno el intentar lo antes posible la escisión entre Don Carlos y Maroto.

Don Eugenio comenzó a tomar las disposiciones necesarias para dar el golpe ya meditado desde febrero.

Era tal su confianza en el plan, que escribió al ministro Pita Pizarro estas palabras:

Ha llegado el momento crítico, la mina reventará y puede usted asegurar a Su Majestad la Reina que, tal como están atados los cabos del Simancas, el estampido va a ser tremendo; los carlistas se degollarán unos a otros, y daremos fin a la rebelión.

En aquella época, y por orden venida de Madrid, Aviraneta se vio obligado a dar cuenta de sus gestiones al cónsul Gamboa, refiriéndole con detalles el estado de sus maniobras con relación a el Simancas. Explicó sus proyectos y añadió los planes que, según su criterio, podían realizarse, cómo Espartero debía cerrar la frontera para coger a Don Carlos y adónde se debía internar después al Pretendiente.

Gamboa escuchaba a Aviraneta siempre un poco asustado del maquiavelismo del conspirador.

—He de enviar de nuevo un confidente al campo carlista —concluyó diciendo don Eugenio—; pero como temo que la Policía francesa sorprenda al emisario y le quite los papeles, quisiera que usted indique al subprefecto que no molesten a mi enviado.

—Muy bien; yo le prometo a usted que así lo haré.

A pesar de la promesa, Gamboa, por envidia o por celos, hizo todo lo contrario de lo prometido, y pocos días después Roquet fue preso en San Juan de Luz por los gendarmes y registrado minuciosamente.

El cónsul no se salió con la suya; Aviraneta y Roquet habían pensado realizar aquel primer viaje como mero ensayo. Al francés le encontraron papeles sin importancia. Estos papeles los recogió la Policía y se los llevaron al comisario, el comisario los envió al subprefecto, el subprefecto al cónsul y el cónsul se los presentó a Aviraneta, sin duda para demostrarle su omnipotencia.

Gamboa dijo a don Eugenio cómo él mismo había indicado a la Policía la conveniencia de registrar a Roquet, sospechándole portador de cartas del obispo de León al Cuartel Real.

Este subterfugio hizo sonreír al conspirador con sarcasmo, pues bien sabía Gamboa por sus confidentes que Roquet trabajaba por entonces al servicio de Aviraneta.

Dos días después, Gamboa, con sonrisa que quería ser amistosa y cordial, dijo a don Eugenio:

—Por ahora no conviene que figure su nombre en las comunicaciones oficiales referentes al asunto de el Simancas. Más adelante diré al Gobierno quién es el autor y el director de la empresa.

Don Eugenio, con todo su orgullo puesto en sus proyectos, pensó que el cónsul pretendía anularle; dio su conformidad aparentemente, decidiendo en su fuero interno tomar otras disposiciones.

Siguió Aviraneta comunicando con Pita Pizarro por el Consulado inglés, lo cual sospechaba Gamboa, y le sacaba de quicio.

Como no tenía más remedio que enterar al cónsul de sus tramas, Aviraneta le advirtió que iba a enviar de nuevo a Roquet con un paquete de documentos a España.

Gamboa dijo:

Creo, la verdad, lo más acertado, que usted mismo, Aviraneta, los lleve hasta Irún.

Para dar a la comisión carácter oficial, estampó el sello del Consulado al paquete que contenía el Simancas y lo envolvió en un papel con las señas del gobernador militar de Irún.

Aviraneta dio orden a Roquet de ir dos días después al caserío llamado Chapartiena de Asquen Portu, entre Irún y Behobia, donde un señor Orbegozo le entregaría los documentos de el Simancas a las nueve y media de la mañana.

Al mismo tiempo escribió a Orbegozo para que le esperara un día antes en Irún, en la fonda de Echeandía. El día indicado salió de Bayona, de madrugada. Llevaba por todo equipaje un maletín de mano. En el coche se encontró con don Prudencio Nenin. Sospechaba que Nenin le espiaba por orden de Gamboa.

El comisario de Policía francés de la frontera, sin duda sobre aviso, al examinar los pasaportes de los viajeros de la diligencia, mandó que don Eugenio fuera detenido.

—Usted no es Ibargoyen, como dice el pase del subprefecto, sino Aviraneta —aseguró el comisario.

—Cierto —contestó don Eugenio—; el cónsul de España y el subprefecto de Bayona han decidido extender mi pase así.

—Pues no puede usted salir de Francia.

—Llevo una misión del Gobierno, señor comisario.

—No importa; si quiere usted pasar tiene que dejar aquí todos sus documentos.

—No traigo documentos.

—Abra usted la maleta.

Don Eugenio, a regañadientes, abrió el maletín.

—Venga ese paquete —dijo el comisario. Aviraneta se lo dio.

—Ahora puede usted pasar —añadió el comisario, dándole una palmada en el hombro a don Eugenio.

Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atados y sellados, pero no los documentos de el Simancas.

Al llegar a Behobia española se detuvo un momento en la taberna de su antiguo amigo Juan Larrumbide; charló un rato con él, le pidió que le proporcionara un carricoche, y en él marchó a Irún a la fonda de su camarada de la infancia, Echeandía.

Dio a Echeandía los papeles para que los guardara en su caja de caudales.

Poco después aparecieron en la fonda de Echeandía don Domingo Orbegozo y, más tarde, don Prudencio Nenin.

Nenin, en unión del comisario francés, había examinado lleno de curiosidad los papeles cogidos a Aviraneta, y se encontraron chasqueados al ver el paquete formado únicamente por periódicos viejos.

Nenin recibió, sin duda, órdenes terminantes, porque al ver que no se incautaban de los papeles que deseaban, entró inmediatamente en España.

Aviraneta advirtió el espionaje de Nenin. Después de hablar con Orbegozo y de darle instrucciones para el día siguiente, celebró larga conferencia con el gobernador de la plaza de Irún, don Valentín de Lezama.

El gobernador de Irún escuchó con gran interés sus palabras y no dudó de su importancia, y hasta pensó que sus planes podían ser decisivos para la solución de la guerra.

Aviraneta contó al gobernador el espionaje de que era objeto y le pidió que le desembarazara de Nenin por unas horas.

Al día siguiente se levantó y pidió el paquete de documentos guardado por Echeandía, lo empaquetó en un hule, llamó en el cuarto de don Domingo Orbegozo y le ordenó que fuera sigilosamente al caserío Chapartiena, de la orilla del Bidasoa, y allí entregara el paquete a Roquet.

Salió Orbegozo, le vio Aviraneta marchar por la calle y no le siguió para no llamar la atención.

Se le ocurrió pensar lo extraño de que Nenin, que tanto interés manifestaba el día anterior en espiarle, no apareciera.

—Oye —preguntó al dueño de la fonda—, ¿ese Nenin, de Bayona, que comió ayer aquí, ha quedado a dormir en casa?

—No.

Aviraneta se alarmó. El agente de Gamboa, como hombre activo, podía intentar todavía algo. Se vistió rápidamente, se puso una boina, metió dos pistolas en los bolsillos y marchó camino de Chapartiena.

Al llegar al caserío le chocó ver a la puerta dos tipos franceses como de guardia; eran, indudablemente, gendarmes vestidos de paisano.

Muy inquieto, fue a casa de su amigo a toda prisa, y después de contarle lo que pasaba hizo que le acompañaran dos chapelgorris. Saltaron la tapia, entraron en la casa y se encontraron en un cuarto al comisario de policía francés y a Nenin examinando tranquilamente los documentos de el Simancas y disponiéndose a copiarlos.

Los dos, al ver a los chapelgorris con los sables desenvainados y a Aviraneta que les apuntaba con las pistolas, se entregaron sin protesta.

Aviraneta los hizo registrar; se les quitaron armas y papeles.

—Nos han dado orden —dijo el comisario francés excusándose.

—En España usted no es nadie —le contestó Aviraneta duramente—; aquí no le pueden dar a usted orden alguna.

Luego se sentó a la mesa y examinó los papeles de el Simancas.

—Aquí falta un documento. A ver, usted, señor comisario, quítese la chaqueta. Registraremos a todos hasta encontrar el documento.

El comisario se quitó la chaqueta. Había guardado el papel en el pecho.

—Usted, señor Nenin, vendrá con nosotros a Irún.

De pronto pensó en Orbegozo, a quien él había enviado desde la fonda al caserío con los documentos. Se le ocurrió que estaría encerrado, y, efectivamente, se lo encontraron en un cuartucho del caserío.

Eran las nueve y media, hora de la cita con Roquet. Un minuto después estaba Roquet en un carricoche a la puerta del caserío Chapartiena y tomaba el Simancas de manos de don Eugenio. Los dos chapelgorris acompañaron a Roquet hasta pasar Behobia.

Aviraneta vio los documentos de Nenin y pudo comprobar que Gamboa era su enemigo y que trabajaba contra él.