EN ARCOS DE LA FRONTERA
POCO tiempo después de salir de la cárcel del Puerto de Santa María, el mariscal de campo don Pedro Ramírez, comandante general de la provincia de Cádiz, en nombre de la Comisión de Armamentos y Defensa, nombró a Aviraneta delegado de Hacienda de la división de la Milicia Nacional, que estaba al mando del general don Fernando Butrón.
El 5 de octubre, necesitando poner al frente de la Hacienda un sujeto de inteligencia y de actividad, se propuso por el intendente don Manuel González Bravo, padre del célebre don Luis, que se nombrase ministro de Hacienda de esta división a don Eugenio. Se le expidió inmediatamente el nombramiento, haciendo que se pusiera en marcha para el cuartel general de El Carpio.
Una de las cosas que organizó fue un hospital de sangre, con facultativos hábiles, y dos boticas: una para la caballería y otra para la infantería.
Al acercarse a Arcos de la Frontera el brigadier Narváez, salió Aviraneta a recoger los heridos, y hechas las primeras curas, los mandó trasladar en ómnibus a Jerez de la Frontera, donde tenía dispuesto un hospital, que, según dijo don Antonio Aldama, que lo visitó, podía servir de modelo. «En el corto espacio de veintidós días —decía en un informe el general Ramírez— se presenció el fenómeno nunca visto hasta entonces de la completa curación de todos los heridos, a pesar de serlo en su mayoría de gravedad, sin que se desgraciara ninguno. Tan admirable ejemplo, —seguía diciendo el general— se debió al brillante estado en que se hallaba el hospital militar, debido a la presencia no interrumpida del jefe de Hacienda en el hospital».
Intentó, además, interesar el patriotismo de los habitantes de Jerez de la Frontera, y contribuyó a que el Ayuntamiento, la Junta de Beneficencia y el pueblo entero sufragaran los gastos que le ocasionaron, suministrando a los soldados dos camisas nuevas, un par de zapatos y uniformes. Los periódicos de Cádiz llenaron de alabanzas a don Eugenio por su patriotismo, habilidad y filantropía.
Al marchar con sus sanitarios a las proximidades de Arcos de la Frontera, después de terminar sus trabajos, se encontró en el campo con don Antonio Ros de Olano. Ros de Olano era hombre de gracejo, había leído mucho, era amigo de Espronceda. Preguntó a Aviraneta si no conocía al general Narváez, y le instó para que fuera con él a Arcos de la Frontera.
—Tengo una habitación soberbia en el palacio de los duques, con dos camas —le dijo—. Una se la cedo a usted.
Al llegar al pueblo y subir a la plaza, Ros de Olano llevó a don Eugenio al palacio de los duques de Arcos, en donde estaba el brigadier don Ramón María Narváez.
Aviraneta conocía a Narváez de cuando estaba organizando la Isabelina, y se le presentó el general como masón, con una contraseña del Gran Oriente, para entrar en la sociedad.
Narváez era pequeño, violento, de voz dura, rajada, aire fiero, jactancioso, ojos vivos, que relampagueaban a veces, y el labio inferior un poco belfo.
De gran facundia, era persuasivo y turbulento; a veces parecía de amor propio monstruoso, a veces le gustaba hacerse el pequeño.
Aviraneta sentía cierta antipatía por estos espadones jactanciosos y fieros.
Hablaron de Mina, de quien se decía que estaba muy malo, casi moribundo.
Aviraneta expuso su idea de que el ejército no podría acabar con la guerra civil y que sería necesaria una intervención, una negociación con los carlistas que trajera la tregua y luego la paz, si no se quería destrozar España estúpidamente. A Narváez le enfureció esto y habló con gran violencia del honor del ejército, con su fraseología andaluza plagada de brutalidades y de groserías.
Aviraneta se hubiera retirado algo molesto; pero Ros de Olano le dijo que no hiciera demasiado caso de las violencias de lenguaje de aquel hombre, pues todo esto era en él corteza.
Cenaron en el palacio de los duques de Arcos. Narváez, con su Estado Mayor y algunos de sus oficiales.
Al día siguiente de la llegada de Aviraneta a Arcos le despertaron los toques de corneta. Había gran animación en la plaza; iban de acá para allá los soldados, llevando calderos de rancho; los oficiales, con papeles en la mano, entraban y salían en la casa del Ayuntamiento; un grupo de sargentos charlaba en corro.
Sonaron cornetas y tambores y se fueron formando las tropas.
Estaba don Eugenio en el balcón cuando entraron Narváez y Ros de Olano a despedirse.
—Aviraneta —dijo Narváez—, sé quién es usted, lo que ha sufrido, la situación en que se encuentra. Si me necesita alguna vez, cuente usted conmigo.
—Gracias, brigadier.
Se estrecharon la mano.
Poco después salía Narváez a la plaza, montado a caballo, y bajaba la cuesta, rodeado de Ros de Olano, del coronel Silva y del comandante Mayalde.
Comenzó a tocar la música, y la columna se puso en marcha; luego se la vio alejarse por la carretera.