PRONUNCIAMIENTOS
ESTANDO ya en la península, Mendizábal persiguió a Aviraneta implacablemente; pero en Málaga halló asilo seguro y protección.
No obstante las muchas órdenes de prisión que se comunicaron contra él, y las cartas particulares que se escribieron para descalificarle pintándole como un intrigante sin honor y sin conciencia, hizo allí muy buenos amigos.
Su residencia en Málaga le proporcionó la ocasión de observar y conocer en globo las maquinaciones que se pusieron en juego desde la corte para derribar al ministro Istúriz y las intrigas que se tramaron para acabar con los isabelinos y dejar a Mendizábal como dictador de España.
Aviraneta aseguró varias veces que, a pesar de que había intervenido en los preparativos que se hicieron para la revolución de Málaga en 1836, no tomó parte alguna en los sucesos ocurridos en las calles.
En aquella época Málaga se hallaba en pleno período de efervescencia política; las noticias de la guerra que se recibían, los rumores de sublevación y el arresto de hombres conocidos por suponerlos revolucionarios, tenían al pueblo en completo y continuo sobresalto.
A mediados de junio habían llegado de distintas ciudades agentes portadores de órdenes y de recursos destinados a precipitar el movimiento revolucionario. Don Pedro Gil, el amigo del general Mina, vino de Barcelona con quince mil duros, que entregó a uno de los agentes que trabajaban para preparar la insurrección. Era por entonces subdelegado de Policía don Manuel Ruiz del Cerro, pájaro de cuenta que tenía una historia bastante interesante, a juzgar por lo que contaban.
Había sido cajista del famoso periódico madrileño El Zurriago, en la imprenta de la calle de Juanelo, y después regente de la misma. Pasó después muchos años de cómico en una compañía de la legua, se afilió a los carlistas e hizo correrías con el Locho en la Mancha. Delató más tarde a los masones, al conde de Ofalia, y apareció, por último, de jefe de Policía en Málaga.
En la tarde del 16 de julio de 1836 se creyó en Málaga que iba a ocurrir algo.
Salió, como era costumbre, la procesión de Nuestra Señora del Carmen, y recorrió algunas calles del barrio del Perchel, acompañada de un piquete de milicianos nacionales.
Al terminar la procesión, el piquete entró en el paseo de la Alameda, que en aquella hora estaba muy concurrido. Entre la gente se hallaba paseando el gobernador, conde de Donadío, con su señora. Cuando fue advertido por los nacionales, algunos músicos comenzaron a tocar el Trágala, y todos los charranes que andaban por allí insultaron al gobernador.
Los oficiales del piquete, escandalizados, mandaron a los milicianos que rompieran filas. Este incidente tuvo gran resonancia en el pueblo.
Al día siguiente contaron que los oficiales se manifestaban muy descontentos, y que el conde de Donadío estaba furioso, tascando el freno.
El 20 de julio llegaron fuerzas del séptimo de línea, lo que provocó grandes inquietudes en los nacionales.
Llegó el 24 de julio, y, a pesar de ser el día de la reina, se creyó oportuno suspender el besamanos, y sólo se hicieron los saludos de ordenanza.
El disgusto de los milicianos crecía. Se aseguraba que iban a ser desarmados.
El 25 no hubo por la mañana alboroto alguno, limitándose los nacionales a seguir comentando los sucesos de los días anteriores.
Salió Aviraneta al anochecer, y fue a la plaza de Riego y a la calle de la Madre de Dios.
Al salir de la plaza y pasar por la calle de Santa María, un charrán cogió uno de los tambores y se puso a tocar generala. De todas partes aparecieron grupos de gente turbulenta, que se reunieron con los nacionales. Un corro de chiquillos y de granujas del muelle les seguía.
Veía Aviraneta desde lejos esta multitud, cuando oyó que gritaban violentamente. Le dijeron que había salido al encuentro de las turbas el general Saint-Just a restablecer el orden.
Saint-Just se dirigía a su casa cuando un grupo de charranes, armados de fusiles y sables, le rodearon, y violentamente le llevaron al centro de la plaza, dirigiéndole los más terribles insultos.
Aquel grupo era en su mayoría de contrabandistas y de gente maleante conchabada con ellos.
Era ya de noche; Saint-Just, en medio del tumulto, no perdió su serenidad; contestó con energía a sus agresores, despreciando el peligro. Pudo el general imponerse, y con algún trabajo entrar en el Ayuntamiento.
Aviraneta se acercó a la puerta del Ayuntamiento, y oyó la voz de Saint-Just, que se dirigía a las turbas recordándoles su amor a la libertad, por la cual había vertido su sangre en los campos de batalla, sus méritos de guerra en Puente la Reina y Montejurra. Todo fue inútil. Los sublevados comenzaron a gritar:
—¡Muera! ¡Muera!
Entonces un matón disparó un tiro y, dada la señal, los demás hicieron una descarga cerrada.
Saint-Just, viendo que las balas pasaban a su lado y que el peligro era inminente y las exhortaciones vanas, se resguardó detrás de la puerta. Siguieron los disparos, y una bala, entrando por una rendija de la puerta, dio al general y le dejó gravemente herido.
Alguno que le vio caer avisó a los sublevados, y entonces las turbas entraron en el Ayuntamiento y a bayonetazos y a sablazos acabaron con el herido.
En aquel momento, los sublevados huyeron corriendo hacia el puerto.
Sin duda, al conocer el drama desarrollado en el Ayuntamiento, el conde de Donadío había corrido al antiguo convento de la Merced, donde estaba la tropa de línea, y había intentado convencer a los oficiales para que le ayudaran a dominar el motín.
Se formó una Junta marcial, y don Juan Antonio Escalante se puso a la cabeza para evitar mayores estragos.
Rodeado de grupos de exaltados estaba Escalante; los furiosos pedían a voz en grito que se sacara allí mismo a Donadío para fusilarlo sobre la marcha.
El conde de Donadío, al verse abandonado dentro del antiguo convento y creerse, con motivo, en gran peligro, se disfrazó con un uniforme viejo de miliciano.
Los sargentos de la tropa sabían que estaba allí metido y pidieron entrar. Entraron, y en el mismo momento vieron a Donadío que bajaba la escalera principal, y lo reconocieron a la luz de una linterna.
—Este es —dijo uno de los sargentos.
—¡Matadlo, matadlo! —gritó uno que venía delante.
El conde de Donadío intentó retroceder en la escalera; luego quiso hablar, sonaron varios disparos, y una bala le atravesó el pecho.
Aviraneta vio sacar el cadáver a la plaza por los milicianos, que chillaban y aullaban arrastrándolo; tenía la cara negra y un agujero sangriento en el pecho.
Hecha la revolución de Málaga, enviaron a Aviraneta, como delegado, a Cádiz; así que de Málaga marchó don Eugenio a Cádiz en el vapor Balear, el mismo barco en que fue de Valencia a Barcelona. Se albergó en la posada de las señoras de San Quirico, en la calle del Vestuario.
En Cádiz también se había proclamado la Constitución el día 28 de julio, iniciada la revolución por los isabelinos. Con la revolución triunfante empezaron estos a organizarse y a pensar en el Ministerio futuro.
Pocos días después, los sargentos, en La Granja, obligaban a María Cristina a proclamar la Constitución.
El movimiento de La Granja quitó importancia a los isabelinos, dejándoles, a pesar de ser los precursores, como anticuados.
Al grito de libertad y Constitución, que había dado el pueblo malagueño en la mañana del 26 de julio, correspondió Andalucía entera, y el mismo grito se hubiera generalizado en toda España; mas el partido mendizabalista, que no quería, ni le convenía, que triunfara la causa del pueblo con gente nueva, desconocida, se adelantó, apeló a la insurrección de La Granja y, a consecuencia de aquel alboroto militar, el hombre de los milagros volvió a apoderarse de las riendas del Poder con los viejos doceañistas.
Por entonces publicó Aviraneta en El Noticioso, de Cádiz, un artículo titulado «La verdad». Decía en él que la libertad española se tomaba como un derecho, no se recibía como un don; acusaba también a los que formaban el nuevo Ministerio de querer ser dictadores y mangoneadores eternos.
El artículo del periódico de Cádiz se reimprimió en Madrid como hoja suelta, y tuvo gran éxito.
Este artículo produjo gran cólera en el club mendizabalista dominante, que miraba con torvo ceño todo cuanto pudiera poner en peligro su organizado pandillaje.
Aviraneta vio la tormenta próxima; instruido de todo lo que se maquinaba en su daño, y para evitar una tropelía, de acuerdo con el comandante general de la provincia, se trasladó al Puerto de Santa María con ánimo de esconderse.
Allí se le prendió y encerró en la cárcel pública, y para aparentar que había motivo se dispuso formarle causa porque había ido sin pasaporte.
Diez días estuvo preso, y cuando la causa pasó a manos del general Aldama, este, penetrado de la injusticia con que se le trataba, mandó ponerle en libertad.