XXXI

DEPORTADO

A las doce y media se metió don Eugenio en la cama, y acababa de dormirse cuando entró la policía con fuerza armada en su alcoba; le mandó vestir, se dirigieron al puerto, y fue conducido con otras personas a un navío inglés llamado Rodney.

Estaba sorprendido de buena fe. «¿Qué diablo habría pasado?», se preguntaba. Y analizaba todo lo que había hecho desde su salida de Madrid, y no encontraba el motivo.

Al amanecer del día 6 de enero de 1836 se encontraron en el buque inglés, vigilados por una escolta española, varios presos de distintas condiciones y clase social. Algunos no se conocían, otros se consideraban como enemigos; entre los conocidos de Aviraneta estaban Bertrán Soler; el coronel don José Montero, que había intervenido para ver de salvar a los presos de la ciudadela, y don Francisco Raull, con quien había hablado un par de veces. Estaban, además de estos, Gironella, un peluquero, un cafetero, un sastre, un chico joven, de edad de catorce años, aprendiz de pintor, y un cómico. Al llegar al barco, Aviraneta, rodeado de marineros y sobre un cañón, escribió una carta a la señora de Mina.

La carta decía así:

Señora doña Juana María Vega de Mina.

Navío Rodney, 6 de enero de 1836 (al amanecer).

Mi estimada amiga: Usted no debe ignorar que estoy en este navío, habiéndome conducido a él la fuerza armada, que me sacó de mi cama a las dos de la madrugada como si fuera un facineroso. Yo estaba fielmente convencido de que usted pensaba que yo era incapaz de faltar a la sincera amistad que me une a su esposo, y que el asegurarla anteayer que yo no tenía arte ni parte en los últimos acontecimientos bastaba; pero veo lo contrario; veo que me ha tenido, y acaso me tiene, por un hombre falso y doble. Ya se ha dado la campanada. Mi honor estará comprometido, y hoy exijo del señor Álvarez que se me forme causa, estando pronto a pasar a la cárcel o castillo que se me designe.

Suplico a usted le hable al general para que así se decrete, y lo antes posible.

Soy de usted atento y seguro servidor y amigo, que besa sus pies,

EUGENIO DE AVIRANETA.

Escribió después al general Álvarez, que no le contestó, y al día siguiente, al saber que había llegado Mina a Barcelona, le escribió diciéndole que no había tomado parte en lo de la ciudadela, que si lo hubiera hecho, lo diría, y que cuanto antes le juzgaran o le mandaran fuera de España, pues no quería ni gracia ni libertad de la mano de nadie.

Mina no contestó; pero contestó su mujer, diciendo que su marido no podía mezclarse como autoridad en un asunto que no había presenciado.

En vista de esto, Bertrán Soler y Aviraneta escribieron una nota dirigida al comandante del Rodney, acogiéndose al pabellón inglés.

El comandante, Flide Pasker, les contestó que esto no era posible; que el general don Antonio Álvarez le había manifestado que siendo necesario para la tranquilidad de Barcelona el que ellos fueran extrañados de la ciudad, le había rogado que les acogiera en su barco, y que lo había hecho así con este motivo.

Protestaron de nuevo, y se dirigieron por carta al cónsul inglés de Barcelona, sir James Annesley, para que les diera pasaporte para Inglaterra; pero el cónsul les dijo que no podía darlo más que a los ciudadanos ingleses.

Vivían en el barco sometidos al mismo régimen que los soldados y marineros. Tenían una guardia y dormían en el sollado y en la bodega. No tenían cama y comían rancho. Varios días después fueron transbordados en el buque de un ex negrero amigo de Mina, de don Pedro Gil, de los que formaban el Club Unitario, a la fragata inglesa Artemisa, que se puso en franquía con rumbo a Gibraltar.

Lo que le sucedió allá a Aviraneta lo ha contado un biógrafo suyo, Villergas, con más o menos exageración:

«Deportado a Canarias por un golpe de arbitrariedad del general Mina, en quien se observaron algunos arranques bruscos en nombre de la libertad y de la ley, urdió una conspiración en el buque mismo que le conducía, indisponiendo a los marineros con la tropa que le custodiaba. Cuando estuvo seguro del triunfo, hizo partícipe de su plan a uno de sus compañeros de infortunio, el cual, para evitar una catástrofe, dio cuenta de todo al jefe mismo de la tropa, no sin haber obtenido antes el consentimiento de Aviraneta. ¡Tan seguro estaba de los resultados!

»Es de advertir que Aviraneta urdió este complot persuadido de que el jefe de la escolta tenía orden reservada de pasarle por las armas al llegar a cierta altura; y así que dijo a sus compañeros que con tal que el jefe le asegurase, bajo su palabra de honor, que su vida y la de los demás no corrían peligro ninguno, desistiría de su propósito; pero que de otra suerte era inevitable su ruina y la de todos los que le obedeciesen, si es que hubiera alguno.

»Apenas tuvo conocimiento de la trama, quiso el jefe castigarla en su autor; pero la disposición en que halló los ánimos le reveló su impotencia. Entonces enseñó a Aviraneta la orden que tenía; y, convenciéndose este por sus propios ojos de que no le esperaba el trágico fin a que se consideró condenado por un ímpetu sangriento de Mina, se dio por satisfecho, y tuvo la prodigiosa habilidad de someter de nuevo la tripulación y las tropas a las órdenes de sus jefes naturales.

»En un momento deshizo lo que había hecho: restableció la subordinación que había relajado, lo volvió todo al estado normal. Sólo él soltó y sujetó los elementos revolucionarios como quiso y cuando le dio la gana.»

Pasaron con estos sucesos el estrecho de Gibraltar; al cabo de unos días arribaron a Santa Cruz de Tenerife, y fueron puestos a disposición del capitán general de esta isla.

Dos meses estuvieron en Santa Cruz viviendo miserablemente; no tenían dinero ni medio alguno de existencia; no llevaban más traje que el puesto ni ropa interior. La gente de la isla les recibió muy bien. El comandante general y los militares les trataron con atención. Llegaron a convencerse de que ellos no eran los asesinos que habían degollado a los prisioneros de la ciudadela de Barcelona. Escribieron varias exposiciones y manifiestos dirigidos al Gobierno. Cuando vieron que no alcanzaban resultado alguno, y como no estaban vigilados, Bertrán Soler y Aviraneta se dispusieron a evadirse, y se arreglaron con un barco contrabandista, que les llevó a Argel.

El viaje por mar de Canarias a Argel fue horrible. Con lluvias, vientos y temporales. Estuvieron a punto de zozobrar varias veces. Aviraneta se defendía a fuerza de desesperación y de rabia.

En Argel estuvieron unos pocos días, y regresaron, en marzo de 1836, a Cartagena.