XXX

OTRA MATANZA EN BARCELONA

AL comienzo del mes de septiembre, el ministro de la Gobernación, don Ramón Gil de la Cuadra, escribió una carta a Aviraneta pidiendo que redactara una circular a los socios de la Isabelina, a fin de que cooperasen con todas sus fuerzas a favor de Mendizábal. Lo hizo así, y con la mejor intención movilizó a sus amigos políticos de Madrid y de provincias.

A consecuencia de las comunicaciones que se cambiaron entre el ministro y don Eugenio, se estableció correspondencia amistosa entre ambos. Gil de la Cuadra contestaba a las cartas de Aviraneta firmando El Consabido.

El ministro propuso darle una comisión para Barcelona, y que por mediación de Mendizábal se le asignara un destino fijo en el ejército.

A mediados de octubre escribía Aviraneta a su amigo don Tomás Alfaro, hermano político de Mendizábal, rogándole hablase con este para que le remitiera un salvoconducto con el cual pudiera regresar a Madrid. A vuelta de correo recibió el permiso y se presentó en Madrid el mismo día de la apertura de los Estamentos.

Supo que los partidarios de Toreno y de Martínez de la Rosa trabajaban para que otra vez se le metiera en la cárcel de Corte, pretextando la existencia de un mandamiento de prisión dado contra él a causa de su fuga del mes de agosto; pero Mendizábal se opuso y le libró de un nuevo atropello. Fue a ver a don Juan Álvarez Mendizábal a la calle de Atocha, 65, donde vivía, y a la Presidencia.

Era Mendizábal muy alto, con tipo aguileño, de judío, por lo que Borrow le encontraba aspecto de un Beni-Israel; el pelo le comenzaba a blanquear, vestía elegantemente con levita inglesa, de corte irreprochable.

Mendizábal hablaba de manera muy premiosa, que a veces sabía ser cordial. Aviraneta le conoció en la revolución del año 20.

Don Juan le preguntó qué deseaba; Aviraneta le explicó que su causa del 24 de julio estaba todavía abierta, y que, a consecuencia de ella, no podía ser reintegrado en su destino de comisario de guerra. Le habían aconsejado que presentase en el Ministerio una solicitud pidiendo que aquella causa fuese comprendida en el Real Decreto de 25 de noviembre, y que, en su consecuencia, se sobreseyese.

El ministro le manifestó el estado crítico de Cataluña, las intrigas que allí se desarrollaban atizadas por los carlistas y los extranjeros, y lo conveniente que sería el que Aviraneta pasara al lado del general Mina para desentrañar aquellas maquinaciones y auxiliar al general.

Añadió que Mina hacía gran papel en Cataluña, que era muy querido por los liberales del país; pero que no tenía flexibilidad alguna; creía que a cañonazos y a tiros se podía dominar la situación, y en esto se engañaba. Era por esto conveniente que un hombre diplomático y de espíritu flexible se reuniera a él y le aconsejara.

—Bueno, pues nada; iré a Barcelona —dijo Aviraneta.

—Bien. Yo le daré a usted una carta. Mendizábal cogió un papel y una pluma, y comenzó a escribir.

La carta decía así:

Excelentísimo señor don Francisco Espoz y Mina.

Madrid, 30 de noviembre de 1835.

Mi querido general: Por los beneficios que deben resultar a la justa causa, y por el concepto que me merece el dador de esta, el señor De Aviraneta, suplico a usted le considere como persona de confianza; de la buena inteligencia y acuerdo de ustedes no dudo resultarán motivos de satisfacción para todos, y en esta creencia preveo, igualmente, que accederá usted a mis deseos. Es de usted siempre afectísimo amigo, que besa su mano,

J. A. DE MENDIZÁBAL.

A los días siguientes fue don Eugenio a ver a don Ramón Gil de la Cuadra, y ni en el Ministerio ni en su casa pudo encontrarle.

Por fin, consiguió verle, y la mala acogida de este señor hizo sospechar a Aviraneta, y estas sospechas se aumentaron todavía más cuando le dijeron que don Ramón hablaba mal de él, que le pintaba como un intrigante y alborotador, y creía conveniente que le expulsaran de España.

Preocupado, preguntó al pariente de Mendizábal si es que el Gobierno quería deshacerse de él, y Alfaro le dijo que don Juan no era capaz de una perfidia semejante, y que si desconfiaba que no saliera de Madrid. Ante esta afirmación, se decidió a ir a Barcelona.

La víspera de su salida de la corte encontró cerca de la Casa de Correos a Gil de la Cuadra, a quien manifestó claramente su desconfianza. Don Ramón, después de excusarse, le indicó que en aquel momento acababa de echar una carta para el general Mina, avisándole que Aviraneta llegaría al final de mes, comunicándole la comisión que llevaba a Barcelona y recomendándole eficazmente.

El 5 de diciembre salió Aviraneta de Madrid para Valencia; esperó allí quince días la llegada del Balear, un vapor con tripulación catalana, y el 24 del mismo mes se embarcó para Barcelona.

En los quince días que estuvo en Valencia se dedicó a leer periódicos y a enterarse de los asuntos de Barcelona; leyó varios folletos, entre ellos uno de Raull y otro de Bertrán Soler acerca de la asonada seguida del incendio de los conventos de la ciudad condal. Estas lecturas le hicieron pensar que quizá Barcelona estaba en vísperas de una gran conmoción popular, como en tiempo del Corpus de Sangre. Se figuraba la ciudad catalana un Nápoles de la época de Massanielo.

Llegó el 27 de diciembre de 1835 a Barcelona; le esperaban en el muelle dos individuos de la Isabelina: Tomás Bertrán Soler y un antiguo asistente.

Al día siguiente, se presentó en la Capitanía general a saludar a doña Juanita, la mujer de Mina. Preguntó a esta señora si no había recibido su marido una carta de Gil de la Cuadra, y doña Juanita le contestó que no lo sabía.

Había por entonces en Barcelona muchos partidarios de don Carlos, muchos reaccionarios y absolutistas de buena fe.

Entre los liberales, la confusión era grande, y los diversos grupos se miraban en su mayoría con hostilidad.

Entre los exaltados de varias clases, unos eran localistas, y no querían ocuparse más que de lo que ocurría en Cataluña; otros, nacionalistas.

Había también algunos republicanos y restos de la Sociedad Carbonaria, Sociedad que habían fundado en Barcelona un tal Horacio d’Atellis, venido de Nápoles en 1822.

A los pocos días de llegar a Barcelona, conferenció con las personas importantes del partido liberal. Con quienes se vio con más frecuencia fue con Madoz, Bertrán Soler y Xaudaró.

Entre los jóvenes había gente atrevida, audaz y de ideas muy avanzadas.

Casi todos los jóvenes barceloneses liberales eran entonces medio republicanos, medio carbonarios, muchos de ellos colaboradores de El Propagador de la Libertad, en donde se insertaban artículos oscuros del iluminado Adolfo Boheman. Otros publicaban algo en El Regenerador, de Bertrán Soler, semanario enciclopédico constitucional y españolista.

Carlistas y liberales, exaltados y moderados, isabelinos y mendizabalistas, regionales y patriotas, se odiaban con idéntica furia, y el más violento rencor reinaba en la sociedad barcelonesa.

El día 28 de diciembre volvió Aviraneta a presentarse a la señora del general Mina, doña Juanita Vega, a quien entregó una carta para su marido, que estaba en las proximidades de San Lorenzo de Morunys, anunciándole su llegada y la misión que traía del Ministerio Mendizábal.

El general Mina no se dignó contestar a esta carta. Luego supo que don Ramón Gil de la Cuadra le había indispuesto con él. Le había dado malos informes, diciéndole, entre otras cosas, que Aviraneta afirmaba a todas horas, y era verdad, que los militares españoles no podían acabar la guerra, y que esta no se terminaría más que por una acción política y diplomática.

Desde Barcelona dirigió Aviraneta dos comunicaciones al presidente del Consejo de Ministros, anunciándole que había conseguido dar con el foco de la insurrección carlista catalana y de la intriga extranjera, y que tenía metida en su Junta una persona de confianza que le pondría al corriente de cuanto se maquinara; que pensaba despachar comisionados a Perpiñán, Marsella y Génova, para que, puestos en contacto con los cónsules españoles de aquellos puntos, desentrañasen todos sus planes.

Le indicaba también que oficiase a los cónsules lo más pronto posible y que esperaba el regreso del general Mina para formar, de acuerdo con él, un plan político que desorganizara las huestes carlistas de Cataluña.

Mientras intentaba tomar pie en Barcelona, se fraguaban al mismo tiempo varios complots.

En esta época era Aviraneta persona muy poco grata a los masones. Les despreciaba por inútiles, noveleros y farsantes. Todos los masones conspicuos le miraban como a un rebelde.

La matanza de prisioneros carlistas en Barcelona era algo que se veía venir desde hacía tiempo. Ya, meses antes, los generales Llauder y Bassa habían querido reconcentrar tropas en Barcelona para impedir las venganzas de los exaltados. Mina, partidario de una guerra sin cuartel, siguiendo la política suya, dejó desguarnecida la ciudad, entregándola a los furiosos.

El día 3 de enero, por la noche, se presentó en casa de Aviraneta un hombre desconocido; le preguntó si estaba solo; le contestó que sí, e inmediatamente le dijo:

—Vengo a advertirle a usted que mañana serán ejecutados los prisioneros carlistas de la ciudadela.

—¿Cómo lo sabe usted? ¿De quién tiene usted esa noticia?

—No se lo puedo decir a usted. Bástele saber que el hecho es cierto; mañana lo podrá comprobar.

Quiso sonsacar algo a aquel hombre, pero no consiguió nada; le repitió que le comunicaba la noticia para que tomara sus medidas, y se marchó.

Aviraneta vaciló un momento, e inmediatamente se decidió; se puso las botas, tomó capa y sombrero y metió una pistola en el bolsillo. Bajó corriendo las escaleras, salió a la calle; pero el hombre había desaparecido.

Hizo mil cábalas, pensando quién podía comunicarle aquella noticia; pensó si sería su confidente carlista o alguno del Club Unitario, pero no pudo deducir nada.

Al día siguiente, el pronóstico del desconocido se había realizado. Por la tarde, al anochecer, la gente asaltaba la ciudadela y comenzaba la matanza.

A esta hora se presentó Aviraneta en la Capitanía general a ofrecer sus servicios a la esposa de Mina y al general Álvarez.

Se oían desde los balcones del palacio los tiros que sonaban en la ciudadela.

Discutían todos la manera de contener los excesos, no terminados aún, puesto que, según se dijo, las matanzas seguían en Atarazanas, en la torre de Canaletas y en el hospital.

Por lo que se supo después, el jefe de Atarazanas, brigadier Ayerbe, puesto al servicio de los sublevados, fue llamando a los presos por sus nombres y entregándoles a las turbas para que los matasen.

Después de las doce de la noche marchó Aviraneta a su casa desde la Capitanía general, y tuvieron allí los isabelinos una reunión. Se discutió lo que había que hacer al día siguiente.

Había algunos que decían que debieron haberse apoderado de la ciudadela, cosa fácil durante el tumulto; otros decían que de aquel motín sangriento no debía salir la proclamación de la Constitución. Aviraneta era partidario de esperar, de dejar un espacio de una semana o dos para que la proclamación de la Constitución no pareciese una segunda parte de la matanza. Hubo algunas discusiones, y, por fin, quedaron en que al día siguiente se pronunciasen los batallones de la Milicia.

El capitán del batallón de La Blusa, don Pedro Mata, les dijo que había unanimidad entre los milicianos, y que todos querían que se proclamase la Constitución cuanto antes.

Rendido de cansancio, se acostó don Eugenio, y durmió hasta muy entrada la mañana. Al día siguiente supo que grupos numerosos, sostenidos por fuerzas de la Milicia, aclamaron la Constitución de 1812, y pusieron un gran letrero, custodiado por dos centinelas, en el pórtico de la Lonja.

El día 5 se presentó, después de comer, en el palacio, y estuvo acompañando al general Álvarez y a la señora de Mina. Al retirarse, a las once de la noche, a su casa, supo que el movimiento liberal intentado por sus amigos había fracasado por completo. El brigadier Ayerbe había mandado quitar el letrero puesto en la Lonja, en que se vitoreaba a la Constitución, y dispersó a los nacionales.

El capitán don Pedro Mata había arengado elocuentemente al batallón de La Blusa para volverlo a la disciplina. ¡Mata, que el día anterior recomendaba la urgencia del movimiento!

Entonces don Eugenio pensó si la cabeza de los hombres del Mediterráneo sería como esos caracoles grandes, que suenan mucho y no dicen nada.

Mina dijo después, reconociendo que el movimiento constitucional no tenía relación alguna con la matanza del día anterior, que los que provocaron este movimiento no tuvieron valor para salir a la calle y ponerse al frente de él.

Aviraneta, por lo menos, no se presentó, por muchas razones: primera, porque el ponerse al frente parecía indicar el hacerse solidario y hasta director de las matanzas del día 4; después, porque a él no le conocía nadie en Barcelona.