EN LA CÁRCEL DE CORTE
EL 24 de julio prendieron a Aviraneta en su casa de la calle de Cedaceros; le había denunciado Civat, ex guardia de corps, que pasaba por revolucionario y que había resultado agente de los realistas, venido de Barcelona. La prisión la efectuó el comisario Luna. Civat extremó su cinismo acompañando al comisario con ocho soldados hasta la puerta de la casa de la calle de Cedaceros, quedándose en la esquina de la de Alcalá para ver pasar a Aviraneta camino de la cárcel en medio de soldados armados con bayonetas.
Se dijo que días después los isabelinos habían pensado en acudir al Estamento de Procuradores y allí provocar una algarada y proclamar la Constitución de Cádiz.
Pocas horas más tarde prendieron a los isabelinos general Palafox, Calvo de Rozas, Olavarría, Romero Alpuente, Villalta, Espronceda, Orense, Nogueras, Beraza, etc.
Prendidos los principales miembros de la Isabelina en Madrid y en provincias, se hicieron mil cábalas acerca de ellos.
Desde el momento que se prendió a los conspiradores, todo el mundo empezó a hablar de ellos. Unos aseguraban que eran republicanos, otros masones, otros carbonarios. Se comenzó a sentir más miedo de los isabelinos que del cólera.
Una semana después de ser encarcelado, Aviraneta se paseaba en su cuarto de la cárcel de Corte de un lado a otro, como un lobo enjaulado. A veces temía que sus amigos le hubieran hecho traición.
Aviraneta era preso obediente, disciplinado.
La causa suya la había empezado a incoar el teniente corregidor don Pedro Balsera con gran actividad. El juez era un tal Regio, y el fiscal don Laureano de Jado, antiguo afrancesado y absolutista, que puso la proa a Aviraneta desde el principio.
El escribano de la causa, don Juan José García, se había mostrado a don Eugenio como enemigo acérrimo. Por último, el alcaide de la cárcel de Corte era, además de un perfecto bribón, fanático de don Carlos, y había sido colocado por Martínez de la Rosa con la consigna de vigilar a todas horas a Aviraneta para que no hiciera una de las suyas.
Vivía don Eugenio en la cárcel en un cuarto oscuro y desagradable, y para pasear iba a la sala de políticos, en donde todos o casi todos, en esta época, eran carlistas, trabucaires catalanes y valencianos, curas, frailes, abogados y guerrilleros de la Mancha.
Había también ladrones complicados en la matanza y en los robos de los conventos.
A estas miserias se añadía el azote del cólera, que se cebaba en la cárcel de Corte.
Don Eugenio se batió con el juez y con el fiscal y les mareó con declaraciones contradictorias.
Tan pronto aparecía la Isabelina como sociedad secreta, de la que formaban parte la infanta Luisa Carlota, el infante Francisco de Paula, Palafox y el conde de Parcent, como era fantástico proyecto, utopía acariciada en la imaginación.
También dijo al juez que tenía guardados documentos importantísimos, y que si moría en la cárcel estos documentos se publicarían inmediatamente en París.
La amenaza dio grandes resultados.
Estas declaraciones se conocieron en Palacio y le valieron el odio de la infanta Carlota y de su marido, y luego la amistad de María Cristina, porque llegaron las dos hermanas a odiarse de tal modo que los amigos de una eran sólo por esto enemigos de la otra.
A las dos o tres semanas no quedaban en la cárcel más que Beraza, Romero Alpuente y Aviraneta.
Por esta época del cólera sufrió el partido cristino el primer quebranto al hacerse públicos los amores de la reina con Muñoz.
Todo Madrid comentaba el caso con fruición, y la noticia llegó a la cárcel.
La cárcel de Corte de Madrid estaba formada, en parte, por ese edificio de la plaza de Santa Cruz, que luego ha sido Ministerio de Ultramar y después de Estado, y, en parte, por otro anejo, en tiempos pasados hospedería de los Padres del Salvador.
La cárcel de Corte, con sus dos cuerpos, formaba un paralelogramo largo y estrecho. Componían los lados cortos: uno, la fachada de la plaza de Santa Cruz, en donde había entonces una fuente, la fuente de Orfeo, y el otro, varias casuchas que daban a la calle de la Concepción Jerónima. Por los lados largos pasaban casi paralelas la calle del Salvador y la de Santo Tomás.
Una parte estaba dedicada a cárcel de mujeres, y muchas de estas tenían sus hijos pequeños con ellas.
En la cárcel había mucha más gente que la que buenamente cabía en ella; faltaba luz, ventilación, y, sobre todo en el verano, no se podía respirar por el mal olor.
Los presos lo pasaban horriblemente; muchos no tenían ropas ni mantas y dormían en pleno invierno sobre el suelo de piedra.
Al principio no dejaron a Aviraneta tener libros, ni papel, ni tinta; pero luego sí.
Durante mucho tiempo no pudieron luchar los presos liberales con los presos carlistas. En el cuarto del abogado Selva, el mejor de todo el edificio, se reunían cuatro o cinco frailes, dos o tres curas y otros tantos guerrilleros, y en esta Junta apostólica se tomaban acuerdos, que el alcaide seguía al pie de la letra.
La Junta de Selva se erigió en soberana de la cárcel; ella decidía quién debía ser castigado, quién no, quién tratado con benevolencia y quién con severidad.
Aviraneta, por entonces, tenía asegurada comunicación con los de afuera, y sus amigos de la Isabelina le mandaban cartas y papeles y le indicaban el giro que iban tomando los asuntos políticos.
A pesar de que Aviraneta se quejaba constantemente de la situación de los liberales en la cárcel, los amigos no hacían nada por ellos. Entonces, desesperado, se le ocurrió mandar un escrito al Gobierno, afirmando a rajatabla que en la cárcel de Corte se fraguaba una conspiración carlista.
El Gobierno no desconfió de esta denuncia, y envió, en concepto de preso, a un coronel, don Andrés Robledo, con la misión de observar lo que pasaba y si era cierta la denuncia.
Aviraneta no creía que allí se conspirase; pero cuando Robledo comenzó sus investigaciones, vio que su hipótesis era una realidad y que en la cárcel de Corte se estaba tramando una de las muchas intrigas carlistas que por entonces tenían Madrid como centro.
El coronel Robledo contaba a don Eugenio sus descubrimientos, y entre los dos redactaban los partes para el Gobierno.
El inspector de policía Luna conferenció con Aviraneta y Robledo, y entre los tres dispusieron prender al alcaide y a sus dependientes, al abogado Selva, al escribano que seguía la causa de Aviraneta, García, y enviarlos a la cárcel de la Villa. El fiscal que nombraron para esta causa era don Laureano de Jado, el enemigo de Aviraneta. El fiscal dijo:
—Admiro el genio fecundo y la travesura de Aviraneta, que ha conseguido embrollar su proceso, dejando libres a todos los cómplices, y ha inventado este proceso carlista, a cuyos reos no habrá más remedio que castigar, estando seguro y convencido de que todo no es más que un solemnísimo embrollo fraguado por el intrigante de don Eugenio.
Con razón o sin ella, consiguieron verse libres de la dictadura de los carlistas, y la vida se hizo más llevadera en la cárcel.
Aviraneta empezó a recibir visitas de los antiguos afiliados isabelinos. Unos días después se enteró de que en un movimiento revolucionario de Barcelona habían destituido a su denunciador Civat. Poco tiempo más tarde, Martínez de la Rosa salió también del Gobierno.
Una mañana de agosto se presentaron en la cárcel de Corte el capitán Ríos, ayo de los hijos del conde de Parcent, con otro oficial de la Milicia Urbana.
Los dos oficiales iban nada menos que a pedir a Aviraneta un plan de sublevación hecho a base de la Milicia Urbana.
Ríos dijo que reinaba gran descontento en el pueblo liberal, que las noticias de la guerra eran malas, que se acusaba al Gobierno de inactivo.
Añadió que estaba todo preparado para un pronunciamiento de la Milicia; que el pueblo secundaría el movimiento. No dijeron que Andrés Borrego había visitado al general Quesada y que este había dado palabra de que la Guardia Real no atacaría a los sublevados.
Si Aviraneta hubiera sabido que Quesada entraba en el asunto, no hubiera tomado parte, por considerar a Quesada bárbaro, ordenancista e incomprensivo. Quesada en esta época, 1835, estaba de cuartel en Madrid.
Hablaron varias veces los oficiales con Aviraneta, y quedaron en que el objeto de la sublevación sería: primero, apoderarse de Madrid; segundo, nombrar una Junta revolucionaria; tercero, ponerse en relación con los sublevados de Zaragoza.
De acuerdo con esto, Aviraneta les dijo que al día siguiente les daría su plan, y cumplió lo prometido; les dio el plan del pronunciamiento. Era este: «El 15 de agosto un piquete de la Milicia iría a los toros, y a la vuelta, en vez de disolverse, tocaría a generala; los milicianos, avisados, se reunirían, ocuparían el telégrafo y las casas de la plaza Mayor. En seguida se pondría en libertad a Aviraneta, que diría lo demás que había que hacer».
La tarde y la noche del 15 las pasó don Eugenio angustiado; cuando a las diez de la noche vio que no iba nadie a buscarle, creyó que el pronunciamiento había fracasado.
Al día siguiente, domingo, fueron a buscarle a la cárcel de Corte. El pronunciamiento efectuado estaba ya vencido. No pudieron entenderse, y la partida se perdió.
A eso de las nueve, un grupo de milicianos armados se presentaron en la plaza de Santa Cruz, entraron en la cárcel y llamaron al alcaide y exigieron que dejara en libertad a Aviraneta. El alcaide, naturalmente, se opuso; pero ante la amenaza de soltar a todos los presos, cedió.
Una vez fuera. Aviraneta habló con los jefes de la Milicia Urbana, y cada uno daba su opinión de manera diferente. Envió un recado a Palafox, por si este se atrevía a ponerse al frente del movimiento; pero a Palafox no le convenía aparecer, y se eclipsó.
Entonces habló con Miláns del Bosch; le dijo que parte de la Guardia Real iría con ellos; que el coronel Antonio Martín, hermano del Empecinado, sublevaría su regimiento de caballería.
Miláns del Bosch replicó que la gente estaba desmoralizada y que no había disciplina.
Aviraneta, subido en un banco de la plaza, explicó que no había más que una alternativa: o salir inmediatamente y atacar las tropas en la Puerta del Sol, o abandonar la empresa.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritaron algunos exaltados; pero ya era imposible, y nadie dio el paso adelante.
—¡Señores! —decía Aviraneta—. Esto se ha acabado. Yo no tengo la culpa. A mí me han llamado tarde. Ahora, cada cual a su casa.
Disfrazado, pudo marcharse a Zaragoza, después de pasar unos días en Alcalá con unos amigos.
En Zaragoza publicó su folleto sobre el Estatuto Real, en la imprenta de Ramón León.
La publicación de este folleto le trajo la hostilidad de los moderados y de gran parte del partido liberal, que trabajaba con todo su poder para ahogar la revolución, que muchos consideraban necesaria, y que dirigían los de la sociedad Isabelina.