LA MATANZA DE FRAILES
A principios de julio comenzó a extenderse el cólera en Madrid. En un pueblo poco limpio, la enfermedad produjo gran estrago. Se decidió Aviraneta a no salir de casa más que lo necesario para no presenciar horribles escenas.
En Madrid, la epidemia había desarrollado un individualismo terrible: el que podía se escapaba; el que no, se metía en un rincón.
Un día de julio, el 17, en que hacía calor horrible, Aviraneta salió de casa a curiosear.
Se cruzó varias veces con curas llevando el Viático a las casas de los moribundos y con carromatos cargados de cadáveres, pues no había bastantes coches fúnebres en la ciudad; tantas eran las defunciones. En la Puerta del Sol vio Aviraneta gente de mal aspecto formando grupos que hablaban y vociferaban. Se acercó a los corrillos, y oyó que decían que había habido muchos muertos por el cólera aquella mañana. Otros hablaban de la insurrección carlista, que se corría por España como reguero de pólvora. Supuso que estas noticias serían la causa de la agitación de la multitud, y avanzó a la plaza Mayor. Desde aquí, calle de Toledo abajo, formaba un batallón de milicianos.
—¿Qué pasa? —preguntó Aviraneta a un sargento de urbanos.
—Que la gente ha hecho una degollina de frailes en San Isidro —contestó el sargento con petulancia, atusándose el bigote—. Se lo merecen.
—¿Y por qué?
—Porque están impulsando al carlismo. Los carlistas que estaban escondidos en los conventos han salido disfrazados de frailes a reunirse con Merino.
—¡Si no fuera más que eso! —dijo otro miliciano.
—Pues, ¿hay algo más?
—Que están echando cosas malas en el agua.
—¡Bah!
—Se les ha visto envenenando las fuentes con unos polvos.
Empujado por los curiosos, avanzó por la calle de Toledo abajo. Subían en dirección contraria hombres, mujeres y chiquillos desharrapados, manchados de sangre, caras hurañas, gente frenética, gritando, con espuma en la boca.
En la esquina de la calle de Toledo y la de los Estudios se amontonaban ropas, muebles, libros, cuadros, tirados desde el colegio de San Isidro. Todo ennegrecido por el fuego. Los milicianos hacían la guardia como si su única misión fuera vigilar estos objetos, y mientras tanto se seguía asesinando, se arrojaban desde las ventanas una porción de cosas y se les pegaba fuego, con gran algazara y aplausos.
—¡Hacen bien! —gritaban con voz aguda algunas mujeres—. ¡Que los maten a todos! ¡Canallas! ¡Envenenadores! ¡No se debía dejar uno vivo! ¡Por ellos pasa lo que está pasando! ¡Por ellos está toda España llena de carlistas! ¡Hasta que no se quemen todos los conventos y no se desuelle a todos los frailes, no habrá aquí paz!
Le hubiera gustado a Aviraneta hablar con alguno. Entró en el café La Fontana de Oro. Allí los oradores peroraban; a cada paso llegaban chiquillos andrajosos, señoritos pálidos, elegantes, manchados de sangre, y se les aplaudía y se les estrechaba la mano dándoles la enhorabuena.
La noche fue horrorosa de calor y de inquietud. Se oyeron campanas, tiros, gritos y quejas en la vecindad. Aviraneta no pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente se hallaba tan rendido, que decidió quedarse en la cama.
Una semana después estaba por la mañana dormitando cuando oyó que entraba alguien en su cuarto.
Era un jesuita, que al principio de su estancia en Madrid iba a visitarle con frecuencia. Venía vestido de paisano.
Sin más preámbulos, comenzó a perorar y a decirle que la horrible matanza de los días anteriores se había verificado por su culpa.
—¿Cómo por mi culpa? —dijo Aviraneta—. Usted está loco.
—Sí, por su culpa. Porque usted conocía a los criminales que han dirigido este complot horroroso. Y estaba usted obligado a vigilarles. Sobre su cabeza caerán estos crímenes abominables.
El jesuita hablaba descompuesto. La serenidad de Aviraneta le tranquilizó. Le dijo este que no creía que fuera verdad que sus amigos hubieran ordenado la matanza, y expuso sus razones. Aunque así fuera, él no podía conocer los designios de los liberales, porque hacía tiempo que no los veía.
El padre afirmó que sí, que eran los isabelinos y los carbonarios los inductores de la matanza y que él tenía la prueba por la confesión de un nacional. Se sabía, además, que algunas personas se habían dirigido al Ministerio de la Gobernación y avisado al capitán Narváez, que estaba de guardia, lo que pasaba en los conventos, y Narváez había dicho:
—Mientras no me lo ordenen no voy.
—Es que los están matando —le replicaron.
—Pues que los maten; por mí, pueden no dejar uno.
La matanza de frailes, según el jesuita, la había decidido la Junta del Triple Sello, asociación satánica formada por masones, isabelinos y carbonarios, pero dirigida principalmente por estos últimos.
Para dar la señal de la matanza, elevaron un meteoro, un globo de luz, que brilló misteriosamente en el aire durante algún tiempo la noche anterior al día de los saqueos y muertes.
Esta historia del meteoro le pareció a Aviraneta fantasía ridícula y absurda, pero no dijo nada.
Aviraneta parece que afirmó varias veces que la matanza de frailes no la habían producido los isabelinos. Él aseguró entre sus amigos Alzate y Orbegozo que no habían terciado en este asunto porque no les convenía. Los isabelinos tenían preparado un pronunciamiento para el 25 de julio, y la matanza, que fue el 17, no hizo más que alarmar y poner en guardia al Gobierno. Aviraneta creía que la matanza de frailes había surgido del pueblo sin preparación alguna.