LA SOCIEDAD ISABELINA
EN 1833 estaba Aviraneta en Madrid, adonde fue acogiéndose al decreto de amnistía general dado después del otorgamiento de poderes a la reina por la enfermedad de Fernando VII. Se aproximaba el momento de la catástrofe; Fernando VII se agravaba por momentos. Aviraneta había organizado la Sociedad Isabelina, integrada principalmente por militares y empleados; los afiliados formaban triángulos para ayudarse mutuamente y escalar las más altas posiciones.
Mientras tanto, la conmoción popular aumentaba; los cristinos y los carlistas se iban a las manos en los barrios bajos, y todas las noches había jarana y tiros y vivas a Carlos V y a la Constitución.
Los cafés se convertían en centros de política.
Llegó el 30 de junio de 1833, fecha fijada para la jura de la princesa de Asturias. Con este motivo se temió que hubiera alborotos aquel día y los siguientes. Aviraneta comunicó los acuerdos de su partido, y la Junta cristina y la isabelina se mantuvieron en sesión permanente. A medida que pasaba el tiempo la situación política iba haciéndose más oscura. Los amigos de Aviraneta afirmaban que las revueltas no se harían esperar.
En el mes de septiembre se agravó la enfermedad del rey y se temió por instantes por su vida.
Tenía Aviraneta en Palacio un amigo que le participaba el curso de la enfermedad del monarca. Recibió una mañana el aviso de que el rey estaba en la agonía. A las seis de la tarde, la noticia de la muerte del rey era general. La gente andaba por las calles sorprendida y perpleja. Todo el mundo se figuraba que iba a ocurrir algo, aunque no se sabía qué.
Aviraneta, después de cenar, fue a una reunión liberal en una casa de la calle del Arenal, inmediata a la del conde de Oñate. En el salón del piso principal había de cuarenta a cuarenta y cinco personas reunidas en varios grupos. Iba entrando, poco a poco, más gente. Llegaron a congregarse hasta cien individuos de todas castas y pelajes.
A las diez, los cristinos, iniciadores de la reunión, dieron comienzo al acto; presidían la mesa el abogado Cambronero y Donoso Cortés, los dos muy guapos y currutacos, y don Rufino García Carrasco.
El abogado Cambronero tomó la palabra, y vino a decir de una manera florida que era necesario apoyar al Gobierno, a la reina gobernadora y a la inocente Isabel, y que todos los reunidos debían colaborar a tan santo fin.
Aviraneta, pensando que estaban divagando todos aquellos señores y sin aclarar la cuestión principal, pidió la palabra.
Avanzó hasta el centro del salón con un rictus amargo en la boca, y comenzó a hablar de manera seca, áspera y cortante.
Aquella voz agria, aquella mirada siniestra, aquel tipo de pajarraco produjeron gran expectación.
Dijo que la situación había cambiado en veinticuatro horas con la muerte del rey; que todo lo que fueran dilaciones, todo lo que no fuera idear un plan y realizarlo, no sólo era perder tiempo, sino retroceder. Y terminó diciendo:
—Creo, señores, que hoy lo prudente y lo práctico es asaltar el Poder, dominar la situación incierta, proclamar una Constitución liberal y apoderarse de las trincheras para defenderse del carlismo, que es un enemigo formidable.
Al terminar el discurso hubo algunos aplausos y algunos silbidos.
Para tranquilizar el cotarro, se levantó don Rufino Carrasco y habló de varias cosas atropelladamente y sin arte, terminando con estas palabras:
—La tregua se impone, señores, ante el cadáver del rey.
Aviraneta se levantó como movido por un resorte, y, avanzando en el salón, gritó con voz agria y cortante:
—Si el rey que acaba de morir no hubiera sido uno de los personajes más abominables de la Historia contemporánea; si hubiera tenido algo siquiera de hombre, todos los españoles estaríamos ahora en un momento de dolor; pero el rey que ha muerto era, sencillamente, un miserable, un hombre cruel y sanguinario que llenó de horcas España, donde mandó colgar a los que le defendieron con su sangre. No hablemos de tregua producida por el dolor. Sería una farsa. No hablemos de sentimiento; lo más que se nos puede pedir es el olvido. No hablemos de ayer, pensemos en mañana.
La contestación de Aviraneta produjo terrible marejada de gritos, protestas y aplausos en la sala.
Al salir de la reunión fueron varios a un café de la Puerta del Sol, y un muchacho apellidado Urbina, hijo del marqués de Aravaca, dijo a Aviraneta que estaban en todo conformes con él por lo que había dicho en la reunión. Que contaban con muchos oficiales de los mismos sentimientos; que tenían de su parte a los sargentos y soldados del regimiento de la Guardia real y que esperaban que les diera Aviraneta su plan revolucionario para realizarlo en seguida.
Iban a cerrar el café; salieron todos a la Puerta del Sol, donde siguieron charlando. El grupo seguía en la acera cuando dos jóvenes volvieron corriendo hacia el café.
—¿Qué pasa? —les preguntó Aviraneta.
—Que hemos encontrado a Nebot, el agente de policía de la Isabelina, a la entrada de la calle del Arenal. Nos ha dicho que hace una hora ha pasado Cea Bermúdez a Palacio en coche y que debe volver dentro de poco. ¿No le parece a usted una magnífica ocasión para echarle el guante?
Se le dijo a Urbina y a los demás lo que pasaba, y les pareció la ocasión de perlas.
—¡Hala! —exclamó Aviraneta—. ¿Cuántos somos? Nueve. Vamos cuatro por aquella acera y cuatro por esta; nos pondremos enfrente de la casa donde hemos estado. Uno que vaya ahora mismo y que se ponga delante de la plaza de Celenque. En el momento que pase el coche, que grite: «¡Sereno!». Los que tengan bastones, que se pongan en medio y peguen a los caballos hasta parar el coche. ¿Hay algo que decir?
—Nada.
Fueron los dos grupos hacia la calle del Arenal.
Al llegar a la esquina oyeron el ruido de un coche que venía de prisa por la calle Mayor. Aviraneta y otro fueron hacia él corriendo. El cochero, al ver que se acercaban dos hombres, azotó a los caballos, y el coche pasó como una exhalación.
—¡Ha cambiado el camino!
Cea Bermúdez se les escapaba. Se avisó a los grupos, y la gente se marchó cada cual a su casa.
Aviraneta fue a ver a Calvo de Rozas, del Comité de la Isabelina, y le explicó lo que le habían propuesto los oficiales.
—Eso es muy grave —exclamó Calvo de Rozas, alarmado—; eso es muy serio. Hay que celebrar junta en seguida.
Calvo de Rozas y Aviraneta examinaron y discutieron la proposición. Aviraneta expuso varios proyectos para apoderarse de Madrid; se consultó el plano de la villa, la lista de los legionarios afiliados a la Isabelina, el Anuario Militar para ver qué jefes podrían ser amigos y cuáles enemigos declarados.
Podían contar con mil quinientos hombres armados, a más de los militares que siguiesen a Urbina y a los otros oficiales.
A las ocho de la mañana llamaron a Romero Alpuente, Flores Estrada y a Olavarría, que dormían en la casa. Después de una larga discusión, se acordó que Calvo de Rozas y Flores Estrada fueran a consultar con Palafox.
Palafox dijo que dar oídos a semejante proposición era cometer una gran torpeza y una gran imprudencia. Se abandonó el proyecto, aunque, probablemente, hubiera tenido éxito.
El verano de 1833 fue de grandes agitaciones y jaleos populares. Aviraneta se ocultaba, perseguido por la policía. En el otoño del mismo año, los madrileños presenciaron el desarme de los voluntarios realistas en la plaza de la Leña, en donde se lucieron el coronel Bassa y el capitán Narváez.
Don Eugenio debió de hacer por entonces alguna maniobra con la policía de Cea, porque comenzó de nuevo a mostrarse en público; había vuelto a su casa de la calle del Lobo y nadie se metía con él.
Habiéndose trasladado a la calle de Segovia, fue uno de sus amigos con un recado de parte del conde de Toreno, que deseaba verle.
El conde vivía en una humilde casa de huéspedes del callejón del Gato, número 6, piso segundo, y se hacía llamar por su nombre y su primer apellido, José Queipo.
Aviraneta inquirió primero si el conde quería ser de la Isabelina, y para preguntarle esto mandó a uno de sus amigos. El conde respondió que no tenía inconveniente en exponer sus ofrecimientos a los demás miembros de esta Sociedad, pero sin compromiso para ellos de ninguna clase.
A los pocos días Aviraneta congregó a sus consejeros, y, al parecer, todos estuvieron conformes en rechazar a Toreno.
Creían que no era hombre de fiar. El conde, cuando supo la negativa, se incomodó contra Aviraneta. Poco después salía desterrado para Asturias por orden de Cea Bermúdez.
Como el descrédito de María Cristina era cada vez mayor, por sus amores con Muñoz, en Palacio se había pensado en una triple regencia con la infanta Luisa Carlota y el infante don Francisco.
Un día fue un tal García Alonso a buscar a Aviraneta para llevarle a Palacio por orden de los infantes. Aviraneta pidió un plazo de veinticuatro horas para consultarlo con sus amigos. Aceptaron, y en una berlina particular marchó don Eugenio a Palacio.
Los infantes le recibieron muy amablemente, le preguntaron si tenía mucha gente que le ayudara, si sabía que en Barcelona se estaba formando un partido para derribar a Cea Bermúdez y establecer una regencia. Si tendría inconveniente en ir a Barcelona para activar estos planes.
—Doy a vuestras altezas las gracias —contestó don Eugenio—; pero debo manifestarles que estoy unido con otras personas y tengo que consultar con ellas.
Por esto se llegó a saber públicamente la existencia de la Sociedad llamada la Confederación de los Isabelinos o Isabelina, con un Directorio formado por Calvo de Rozas, Palafox, Flores Estrada, Romero Alpuente, Beraza, Juan Olavarría y Aviraneta. Cada uno era jefe de una sección especial. Su organización militar no se conocía bien. Se sabía que la fuerza estaba dirigida por el general Palafox y dividida en legiones y centurias. A juzgar por la forma de estar constituida, la Isabelina era una sociedad carbonaria.
El Gobierno conocía la existencia de la Sociedad, y la temía.
También se decía que en la Isabelina había un Comité de acción misterioso, titulado la Junta del Triple Sello, formado por un masón, un comunero y un carbonario. Esta Junta era la encargada de las obras secretas, de los asesinatos y de las ejecuciones.
La proposición de los infantes y el asunto de la triple regencia alborotó al Directorio isabelino. Nadie quería la colaboración de la infanta Luisa Carlota ni la de su marido, Francisco de Paula. A ella se la tenía por italiana ambiciosa e intrigante; a él, por tonto. Respecto a la cuestión de enviar un delegado a Barcelona, se aceptó la proposición, y se dispuso que fuera Aviraneta.
Aviraneta volvió a ver a los infantes, que le dijeron dónde debía recoger el dinero para el viaje.
Al mediodía marchó a la casa de postas de la calle de Carretas a esperar la diligencia. Esto sucedía el 10 de enero de 1834. Salió de Madrid a eso de las dos, y al caer la tarde llegaron a Guadalajara; se detuvo la diligencia en el parador de las Animas, fuera del pueblo. Al ir a bajar don Eugenio, un señor de sombrero de copa, gabán con esclavina, alto y de bigote negro, levantando el bastón, gritó:
—Señor Aviraneta, de orden de la reina queda usted preso. Era el comisario de policía don Nicolás de Luna. A su lado se cuadraban dos agentes y cuatro soldados.
El señor Luna recogió todos los papeles, y, metiéndolos en un sobre lacrado, se los entregó a un agente para que los llevara a Madrid. Luego entraron en una tartana don Eugenio y el comisario.
Fueron charlando por el camino, y el comisario enteró a Aviraneta de que la Isabelina había mandado dos delegados a celebrar una conferencia con don Javier de Burgos con el objeto de derribar al ministro Cea Bermúdez, pero que no se pusieron de acuerdo, y habiéndole amenazado a Burgos, este se pasó al lado de Cea Bermúdez, y habían formado una alianza. En esto supieron que un delegado de la misma Sociedad liberal iba a visitar a los infantes, y como conocían a don Eugenio de verle en Palacio, habían dado en seguida la orden de prenderle.
—¿Adónde me lleva usted?, preguntó Aviraneta.
—Por ahora, a Aranjuez. Allí me darán nuevas órdenes.
Llegaron a Aranjuez por la noche; el comisario llevó a don Eugenio a una fonda. Allí durmieron. Al día siguiente un soldado de caballería trajo un pliego para el comisario.
Luna lo leyó, y se lo dio a don Eugenio para que lo leyera.
El superintendente decía que, examinados los papeles del preso, no se encontraba indicio alguno de culpabilidad; pero que, a pesar de esto, no era prudente que dejaran a Aviraneta libre, por lo cual se ordenaba al comisario que lo trasladara a las inmediaciones de Madrid, a uno de los mesones del puente de Toledo, tratándole en el tránsito con la debida consideración y respeto.
Salieron de Aranjuez después de comer. En Pinto cenaron, y se dirigieron a Villaverde. Cruzaron la aldea y siguieron hacia Madrid. A media legua o tres cuartos de legua del puente de Toledo entraron en el mesón del Cuco.
Al irse a acostar apareció un guardia con un pliego para Luna. Lo abrió este, y lo leyó. Se le decía que al día siguiente, al amanecer, se condujera a Aviraneta por las rondas a la Puerta de Hierro; que allí esperase la salida de la diligencia para Valladolid, que pasaría a las ocho de la mañana. En la diligencia habría un asiento de interior costeado por el Gobierno. Se le metería a Aviraneta en el coche, entregándole el pasaporte para Santiago de Compostela, y se encargaría al mayoral que no permitiese la salida del desterrado hasta llegar a Valladolid. Aviraneta no llegó a Valladolid, y volvió a la corte.
Algún tiempo después de la desaparición avisaron a un amigo de Aviraneta que un campesino deseaba hablarle; este campesino no era otro que don Eugenio. Le buscaron una casa tranquila en la calle de Cedaceros, propiedad de don Ambrosio de Hazas, y allí vivió durante algún tiempo.