XXVI

CONSPIRACIONES EN BAYONA

EL año 1830, un día, al anochecer, apareció en Bayona, en la fonda del navarro Iturri, un hombre que llamó la atención de los que estaban allí. Era un tipo seco, amojamado, con la cara y las manos curtidas por el sol. Tenía el aire de cansancio de los que vienen de países tropicales. Vestía redingote negro, pantalón con trabillas, sombrero de copa de alas grandes y corbata de varias vueltas.

Dos jóvenes clientes de la fonda preguntaron al dueño quién era este hombre.

—Es un vascongado que viene de La Habana —respondió el amo de la fonda—. Ahí está el nombre —y presentó una tarjeta.

Los dos jóvenes leyeron: «Eugenio de Aviraneta».

Al día siguiente preguntaron por él otras dos personas, entre ellas el auditor de guerra y amigo íntimo de Mina don Canuto Aguado.

Por lo que dijo Iturri, Aviraneta traía pasaporte del capitán general de la isla de Cuba para Madrid, por vía de Francia; pero como no se había presentado al cónsul español de Burdeos no podía pasar a España.

A la hora de comer, Aviraneta se acercó a los jóvenes, uno de los cuales era sobrino de Iturri, llamado Ochoa, y el otro el hijo del general Lacy. Aviraneta estuvo muy amable con ellos. A los jóvenes les hizo alguna impresión. Tenía marcada tendencia a la frase amarga y al epigrama, lo que hacía creer que era tipo desengañado y sarcástico.

Estaban hablando con don Eugenio de sus viajes cuando se presentó Iturri con un empleado de la Subprefectura.

Aviraneta enseñó su pasaporte.

—¿Usted ha tenido que ver algo en política? —preguntó el empleado, mirándole por encima de sus lentes.

—Sí, en parte —murmuró Aviraneta—; yo fui miliciano como otros muchos…, obligado…, y tuve que emigrar en 1823; pero no me he mezclado nunca activamente en política.

—Falta la presentación al Consulado de España en Burdeos —dijo el de la Subprefectura—, y esta falta le imposibilita para entrar en España, porque se le consideraría a usted como sospechoso y en el acto se le reduciría a prisión.

Al tercer día de su estancia en Bayona don Eugenio había hablado con los más conspicuos constitucionales, sabía sus opiniones, lo que pensaban acerca de la expedición que se estaba preparando, las simpatías y las antipatías que tenían.

Con su prudencia habitual de zorro viejo encanecido en la intriga, Aviraneta no se presentó en ningún sitio bullanguero ni se paseó por las calles en grupo con otros españoles.

A la tarde del tercer día don Canuto Aguado le avisó para que acudiese, a las nueve de la noche, a su casa. Aguado le esperaba en el portal.

—Aquí está Mina —le dijo—. Le he avisado para que hable con usted.

Subieron. Sentado ante la mesa, en un cuarto diminuto, alumbrado por un quinqué de petróleo, estaba el general don Francisco Espoz y Mina.

El general se levantó con trabajo y estrechó la mano de Aviraneta. Estaba el caudillo navarro avejentado y con aspecto de enfermo; tenía el pelo y las patillas blancas y las mejillas hundidas.

—Yo recuerdo haberle visto a usted —dijo Mina, dirigiéndose a Aviraneta—; sí…, recuerdo…, cuando la conspiración de Renovales… ¿Y qué ha hecho usted desde esta época?

—Últimamente —dijo—, por la defensa de Tampico, el general Vives ha pedido al Gobierno la confirmación del empleo de comisario ordenador de guerra, y cuando iba a tomar posesión del cargo llegó a La Habana la noticia de la revolución de julio de París, y a mí me avisaron por la Venta Carbonaria lo que se intentaba en la frontera de España. Si no tengo cargo oficial trabajaré independientemente.

Mina habló francamente de sus planes con Aviraneta, y le confesó que iba arrastrado a una expedición en la que creía le parecía imposible que pudiera tener éxito. Sospechaba había traidores en su campo y se iba al fracaso. También le dijo que no podía darle ningún cargo, porque todos estaban concedidos; que de presentarse antes hubiera encargado a Aviraneta un trabajo comprometido y peligroso: ver cómo se presentaban las guarniciones de San Sebastián y Santoña antes de emprender la expedición. Aviraneta dijo que todavía se podía intentar algo en este sentido, que él tenía amigos en San Sebastián.

Al día siguiente escribió una carta a su primo Lorenzo de Alzate, diciéndole que se encontraba en Bayona. Una cascarota de Ciburu pasó la frontera con la carta. Un amigo de Aviraneta, ex guerrillero, llamado Campillo, quedó en avisar a un hermano suyo de guarnición en Santoña.

Campillo, unos días después, participó a don Eugenio que acababa de entrar en el Adour un quechemarín de Santoña y que el patrón era de toda confianza.

Aviraneta se puso en seguida a redactar las instrucciones, y, después de leerlas a Mina y a Campillo, las escribió en un pliego de papel con tinta simpática, dándole al patrón del quechemarín un frasco de reactivo para que él, a su vez, enseñara la escritura al hermano de Campillo.

Se aproximaba el momento de la acción, y por ninguna parte aparecía la unidad del plan necesario. A las divergencias de los españoles iban añadiendo las suyas los franceses, los italianos y los polacos, que se mezclaban entre ellos.

Los entusiastas habían conseguido que el general Mina se reconciliase oficialmente con sus enemigos Valdés y Chapalangarra. La reconciliación era falsa, sobre todo por parte de Valdés.

Unos días después apareció en Bayona el primo de Aviraneta, don Lorenzo de Alzate, con el pretexto de encargar a un grabador de metales unos sellos para el Ayuntamiento de San Sebastián.

Aviraneta habló largamente con su pariente, y le preguntó, entre otras cosas, si era muy difícil entrar en España. Alzate le dijo que sí, que la frontera estaba muy vigilada.

Se marchó don Lorenzo de Alzate, y por la noche dijo don Eugenio en la fonda que iba a ir a San Sebastián. Los dos jóvenes amigos pretendieron acompañarle, pero Aviraneta escogió a Ochoa, por saber este hablar en vascuence. Por la mañana mandó don Eugenio a su amigo Beúnza aparejar un cochecillo, y montaron Ochoa y él. Al mediodía llegaron a Behobia. Pasaron la tarde en una taberna de Behobia de Francia, y, después de cenar, se embarcaron en la barca de otro amigo de Aviraneta, y pasaron a la otra orilla y desembarcaron cerca del caserío Chapartiena.

Durmieron allí hasta medianoche, y entonces Ochoa y él se vistieron con elásticas azules viejas que les proporcionaron, y unciendo dos parejas de bueyes a dos carros de carbón, uno delante del otro, comenzaron a marchar camino de Irún, y después a San Sebastián.

No les ocurrió ningún percance por el camino. Entraron por la puerta de Tierra y descargaron su carbón siguiendo las instrucciones que les habían dado.

Al anochecer, Aviraneta se presentó en casa de su primo Alzate, que se quedó asombrado al verle.

Alzate y Aviraneta fueron a hablar con los liberales, quienes manifestaron que la mayoría del pueblo en San Sebastián era liberal, pero que no se podía contar ni con la guarnición ni con el elemento civil; en cuanto a emprender una campaña de seducción de los oficiales, no contando con mucho dinero, les parecía gran temeridad. Al día siguiente, Aviraneta quiso iniciar nuevos intentos, pero quedó convencido de que no se podía hacer nada.

Al volver a Bayona, el general Mina, enterado de la vuelta de Aviraneta, le invitó a comer a su casa. Don Eugenio fue obsequiado, tanto por el general como por su señora, doña Juana Vega, a quien los íntimos llamaban doña Juanita.

—¿Qué impresiones trae usted de San Sebastián? —preguntó Mina.

—Malas —dijo don Eugenio.

—¿Qué cree usted que se necesitaría para sobornar una guarnición como la de San Sebastián?

—Yo me figuro que unos cuarenta o cincuenta mil duros —contestó Aviraneta.

—No los tenemos.

—Y si no tiene usted medios, ¿qué va usted a hacer, general?

—Ya no tengo más remedio que lanzarme. Salga lo que saliere —dijo Mina.

A los pocos días hubo contestación del hermano de Campillo, y en una venta solitaria desdoblaron la carta, dieron con un pincel el reactivo y aparecieron las letras.

Campillo decía que los oficiales de Santander y de Santoña estaban dispuestos a entrar en el movimiento siempre que se contase con los jefes que ocupaban los altos cargos. Además, ponían como condición el que Mina asumiese la responsabilidad de lo que se hiciera; que el mismo general respondiera de que en el interior de la nación secundarían el pronunciamiento y que se les enviaran fondos para ganar a los sargentos y a los soldados.

Aviraneta fue con la carta a ver al general Mina. El general decidió que se viera a un judío llamado Silva que vivía en Saint Esprit.

Fueron Aviraneta y Aguado a ver al judío. El banquero era pálido, de perfil hebraico, muy fino, muy atento.

Escuchó sonriendo lo que le decían y dijo que hablaría a Mendizábal y que intentaría influir y conseguir todo lo que estuviera de su parte.

Salieron de casa de Silva. Aguado se quedó en Saint Esprit, y dijo que por la noche, al terminar la reunión de los caudillos en casa de Mina, iría a decirle a Aviraneta el resultado a la fonda de Iturri…

Después de cenar se reunieron en el cuarto de Aviraneta Ochoa, Lacy e Iturri. A las once de la noche llegó Aguado.

—¿Qué hay? —preguntaron con ansiedad al auditor.

—El proyecto está rechazado. Los demás jefes a quien ha expuesto Mina los propósitos de ustedes han dicho que son inútiles.

Aviraneta, despechado y molesto por la incomprensión de los jefes liberales, se fue a pasar unos días a Ustáriz, sin querer tomar parte en nada.

En Ustáriz se supo la derrota de los liberales. De los quinientos hombres de Valdés y Butrón que habían luchado en Vera, más de cien habían quedado en España entre muertos, heridos y prisioneros.

Mina y Jáuregui se habían salvado haciendo prodigios de valor. Mina anduvo por los montes, desorientado, perseguido y ojeado por perros de caza que echaron los realistas tras él. Después de fatigas enormes, rendido y con las viejas heridas echando sangre, llegó a Francia.

Aviraneta, que tenía carta de seguridad y no había tomado parte en el movimiento, volvió a Bayona días después. Allí, por mediación de Iturri, se le comisionó para que, secretamente, fuera vendiendo los caballos que se habían salvado de la expedición. Aviraneta hizo el encargo, y fue vendiendo los caballos guardados en el bosque de Saint-Pee a los tratantes españoles y franceses.[5]