LA EXPEDICIÓN BARRADAS
DESPUES de vacilar y consultar con diferentes personas, el capitán general se decidió a hacer una intentona para que Méjico volviera a mano de los españoles. Se hizo un plan de reconquista del castillo de San Juan de Ulúa y de Veracruz. Podían sacar tres mil hombres de la guarnición de la isla sin desatender la seguridad de ella. Sólo faltaba decidir a quién se encomendaría el mando de la expedición. Después de deliberar, se pensó en el brigadier don Antonio de la Oliva, coronel del regimiento de Cataluña.
El capitán general y De la Oliva empezaron a ocuparse con el mayor secreto en elegir la tropa que se debía embarcar, escogiendo jefes y oficiales y el Estado Mayor. No faltaba más que dar parte de la expedición al general de Marina don Angel Laborde para que habilitara los barcos necesarios; mas como entre este señor y el brigadier De la Oliva existían antiguas desavenencias, el marino se negó en absoluto, diciendo que se lo prohibía terminantemente la ordenanza de Marina. Que el deber de la Marina real era el de convoyar los transportes en donde navegara la tropa y el de defenderla, y que no podía asumir esa responsabilidad en aquellas circunstancias.
Aviraneta, escribiendo artículos para un periódico mercantil, que le pagaba cuatro onzas al mes por media docena, vivió desde el mes de noviembre de 1828 hasta el 2 de junio de 1829. Entonces llegó el correo de España con el brigadier Barradas, que traía una real orden para realizar bajo su mando una expedición de vanguardia y reconquistar el reino de Méjico.
En seguida se dieron cuenta, tanto Aviraneta como el capitán general, que todo estaba fraguado por el general de Marina, que, negándose a coadyuvar en la expedición mandada por De la Oliva, había intrigado para que se hiciera otra mandada por Barradas, a quien todos consideraban como una nulidad.
Barradas mandó llamar a Aviraneta, y le expuso sus planes; Aviraneta le manifestó que estaba, sin duda, engañado cuando con un puñado de hombres se atrevía a emprender una empresa tan arriesgada.
—¡Calle usted, por Dios! —le dijo Barradas—. Usted no conoce a los que, como yo, hemos hecho la guerra de Costa Firme; en el momento en que pise las playas de Veracruz, con la infantería que llevo y la bandera en la mano, marcharé sin obstáculo hasta la capital de aquel reino.
No pudo menos don Eugenio de reírse de semejante fanfarronada. Dijo Barradas que le había llamado para que le acompañara en la expedición, porque, con sus conocimientos, podía serle muy útil, y añadió que le nombraría ministro de Hacienda militar y secretario político de la expedición, con un buen sueldo.
Aviraneta contestó que le era imposible complacerle. A los pocos días, viendo que don Eugenio no acudía a su casa, se presentó Barradas en la de don Eugenio, acompañado del coronel Flores, a preguntar si había variado de opinión. Aviraneta le contestó que no, y Barradas se enfureció tanto que empezó a chillar, diciendo palabras malsonantes, y dando golpes en la mesa con su bastón, y concluyó diciendo a don Eugenio:
—Si no quiere venir por las buenas, yo le obligaré a ir por las malas, y si no le mando a España bajo partida de registro, pues sé que es usted un emigrado constitucional.
A los dos días llamó el capitán general Vives a Aviraneta a la Capitanía para leerle un oficio en el que Barradas haría responsable ante el Gobierno de Su Majestad al general Vives si no obligaba a ir en la expedición a San Juan de Ulúa a Aviraneta. El general dijo que todo aquello era una serie de intrigas y que rogaba a Aviraneta aceptase el acompañar a Barradas porque eran capaces de hacerles a ellos cualquier mala pasada.
Aviraneta obedeció y se presentó al brigadier Barradas. Hablaron de los planes. Barradas sostenía siempre que la expedición era cosa fácil, sobre todo en las circunstancias en que se encontraba Méjico, dividido por una furiosa guerra civil. Aviraneta no lo creía así, y sostenía que al anuncio sólo de una invasión española olvidarían los mejicanos sus enemistades para unirse en contra del enemigo común. Era partidario de que la expedición se empezara por el Yucatán, ocupar Campeche, Mérida y Tabasco, y organizar el ejército para desde allí dirigirse a Veracruz. A Barradas este plan le pareció mezquino. Tampoco se pusieron de acuerdo respecto a la artillería, que don Eugenio creía indispensable y Barradas no quería llevar a Méjico. En vista de esta constante discrepancia, Aviraneta decidió callarse.
En todo el mes de junio de 1829 se hicieron aprestos militares y marítimos, y en los primeros días de julio debía hacerse a la vela la expedición. El empleo de ministro de Hacienda, que despreció don Eugenio, se lo dieron a don Andrés Cardenal, y él tuvo que contentarse con el de secretario político.
En una reunión que tuvieron el capitán general, Barradas, Laborde y demás jefes de la expedición, encargaron a Aviraneta la redacción de la proclama que el general don Dionisio Vives dirigiría a los españoles habitantes en Nueva España en nombre del rey. En La redacción de esta proclama, muy difícil de hacer, ayudó a Aviraneta don Juan Ramón Oses, magistrado emigrado de la Audiencia de Méjico. Para la proclama militar, como don Eugenio estaba acostumbrado a hacerlas con el Empecinado, no tuvo necesidad de nadie.
Con todo preparado, mal o bien, salieron del Morro en julio de 1829. Aviraneta no sabía al embarcarse en qué punto de Méjico iban a desembarcar. Se lo preguntó a Barradas, ya en el mar, y este le dijo que en Tampico de Tamaulipas.
—Siendo así —contestó Aviraneta—, me atrevo a decirle que vamos vendidos.
Barradas, en la travesía, mostró un genio insufrible, y un día, en la mesa, riñó con Laborde y se tiraron los platos a la cabeza. Navegaron con vientos frescos hasta el día 26 de julio, que pasaron frente a la punta de Jerez.
El desembarco se hizo con el mayor desorden. Barradas estaba hecho un Lucifer; un pobre cabo, que perdió al caerse al mar la cartuchera y el morrión, se pegó un tiro de desesperación. Esto exasperó a Barradas, quien se puso a llorar desesperado y a maldecir de quienes le habían metido en aquella empresa, en la que todo iba a salir mal.
A las cinco de la mañana del día 27 de julio rompió la expedición su marcha, muy contentos los soldados, cantando canciones de su tierra.
El 1 de agosto fue atacada la columna en una emboscada, en la casi inaccesible posición de los Corchos, donde pelearon las tropas españolas con valor y Aviraneta fue uno de los que se distinguieron en lo más recio del combate.
Iba siempre a pie: cuando podía se descalzaba y marchaba por la orilla del mar. La división tuvo al principio privaciones de todo género, por el calor y la falta de agua en aquellas desiertas arenas.
En este primer ataque murieron cuatro soldados españoles y unos veinte mejicanos.
Fue tanto el descuido que hubo al desembarcar la división que se olvidó la ambulancia.
A la tarde, después de poner a los heridos en parihuelas, volvieron a marchar, llegando a las dos horas a Tampico el Viejo.
El día 5 de agosto fue preciso atacar la barra de Tampico, apoderándose de la batería mejicana; pero hubo para esto que hacer un reconocimiento de la guarnición que la ocupaba.
Pidió para esto Aviraneta a Barradas un sargento con cincuenta hombres; se los concedió; eran todos catalanes, incluso el sargento. Bajó Aviraneta la mitad de la ladera, y de la orilla opuesta rompieron un fuego graneado sobre ellos. Aviraneta dijo al sargento:
—No hay que responder; esparza usted la tropa en guerrillas, que la batería es nuestra.
Había observado don Eugenio que de la batería no salía un solo tiro de cañón; únicamente varios soldados disparaban.
—Todos a una corramos a la batería —dijo Aviraneta.
Así se hizo, y cuando llegaron a diez pasos vieron a los artilleros que se embarcaban en una piragua para ganar la orilla opuesta. Aviraneta, con esto, se acreditó como hombre de gran valor.
Al día siguiente hubo un parlamento entre el brigadier Barradas, Laborde y el jefe del Estado Mayor con los mejicanos, que vinieron en una piragua con el general Lagarza a la cabeza. Don Felipe de Lagarza había peleado contra Mina el Joven en el año 1817.
Los españoles hicieron varias proposiciones, que Lagarza rechazó.
Laborde, muy desesperado del paso en falso que habían dado por instigación de Barradas, fue a consultar con Aviraneta, a quien no habían dicho nada de lo que pensaban hacer.
Al día siguiente, los mejicanos empezaron a romper fuego de fusilería. Los españoles contestaron, limpiando de mejicanos la orilla opuesta. En seguida, en piraguas y lanchas, se embarcó la tropa, y sin detenerse fueron sobre Tampico.
Aquella noche salió Aviraneta a reconocer el estrecho del Humo, que forma el río Pánuco y divide Tampico el Nuevo de Tampico el Viejo. Le acompañaba un vascongado, el comandante Iturriza; los dos hablaban vascuence y se lamentaban de lo poco hábil que era el jefe Barradas. Iturriza decía en vascuence que estaba txoratua (enloquecido).
El 15 de agosto determinó Barradas hacer una expedición a Altamira, dejando Tampico completamente desamparado. Aviraneta se opuso a esta expedición; pero le dijeron que tenía espíritu de contradicción y se tuvo que callar.
Se marchó Barradas, y durante los días 15, 16, 17 y 18 no ocurrió nada de particular. El 19 llegó a la barra de Tampico el correo inglés, procedente de Veracruz. El capitán inglés llamó a Aviraneta y le participó que Santa Ana había reunido tres o cuatro mil hombres, que se había hecho a la vela y que probablemente debía estar en Tampico el Viejo.
Dio las gracias Aviraneta al inglés y se fue corriendo a escribir a Barradas lo que ocurría.
Aviraneta, con su catalejo, estuvo todo el día mirando a la orilla opuesta: vio cómo salió del pueblo un grupo de hombres y se dirigió al estrecho del Humo, donde el río Pánuco era más angosto. También vio cómo iban dejando canoas y piraguas lo más cerca de la orilla.
Llegó la noche sin novedad; Aviraneta, cuando oscureció, cogió veinte hombres y se encaminó silenciosamente a la orilla del río, emboscándose con la mayor precaución entre los matorrales.
A las doce de la noche empezaron a bajar los soldados enemigos, embarcándose en las piraguas y queriendo vadear el río.
Se oía la algazara, sus palabras, y entre ellos, dijo uno:
—¡Qué lejos estarán los gachupines de Tampico de creernos tan cerca!
Estaban en medio del río las piraguas y canoas, atestadas de soldados, impacientes por desembarcar. En aquel momento salieron Aviraneta y los suyos con los fusiles preparados y les hicieron una descarga que los puso en confusión. Con el mismo silencio se volvieron a su cuartel.
Al instante, toda la infantería mejicana, que estaba en los barcos en medio del río, principiaron un fuego terrible. Aviraneta y los suyos salieron muy agachados a un teso a la entrada del pueblo.
Los mejicanos desembarcaron; Aviraneta se defendía en la casa con una pieza de 24 de la lancha cañonera, que disparaba con metralla. Hubo que retirarse a la casa fuerte de Castilla con veinte soldados guías y dieciséis más. Hizo que se distribuyeran los hombres en las habitaciones del piso principal, en las azoteas, y ocupasen las ventanas. Que una tercera parte de ellos se ocupase sólo en cargar, porque había fusiles de sobra. La mujer de Castilla deshacía los paquetes de cartuchos y los repartía uno a uno; lo mismo hacían las hijas y las criadas de Castilla, a excepción de la cocinera, que estaba guisando un excelente rancho. El edificio, sobre ser muy sólido y con grandes rejas en los bajos, estaba aislado.
El gobernador, don José Salomón, sereno e impávido con sus noventa años, estaba echado en un colchón, atormentado con los dolores de gota. Quisieron trasladarle a la casa de Castilla, pero él dijo que no podía abandonar su puesto en aquellos momentos.
Los balcones y las azoteas de las casas vomitaban fuego; por la parte trasera de la casa de Castilla salió Aviraneta con cuatro soldados a la orilla del río, donde tenían anclada una flechera con un cañoncito de a 4. Lo hizo desarmar y conducir a la casa de Castilla, y, por el corral, lo mandó subir a la azotea, con los artilleros y sus municiones. Al alférez Belza, artillero práctico, mandó cargar, y dirigió la puntería contra las azoteas de los mejicanos; otras veces se disparaba allá donde se veía más gente.
Hasta el amanecer siguió el fuego por una y otra parte. Estando a estas horas Aviraneta tomando un poco de café, se llegó a él un sargento y le dijo que un comandante de artillería estaba desanimando a la gente diciendo que era temeraria la defensa. Dejó el café, y con una pistola en la mano subió a la azotea.
—¿Qué hay, muchachos? —les preguntó—. ¿Hay valor?
—Sí, señor; hasta vencer o morir.
—Cuidado con desanimarse —les dijo Aviraneta—, y si alguno habla de capitular se le planta un tiro en la cabeza.
En la misma azotea, un muchacho como de quince años, vestido de paisano, se batía con heroicidad; se llamaba Macías y era sobrino de Narváez.
El comandante Arroyo manifestó al gobernador lo difícil de las circunstancias y cómo la gente se iba cansando. El gobernador Salomón le autorizó, sin consultar con don Eugenio, para que enarbolase la bandera de parlamento. El comandante Arroyo ató un pañuelo blanco a un palo, y apenas lo había enarbolado cuando una bala lo tendió en medio de la azotea… Aviraneta, que estaba animando a la gente, quedó sorprendido de la novedad. Entonces se descolgó por una ventana, para que no se abriera ninguna puerta, y fue a ver al gobernador.
—¿Qué ha hecho usted? —le preguntó Aviraneta.
—¿Qué quería usted que hiciese? —dijo el viejo llorando—. No hay más remedio que hacer una capitulación honrosa.
—Tranquilícese y levántese; vamos a ver a Santa Ana y le pediremos una suspensión de hostilidades para recoger los heridos.
Aviraneta dio las órdenes de que ninguno abandonara su puesto, y del brazo del gobernador fue a casa del cónsul inglés. En el camino dijo a un ayudante de Santa Ana que esperaban al general en el Consulado británico. A Salomón le dijo Aviraneta que no hablara nada, con pretexto de sus achaques.
En casa del cónsul organizó Aviraneta una francachela, y españoles y mejicanos tomaron jamón con jerez y oporto en abundancia. Comieron y bebieron en grande. Además, el cónsul les obsequió con ron y anisete. De este modo les entretuvo Aviraneta durante hora y media, hasta que Santa Ana les dijo:
—Vamos a extender la capitulación en los términos más favorables para ustedes.
—¿Qué es eso de capitulación, mi general? —dijo Aviraneta—. Suspensión de hostilidades es lo que venimos a pedirle para recoger los heridos.
—¡Ya lo podía usted haber dicho antes! —replicó el general.
—¿Cómo quiere usted que capitulemos —dijo Aviraneta—, si somos más de setecientos hombres y tenemos víveres para un año?
En esto se presentó a escape un militar de caballería mejicano, que estaba en observación en las afueras de Tampico, gritando:
—Mi general, los españoles están encima, marchan por la izquierda de la laguna del Carpintero a apoderarse del embarcadero del Humo.
En efecto, Barradas llegaba con sus gentes a toda prisa de Altamira.