XIX

VISITA A LORD BYRON

UNA mañana se presentó el judío Bonaffus a decirle que una goleta chipriota acababa de llegar; salió un día antes de lo convenido de Gibraltar, y con vientos favorables se había adelantado.

Fueron el judío y Aviraneta al puerto nuevo, entraron en la goleta y hablaron con el capitán, Spiro Sarompas, que era un mocetón de Chipre, muy abierto y que hablaba perfectamente el francés. Le dijo el capitán que le había recomendado a don Eugenio el cónsul inglés, y le enseñó la única cámara que tenía a popa, que era la que le destinaban. Añadió que fuera al barco después de cenar, porque a medianoche se harían a la vela.

Concluyeron de tomar café a las siete de la noche. Aviraneta se levantó, y, después de la última despedida, saludó al capitán de la goleta y saltó sobre cubierta. Pocos días después recalaban en un puerto de Grecia.

El capitán Spiro llevaba pliegos para lord Byron; fue a verle, y le dijo que en su barco viajaba un oficial español.

El lord le contestó que fuera Aviraneta inmediatamente a verle. Se puso don Eugenio de gala, y en la lancha se fue al buque llamado Cefaloniota.

A un oficial griego que le detuvo le dijo que le había llamado su excelencia, y que tenía una carta para entregarle.

Esperó un cuarto de hora, y lord Byron le recibió y le dio la mano. Le chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no ofrecía el aspecto ni de serenidad ni de fuerza. Parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y el cuello, que llevaba desnudo, excesivamente redondo.

—El cónsul de Alejandría me recomienda a usted eficazmente. ¿Qué quiere usted de mí? —preguntó el lord.

Entonces Aviraneta se cuadró, e hizo la señal de reconocimiento como masón del rito escocés. A su vez se levantó Byron y le correspondió.

—Cuénteme algo de su vida.

Aviraneta contó su vida. El cura Merino, el Empecinado, los carbonarios de París, las conspiraciones, las luchas contra Angulema, la escapada hasta Gibraltar, la vida de Tánger y la de Alejandría.

—¡Y todo eso con poco dinero! Sin medios —exclamó lord Byron, y añadió en español chapurreado de italiano—: Per Bacco! ¡Que es usted un hombre!

Al hablar, el lord mezclaba los juramentos de todos los países. Le preguntó si había llevado su equipaje al Cefaloniota. Le dijo don Eugenio que no. Le encargó que lo llevara inmediatamente y que no dijera a nadie que era español, y mucho menos emigrado constitucional, y que no saltara a tierra.

Acompañado de un oficial, Aviraneta bajó a un bote que llevaba la bandera inglesa, y llegaron a la goleta chipriota. El capitán Spiro desembalaba una caja de fusiles y pistolas. A bordo había dos comisionados del Gobierno griego acompañados de cuatro soldados con fusiles.

—Son de la Policía política —dijo el capitán Sarompas—, y si no fuera porque pasa usted por inglés y tiene tanta influencia con lord Byron, le detendrían.

Volvió don Eugenio al Cefaloniota, y le llevaron el equipaje a un camarote. Lord Byron estaba conferenciando en aquel momento con unos comisionados griegos de Missolonghi. Concluida la conferencia, salieron los comisionados y el lord a cubierta. Entonces notó la cojera de Byron. Se acercó a Aviraneta; estaba jovial.

—Ahora vamos a almorzar, señor guerrillero —le dijo.

El lord le habló durante el almuerzo de las cosas de España, de Sevilla y de Cádiz, y recitó, como un inglés puede recitar en español, trozos de Garcilaso de la Vega y de los romances del Cid.

Le preguntó también si la clerigalla (esta fue su palabra) seguía mandando en España.

En el almuerzo apenas comió más que golosinas, coles en vinagre, sardinas, frutas y un pedazo de queso inglés. En cambio, bebió bastante vino de Asti.

Como vio que Aviraneta no bebía, dijo:

—¡Qué extraño! Estos españoles ni comen ni beben. Con una aceituna y un vaso de agua con azucarillo ya están despachados.

Después de almorzar, su excelencia se ocupó en sus asuntos y los demás en fumar en la cámara de oficiales.

Al cabo de un rato avisaron a don Eugenio que el lord quería hablarle. Entró en su camarote.

—Veo, por lo que me ha contado —dijo lord Byron—, lo que ha sufrido usted por la libertad. Usted ha andado por países civilizados, por países como España, donde queda una gran cultura de sentimientos; aquí no, aquí no queda nada de la Grecia antigua. Soy de la opinión de San Pablo, que decía que no hay diferencia entre judíos y griegos. El carácter de los dos es igualmente vil. El griego actual no sólo es envidioso, malo y vengativo, sino que es abandonado y sucio. Es un degenerado. No tiene fe en nada. Allá en España confiaban ustedes en el compañero; aquí no se puede confiar en nadie. Además de esto, los patriotas griegos sienten gran hostilidad contra el extranjero, y hasta a nosotros mismos, que hemos venido aquí a luchar por su libertad, nos odian.

—No me diga más su excelencia —contestó Aviraneta—; si esto es así, me voy inmediatamente.

—No —le contestó Byron—. Espere. Es usted el único español que ha acudido a secundar mi empresa, y no quiero que pueda decir que no he hecho por él todo aquello que esté en mi mano. Quédese usted aquí unos días en el barco. Supongo que le convendrá descansar.

En los días sucesivos ocurrió lo propio. Byron interrogaba a Aviraneta, se reía, recitaba versos, y cuando preguntaba don Eugenio si había pensado algo para él, le contestaba que esperase.

Un día le preguntó:

—¿Qué echa usted de menos aquí o qué le estorba? Dígamelo usted claramente, dígamelo usted con la franqueza de un nieto del Cid.

—Excelencia —dijo Aviraneta—, para mí hay aquí demasiada etiqueta.

Lord Byron se echó a reír a carcajadas. Como vio don Eugenio que lo tomaba alegremente, añadió:

—Tanto ponerse la corbata y cepillarse la levita a todas horas y tanto saludar al superior o al inferior y dejar que pase y esperar a que se siente, a mí, que he vivido entre campesinos, me cansa.

—¡Es usted un hombre original, guerrillero!

Así vivió quince días Aviraneta en compañía de lord Byron, hasta que este enfermó y murió. Entonces se trasladó a la goleta chipriota.

Muchos ingleses envidiaban a Aviraneta su intimidad con lord Byron; la mayoría de los que estaban en Missolonghi no habían cruzado ni una vez la palabra con él.

—Pues era hombre amable y muy asequible —decía don Eugenio—; a veces de gran afabilidad.

—Sí, para la gente original y extraña como usted. Un guerrillero español que ha guerreado a las órdenes de un cura, no se encuentra todos los días. Para nosotros, paisanos suyos sin historia, no era tan asequible el lord, ni mucho menos.

Unos días después se presentó a la vista de Missolonghi la corbeta Egina, que salía para Nápoles. Allí dejaron la corbeta, y se embarcó Aviraneta en una polacra llamada la Santa Chiara, que iba a Gibraltar. Tres días después de salir de Nápoles tuvieron calma chicha. A los pocos días estaban a la vista de Marsella. Hicieron sus señales, y fue por la mañana a bordo la falúa de Sanidad con un médico. Embarcaron en la falúa y le llevaron al lazareto.

Introdujeron a don Eugenio y a sus compañeros de pasaje en una sala, y les examinaron y tomaron el pulso. Luego les llevaron delante de un Tribunal, y el presidente les declaró libres de contagio.