XVIII

EN ALEJANDRÍA DE EGIPTO

EL día 6 de diciembre apareció un bergantín en el puerto de Gibraltar que marchaba a Alejandría. Iba tripulado por marinos de guerra ingleses. Lo llevaban para entregarlo al virrey de Egipto. Bajaron el capitán, sir John, y dos oficiales, y fueron a visitar a Benolié. Este les habló de Aviraneta, y el capitán, sir John, le dijo que con mucho gusto le llevaría en su barco hasta Alejandría, puesto que era liberal y amigo suyo.

A las seis de la mañana del día 10 de diciembre, en un lanchón de Benolié, se dirigió al bergantín, y a las seis y media zarpó con viento fresco, dejando al poco rato de verse Gibraltar y las costas de África.

Aviraneta, que llevaba unos días sin dormir bien, quizá por el medio mareo que padecía o porque bebió un poco de vino, se echó en la cama, y no despertó hasta el día siguiente, a las once.

Al salir vestido a cubierta, sir John, el capitán, comenzó a reír al verle, y le dijo:

—Usted es un lobo de mar, cuando ha podido dormir con el huracán tan terrible que hemos tenido.

Al tercer día de tormenta, antes de meterse en la cama, agarrándose a lo que pudo, llegó a la cocina y comió algún fiambre. Desde la salida de Gibraltar no se había podido encender la cocina.

Al día siguiente llegaron a la isla de Porquerolles, donde anclaron. Se compraron víveres, se encendió la cocina, y comieron por primera vez caliente y de manera espléndida.

A medianoche se hicieron a la vela con tiempo hermoso, y a los doce días de dejar las costas de Francia estaban a la vista de Alejandría.

Por la mañana, al amanecer, se levantó don Eugenio de la cama, y se asomó a la borda. No se veía más que la costa baja, amarillenta, iluminada por el sol; la ciudad, vagamente, y la columna de Pompeyo, que se destacaba con claridad.

Estuvieron mucho tiempo parados delante de Alejandría. Al día siguiente se acercaron al puerto; por la mañana llegó el cónsul inglés, fue a visitar a sir John y tuvo con él una larga conferencia. Después de la entrevista, el capitán avisó a Aviraneta que si quería saltar a tierra podía entrar en Alejandría en compañía del cónsul, como súbdito inglés, sin que en la Aduana le molestasen.

Fue don Eugenio a dar las gracias a sir John, que les escuchó impasible y le hizo un saludo militar como si no le conociera, y bajó a la lancha del cónsul.

Aviraneta tomó un cuarto en casa de un maltés llamado Chiaramonte, recomendado por un judío corresponsal de Benolié, para quien le había dado una carta.

Este judío, llamado Isaac Bonaffus, dijo a Aviraneta cómo había un general francés al servicio del virrey de Egipto que lo dirigía todo.

El judío era amigo del sobrino del general, que se llamaba Lasalle, como su tío, y estaba, al parecer, comisionado por el virrey para recibir a los militares europeos que deseaban ingresar en el ejército egipcio. Tropezó Aviraneta con un paisano de Tolosa, con el que solía hablar vascuence, con gran asombro de los que les oían.

Este vasco estaba en Alejandría desde hacía tres meses, llegado en un barco de Marsella. Había servido como sargento nacional de caballería en Navarra y en la Rioja, en la partida de un tal Mantilla hasta la dispersión de la partida, y a la entrada de los franceses había tenido que emigrar a Francia.

Dijo a don Eugenio que se apellidaba Basterrica; pero como al escaparse de España comenzaron a llamarle por su segundo apellido, Mendi, todo el mundo le conocía por Mendi, y como era más corto y más fácil para los extranjeros, lo había adoptado.

Era Basterrica de unos veinticinco años, de gallarda figura. Enseñaba música y piano; no tenía más que lecciones a tres duros, y muy pocas: dos señoritas, un fraile y algún judío.

Se enteraron por entonces de que en El Cairo se iba a fundar una escuela militar. Un teniente coronel comisionado por el virrey buscaba un edificio grande para habilitarlo de escuela. También supieron que se pensaba traer profesores de Francia, pero que el Gobierno egipcio asignaba sueldos tan mezquinos a los profesores, que no creían que nadie se decidiera a hacer un viaje tan largo para tan corto sueldo.

Don Eugenio y Basterrica solicitaron plaza en la escuela.

A los quince días recibió don Eugenio unos pliegos en que se aprobaba la propuesta para profesor de Música del señor Ignacio Basterrica con 3500 pesetas, servidumbre, alojamiento y mesa en el palacio de la escuela. Basterrica marchó a El Cairo. A Aviraneta no le aceptaban.

A los pocos días recibió don Eugenio una carta del vasco diciendo que se hallaba muy contento con su nuevo empleo. Le habían presentado al virrey Mehemet-Alí, que era un señor muy amable, pequeño, picado de viruelas, con los ojos vivos; a su hijo Ibrahim Pachá y a toda la familia real. Ibrahim y Basterrica se habían hecho muy amigos. Concluía la carta animando a Aviraneta para que se fuera con él a El Cairo.

Años después leyó don Eugenio en Nueva Orleáns, en un periódico editado en francés, llamado La Abeja, varias anécdotas referentes al español Ignacio Basterrica en El Cairo. Se decía que siendo este español profesor de Música, quiso el virrey de Egipto, Mehemet-Alí, que enseñase música a una de sus hijas. Basterrica comenzó a dar lecciones, y la discípula se enamoró locamente del maestro. A los pocos meses hubo que casarlos antes de que sus amores tuvieran fruto.

Basterrica abjuró de su religión y abrazó la de Mahoma. Mehemet-Alí no era nada exigente en esta cuestión.

Ya casado, Basterrica fue nombrado príncipe de la familia real y Utch Tuglu Bascha (bajá de tres colas), y general en jefe de la caballería. Después estuvo en Grecia en la batalla de Missolonghi y en 1832 decidió la batalla de Konieh contra los turcos.

Un día, al llegar a casa del maltés, dijeron a don Eugenio que había ido un capitán francés a preguntar por él, y que volvería a la hora de cenar.

Estaban a la mitad de la cena cuando se presentó el capitán Lasalle. El tal capitán era un mocetón de treinta a treinta y cinco años, con el pecho muy abombado, bigote y patillas negras y grandes tufos encima de las orejas. Le pareció a don Eugenio hombre muy ordinario.

Hablaron del asunto que le llevaba a Aviraneta a Alejandría, y Lasalle le dijo que no tuviera muchas esperanzas. Le contó cómo el general Boyer, encargado de formar el ejército en aquel momento en El Cairo, estaba dominado por los ingleses, y que el pachá de Alejandría, aunque buena persona, era un antiguo mameluco.

Siete u ocho días después de la visita del capitán Lasalle se presentó este otra vez en su casa; dijo que había hablado de Aviraneta al pachá, y que le había preguntado si tenía papeles, y que no había contestado, porque no lo sabía.

Quince días después le llamó un coronel francés. Le habían enviado pliegos del Estado Mayor general en donde nombraban al señor Eugenio de Aviraneta jefe de escuadrón en disponibilidad, con mil pesetas de sueldo hasta que hubiera vacante.

Aburrido y desilusionado, fue don Eugenio a ver al judío Isaac Bonaffus. Este le preguntó qué pensaba hacer, y Aviraneta dijo que pensaba marcharse, y que le gustaría ir a Grecia.

Preguntó Aviraneta si había barcos para Grecia, y le contestó que con mucha frecuencia partían místicos y otras pequeñas embarcaciones con bandera inglesa.