SORPRESA DE MORALEJA
EL Empecinado y su Estado Mayor estaban alojados en una casa grande, separada del pueblo y rodeada de tapias.
Se pasó la noche con tranquilidad, y al comenzar el día se presentó una mañana de verano ardorosa y sofocante.
El Empecinado había pensado no emprender la marcha hasta la caída de la tarde.
Serían las diez próximamente cuando por el lado del pueblo comenzó un ligero tiroteo, que se convirtió en furiosas descargas.
—¿Pero qué pasa? —preguntó el Empecinado.
Unos soldados fugitivos, llenos de zozobra, contaron a don Juan Martín que la tropa que pernoctaba en Moraleja había sido sorprendida por el cura Merino.
Merino, con una fuerza de tres mil a cuatro mil infantes y con ochocientos caballos, marchando de noche y con el mayor sigilo, y dirigido por buenos guías, se había presentado a una legua de Moraleja en las primeras horas de la mañana.
Para despistar, había echado a andar delante de sus tropas varios rebaños que levantaban nubes de polvo.
Entre los liberales que estaban en la casa y los que habían venido se formó un pelotón de sesenta hombres. Don Juan y unos cuantos más, gente forzuda y fuerte, enarbolaron las lanzas, y el piquete salió al galope hacia el pueblo.
La entrada del Empecinado por el pueblo fue trágica. A lanzadas y sablazos, atropellando con los caballos, se abrieron paso.
—¡Viva la libertad! —gritaba Aviraneta, entusiasmado, levantando su sable en alto.
Como un aluvión se pasó Moraleja, y se siguió carretera adelante, hacia Hoyos. Los realistas, repuestos de la sorpresa, reunieron doscientos jinetes, que se lanzaron en persecución de los liberales.
Afortunadamente para estos, la mayoría de los caballos de los feotas estaban cansados de la jornada del día anterior, y no podían darles alcance.
En Hoyos, los realistas subieron al galope hasta la iglesia. Las herraduras de los caballos hacían ruido de campanas en las piedras.
Los liberales les hicieron una descarga cerrada, que mató a ocho o diez hombres.
Después de una hora de combate, los feotas se retiraron, dejando algunos muertos, quince o veinte heridos y otros tantos caballos, de los que se apoderaron los liberales.
El Empecinado, Aviraneta y el jefe de los nacionales de Hoyos conferenciaron. Era, indudablemente difícil defenderse en Hoyos con tan poca gente; podían meterse en la iglesia y atrincherarse allí, pero entonces se verían expuestos a un sitio.
El jefe de los nacionales consideraba más fácil defenderse en la próxima aldea de Trevejo, que, además de estar en un cerro, con una subida difícil, tenía la ventaja de que se podía avisar desde allí a San Martín de Trevejo, donde se hallaban refugiados algunos nacionales de los contornos.
Serían las cuatro y media de la tarde cuando salió de Hoyos Aviraneta con los milicianos, y aproximadamente las seis cuando daban frente a Trevejo.
Aviraneta pensó varias estratagemas para detener a los realistas; la mayoría tuvo que desechar, y, al último, se decidió por una.
A un cuarto de hora de Trebejo partía de la calzada un camino que escalaba un cerro y conducía a la aldea. A unos trescientos pasos de la bifurcación mandó clavar palos entre las ramas, puso encima los morriones de los nacionales, e hizo que se quedaran tres o cuatro allí. Después de hecho esto, fue colocando sus veinticinco hombres en un castañar próximo. Si los realistas tomaban por el camino de la aldea, él, con su gente, les atacaría por la espalda.
Pensando que don Juan Martín podría llegar ya oscuro, envió a uno de los nacionales a Trevejo para traer una cuerda gruesa de ocho o nueve varas.
El nacional volvió al poco rato con la cuerda, la ataron por una punta a un árbol de la calzada, del otro lado del castañar, a una altura de dos varas. La otra punta colgada por el suelo.
Se esperó bastante tiempo, y ya oscuro se notó que venía don Juan Martín. Llegaba perseguido muy de cerca. Los tres o cuatro milicianos apostados en el cerro dispararon varios tiros contra los perseguidores. Los feotas, despreciando el tiroteo, avanzaron con la esperanza de apoderarse del caudillo.
Pasaron los liberales y se acercaron a toda prisa los realistas.
Entonces Aviraneta, levantando la cuerda, la puso tensa, a una altura de un par de varas, y la ató al tronco de un grueso castaño.
—¡Atención! Cuando yo diga —murmuró Aviraneta.
Los jinetes realistas, que iban al galope, al llegar a tropezar con la cuerda tensa se sintieron lanzados al suelo con fuerza tremenda.
—¡Fuego! —dijo Aviraneta.
Sonó una descarga a quemarropa, y cayeron más de dos docenas de hombres al suelo.
Algunos valientes quisieron avanzar, y, como no veían la cuerda, fueron despedidos con violencia. Se les descerrajó una segunda descarga y una tercera.
El Empecinado había vuelto grupas, y se disponía a atacar a los perseguidores.
—No se puede pasar —le dijo Aviraneta.
—¿Por qué?
—Porque hay una cuerda.
—Cortadla.
La cortaron de un sablazo, y don Juan Martín y sus lanceros atacaron a los realistas, y les cogieron cerca de cincuenta caballos. El éxito de la escaramuza había producido gran entusiasmo.
—¡Viva el Empecinado! ¡Viva don Eugenio! —gritaron los soldados y los nacionales.
Don Juan Martín abrazó a su teniente y le prometió solicitar para él la cruz de San Fernando.
De Trevejo avanzaron a San Martín, y al día siguiente se dirigían a Ciudad Rodrigo.
El Empecinado, muy satisfecho de Aviraneta, en el parte que dio el 20 de junio le propuso para la cruz laureada de San Fernando, y, en uso de las facultades que le había concedido el ministro, le nombró capitán efectivo de caballería.
Era la segunda vez que le nombraban capitán a don Eugenio; pero ni en la primera vez ni en la segunda llegó a serlo de veras. Tenía poca suerte en la milicia.
Llegaron a Ciudad Rodrigo, y se comenzaron a organizar de nuevo las fuerzas de caballería, hasta reunir varios escuadrones.
De Ciudad Rodrigo se fueron a Coria, y de Coria se dirigieron a Cáceres, donde se entró con alguna dificultad. Se repusieron las autoridades, depuestas por el populacho sublevado, y se impuso la paz con bastante rapidez.
Cáceres fue dominado y quedó así hasta un día de octubre del año 23, en que se rebeló, y hubo un encuentro con las tropas del Empecinado, en el que se produjeron muchas víctimas.
Al final de junio, el Empecinado, al saber que Casteldosríus era el jefe militar de Extremadura, y que trabajaba en dominar el país y en meter en cintura a Badajoz, le envió a Aviraneta para que este desarrollara sus procedimientos.
Al llegar a Badajoz, don Eugenio se presentó a Casteldosríus, como enviado por el Empecinado, para ver de ponerse de acuerdo.
Casteldosríus le contestó que estaba deseando abandonar el cargo y que pensaba que de un día a otro tendría que dejarlo. El marqués explicó la situación anárquica en que se encontraba Badajoz.
—Estaba lo mismo Cáceres —replicó Aviraneta—, y lo hemos dominado a fuerza de paciencia.
Yo he hecho de alcalde, de jefe de Policía, y, por ahora, hay tranquilidad.
—¿Usted se encargaría aquí de hacer lo mismo?
—Sí; si usted lo autoriza.
El 6 de julio, Casteldosríus fue destituido y marchó destinado de cuartel a Barcelona.
Aviraneta, sin ser conocido de nadie, ejerció durante algunos días la dictadura.
Toda esta labor era inútil; el pueblo, hostil, a la mejor ocasión había de echar por tierra a sus dictadores.
Al cabo de pocos días recibió Aviraneta un oficio en donde se le decía que había sido designado por la Junta de Oficiales y Jefes para que fuera a Cádiz a avistarse con el Gobierno y le expusiera la situación de Extremadura y de Castilla y pidiera instrucciones acerca de la conducta que debía seguirse en lo sucesivo.
Contestó que no tenía dinero, y a los dos días llegaba a Badajoz un sargento y le entregaba una bolsa con veinte onzas, moneda suelta y un sobre con documentos.
Comenzó los preparativos para el viaje. Compró una chaqueta y un pantalón ordinarios, de aldeano, una faja y un sombrero. Luego quitó a la chaqueta los botones y los sustituyó con onzas de oro forradas de tela. En el chaleco puso monedas de cinco duros. El dinero sobrante, menos unas pesetas para el camino, hizo que se lo girasen a Mértola, en Portugal.
Los oficios en donde figuraba su nombre se los aprendió de memoria y los rompió. Los que no se le citaba, los envolvió, los metió en un bote que llenó de tierra y los envió a Mértola, como si fuera una mercancía.
Unas veces en coche, otras en carro, pasó por Villaviciosa, llegó hasta Béjar y de aquí fue a Mértola.
Recogió en casa de un comerciante liberal su bote con los documentos y lo volvió a reexpedir a Castro Marín.
Camino de Castro Marín cayó en manos de unos realistas portugueses. Eran muchos para luchar con ellos y tuvo que entregarse.
Después de una noche pasada atado a un árbol, a media mañana, rodeado de los portugueses, rendido y febril, fue entregado a una partida de feotas españoles que vigilaban la frontera.
El aire de estupor febril de Aviraneta hizo creer al andaluz jefe de los realistas que el preso era un pobre infeliz, casi idiota.
—Realmente —murmuró el andaluz—, a este desdichado es una tontería prenderlo; pero, en fin, le llevaremos a Sevilla con los demás y allí ya verán lo que hacen con él.
Durmieron los presos los días posteriores en las cárceles de Gibraleón, Niebla, Palma, Sanlúcar la Mayor, y al quinto día entraron en Sevilla.