LOS SARGENTOS DE LA ROCHELA
EL verano del mismo año todo el mundo tenía la evidencia de que el Gobierno liberal acababa. En esto se supo en España lo ocurrido el 7 de julio en Madrid. El Empecinado y Aviraneta se hallaban en Sigüenza y decidieron marchar a la capital unos días. Aviraneta fue a Aranda a ver a su madre, y a principios de agosto llegaba a Madrid. A los pocos días recibió la visita del Empecinado. Quería don Juan Martín escribir a don Evaristo San Miguel, alma del nuevo Ministerio, ofreciéndose.
Escribió a San Miguel, y el ministro contestó citándole a su secretaría.
San Miguel, como todos los militares de carrera, no era amigo de los guerrilleros; pero hacía una excepción en favor del Empecinado.
Don Evaristo, al ofrecimiento del Empecinado hecho por Aviraneta, respondió:
—Puesto que vienen ustedes ambos a ofrecer sus servicios al Ministerio representado por mí en este momento, separaré los miembros de la sociedad Empecinado-Aviraneta y a cada uno de ustedes daré una misión aparte. A usted, don Juan Martín —añadió don Evaristo—, le enviaremos a Aragón y a Castilla a luchar contra los facciosos. Usted, Aviraneta, ¿quiere ir a París?
Bueno, ¿qué hay que hacer?
—Se pondrá usted al habla con los liberales de allá y nos dirá si el Gobierno francés piensa seriamente en la intervención.
Aviraneta se dirigió a París. Vio allí primeramente a González Arnao, quien le dijo que el delegado de la Regencia de Urgel, Martín Balmaseda, estaba en París con pliegos para la familia real.
Había tenido una consulta con el conde de Artois y con los duques de Berry y de Angulema.
Ugarte andaba por París intrigando y concurría a los centros absolutistas franceses; estaba en correspondencia en Madrid con Miñano, Corpas y con los amigos de Martínez de la Rosa.
La mayoría de la gente de posición en París era hostil a los españoles, y creían que de un día a otro iban a colgar al rey y a su familia.
Había por entonces, como siempre, una colonia de españoles, llegada allí como restos de los naufragios a las playas.
Estos náufragos habían echado su ancla en algunos de los negros callejones de la gran ciudad.
De pronto, un día cambiaba el Gobierno de Madrid y se encontraban invitados a cenar en un palacio, y poco después eran nombrados para ocupar un alto cargo en España o en Cuba.
Aviraneta se reunía con algunos de ellos. Frecuentaban el café Ambrosie, del bulevar Montmartre, y varias veces solía comer en un restaurante de la calle Des Petits Champs.
Aviraneta no descuidó el presentarse en el Gran Oriente masónico del rito escocés. Tuvo que pasar por todas las clásicas ceremonias, un poco cómicas, de la masonería.
Después de estas mojigangas supo que en la logia estaba lo más ilustre de Francia: Lamarque, Raspail, Aragó, Lafitte, Armand Carrel.
Como en París no había hostilidad entre masones y carbonarios, Aviraneta se presentó en la Venta Carbonaria, y fue desde entonces uno de los Buenos Primos.
En la Venta Carbonaria conoció a Cugnet de Montarlot, fundador de sociedades secretas en Francia y autor de una supuesta conspiración tramada en Zaragoza. Cugnet había ideado el plan de tomar Zaragoza con cuatrocientos hombres de infantería y cien de a caballo y proclamar la República. Cugnet fue a Madrid, volvió a Zaragoza, habló a todo el mundo de sus proyectos, y en esto el jefe político Moreda le mandó prender.
Aviraneta escribió varias cartas al ministro don Evaristo San Miguel, dándole cuenta de sus observaciones.
En estas cartas le explicaba todo lo que se tramaba en París.
Se enteró que se proyectaba organizar una legión francesa en Zaragoza y una legión inglesa en Galicia para defender la Constitución española; las tropas francesas estarían mandadas por los generales Gourgaud, Carnot y Lallemand, y las inglesas por sir Robert Wilson; también le decía que el italiano Pepé, con su gente, se pondría al servicio del Gobierno.
Todo esto era muy poco eficaz, y Aviraneta se convenció pronto de que no había nada serio organizado en París, y que todo se reducía a… se dice…
Aviraneta había aplazado la marcha a España al recibir aviso de la Alta Venta Carbonaria, de París, para que se quedara.
Iban a ejecutar a los cuatro sargentos de La Rochela, y el Comité director necesitaba todos los hombres de buena voluntad para intentar salvarlos.
Se había pensado en sobornar al encargado de su custodia, y este pedía sesenta mil francos.
Al saberlo se inició una suscripción, que encabezó Lafayette; se reunieron los sesenta mil francos, y en el momento mismo en que los agentes carbonarios entregaban el dinero al vigilante de la cárcel fueron sorprendidos por la policía. Entonces el Comité director decidió salvar a los sargentos a viva fuerza cuando los llevaran al patíbulo. Aviraneta fue invitado a marchar en el grupo con el barón Fabvier, jefe de la intentona.
Don Eugenio se presentó armado con dos pistolas y un bastón de estoque a la hora de la cita y formó en el Estado Mayor de Fabvier. Al amanecer salió la carreta del muelle del Reloj, y, atravesando el río, tomó la dirección hacia la plaza de la Greve, seguida de una enorme masa compacta.
Los condenados miraban con anhelo aquella multitud, de la que esperaban la salvación. Los cuatro sargentos eran jóvenes. Se decía que el mayor no tenía más de veinticinco años.
Empujando a derecha e izquierda, metiendo los codos entre la masa, los treinta o cuarenta hombres dirigidos por el barón se acercaron a la carreta. Intentaron luego aproximarse a ella; fue imposible.
—Estamos perdidos —murmuró Fabvier con angustia—; han tomado sus disposiciones mejor que nosotros. Vamos a ver si reunimos toda nuestra gente en la plaza de la Gréve, y atacamos allá.
Todos continuaron hacia la plaza. Fabvier se quedó solo con Aviraneta, marchando ambos detrás de la comitiva.
El cortejo de los condenados iba avanzando y acercándose al lugar de la ejecución. Sobre las cabezas de la multitud se veía la guillotina y la cuchilla, que brillaba pálidamente a la luz de la mañana.
En el punto indicado por el barón, los afiliados se agrupaban hasta setenta u ochenta hombres de la Venta Carbonaria. Los demás habían desaparecido. Fabvier y Aviraneta se unieron a ellos.
En esto, a lo lejos, se oyeron rumores y gritos: «¡Viva la Carta!». «¡Viva la República!». Hubo algún movimiento entre la tropa.
Fabvier miró a los suyos.
—¿Estamos? —dijo—. ¡Adelante!
Aviraneta desenvainó el estoque, dispuesto a abalanzarse sobre la tropa.
La gendarmería de a caballo se había dado cuenta del movimiento, y se lanzó sobre los carbonarios. No hubo manera de resistir. El grupo quedo deshecho.
Aviraneta se encontró desarmado y solo.
—¿Qué hace usted aquí? —le dijo un guardia.
—Soy extranjero. He venido por curiosidad.
—Bueno. Vamos, vamos. A su casa.
Aviraneta avanzó por un puente. Un sol descolorido iluminaba las buhardillas de la orilla izquierda del río.