EL TIRANO DE ARANDA DE DUERO
ERAN las doce de la mañana de un día de fiesta del año 1820. Comenzaba el mes de julio; hacía calor. Los arcos de la plaza de Aranda de Duero rebosaban gente. En esto se produjo un movimiento de ansiedad en los paseantes de la Acera al ver al pregonero rodeado de su acompañamiento de chiquillos.
El pregonero se detuvo cerca de los soportales y comenzó a tocar el tambor. Tras el redoble sacó un papel.
«El alcalde corregidor de la villa de Aranda de Duero: Hago saber». Aquí el pregonero hizo un redoble pintoresco y comenzó la lectura. El alcalde quería que se le diera cuenta de quién entraba y salía del pueblo y que todos los que tuvieran armas en sus casas las presentaran, bajo multa de cinco ducados, en el término de veinticuatro horas, en la casa de don Eugenio de Aviraneta, regidor primero y subteniente de la Milicia Nacional de la villa de Aranda de Duero.
—El señor Aviraneta es el amo del pueblo; el señor Aviraneta es el tirano de Aranda, y nosotros, como borreguitos, nos dejamos mandar. ¡Parece mentira! —así decían unos jóvenes paseantes a un grupo de damiselas.
En esto salieron del arco del Ayuntamiento y aparecieron en la acera dos oficiales de la Milicia Nacional, llevando en medio al regidor.
El regidor era pequeño, rubio, de nariz larga, la mirada atravesada y dura y los ojos azules. Llevaba casaca oscura de color castaño, con cuello de terciopelo de corte militar, medias negras de seda, pantalón de nanquín y chaleco rojo a lo Robespierre, sombrero redondo y el mentón desaparecía dentro de la corbata, de varias vueltas.
Andaba muy tieso, muy firme, con la mano derecha puesta en la abertura del chaleco, en actitud napoleónica.
—¡Aviraneta! ¡Aviraneta! —dijo la gente al verle.
—Tiene cara de masón —murmuró una vieja.
—De masón y de judío —añadió otra.
—Y es bizco…
—Para que sea bueno. ¡Bizco y rojo!…
Aviraneta unía al cargo de regidor primero el de subteniente de uno de los tercios de que se componía la tropa de caballería. Además, era el presidente de la logia masónica. Se ocupaba sin descanso de los asuntos de la Milicia Nacional, resolvía las dificultades y escribía las proclamas con recuerdos de Roma y de los comuneros de Castilla.
Los ex guerrilleros del tercio de Aviraneta eran, entre los milicianos, los más aguerridos y fieros. Meses después de haber sido nombrado teniente de la Milicia voluntaria de caballería y regidor primero de Aranda de Duero, designaron a Aviraneta para comisionado del Crédito Público.
Con estos tres destinos don Eugenio era el amo del pueblo.
Este último nombramiento alarmó a los clericales.
Aviraneta, a pesar de que vio desde el principio la hostilidad popular, no retrocedió; siguió trabajando con entusiasmo en sus inventarios. Con su letra española, clara y puntiaguda, de finos gavilanes, estilo Iturzaeta, escribió folio tras folio, día y noche, sin cesar.
Al principio vivía con su madre y con una criada vieja de Irún; luego se separó de ellas por muchas razones. La primera y más importante, porque temía que sus enemigos pudiesen vengar en su madre las ofensas que supusieran haberles inferido él.
Por eso echó a volar la especie de que la buena señora estaba muy incomodada con su conducta.
—¡Qué desgracia la de esa señora, tener un hijo así! —se decía en Aranda.
Al mismo tiempo que su madre hacía amistades, él se había relacionado con la familia de un juez que vivía en la misma plaza.
Don Eugenio y el juez charlaban largamente y se entendían bien. El regidor tenía gran facundia y no dejaba languidecer la conversación.
Le gustaba sentarse en el comedor de la casa de su amigo y burlarse de todo el mundo. El Ayuntamiento, la Milicia Nacional, las modas, las murmuraciones del pueblo le proporcionaban tema inagotable para sus burlas.
Además, intrigaba, iba, venía; se le solía ver esperando con impaciencia las galeras que llegaban con el correo desde Irún y Madrid…
Una mañana de mediados de julio, poco antes de la hora de comer, estaba don Eugenio en su despacho del Ayuntamiento cuando se presentó un correo de Burgos con un pliego.
En este oficio le decían que, en vista de su ardiente adhesión al régimen constitucional y de su celo y amor por el bien público, deseaba el gobernador de Burgos encargarle una misión en servicio de la provincia y de la patria.
Una hora después, cuatro jinetes en briosos corceles marchaban al trote largo por el camino de Lerma.
La conferencia con el gobernador fue rápida. Tenía datos para creer que varios absolutistas de Madrid habían recorrido la provincia repartiendo dinero, preparando un alzamiento en la sierra contra el Gobierno constitucional. Había varias partidas. El primer tanteo en la provincia había sido la partida del cura Barrio en la sierra de Quintanar.
Al gobernador le enteraron de que Aviraneta había sido guerrillero con Merino y que conocía la sierra palmo a palmo, que tenía relaciones en ella y que si le daban medios acabaría con la facción.
Aviraneta pidió un escuadrón de caballería con buenos jinetes, formando tres pequeñas columnas, que las mandarían dos amigos suyos y él mismo.
Al día siguiente, al amanecer, el escuadrón entero marchaba a Covarrubias. Allí se dividieron en tres partidas.
Cuatro días después de llegar a Santo Domingo de Silos hubo vagos indicios de que un emisario del cura Barrio se encontraba en Tordueles. Inmediatamente se dio orden a la partida de montar; llegaron a medianoche a la aldea con la consigna de no dejar escapar a una mosca.
Aviraneta había subido al primer piso de la posada, a un cuarto desmantelado, y mandó llamar al alcalde. Allí se dedicó a hacer interrogatorios, y después de declarar varios vecinos se convenció de que el pájaro había volado.
Al mismo tiempo que esto ocurría en la posada, un bulto negro había intentado salir del pueblo y cruzar por entre los soldados de caballería.
—Dese usted preso —le dijeron, y cuatro manos le sujetaron.
—Preso, ¿por qué?
Los soldados no consideraron necesario dar explicaciones.
Los dos, con el hombre en medio, entraron en el pueblo, llegaron a la posada, subieron las escaleras y pasaron al cuarto donde Aviraneta, sentado a la mesa con el sombrero calado, tomaba una taza de chocolate. Un candil humeante iluminaba la estancia.
—¿Da usía su permiso? —dijeron los soldados.
—Adelante. ¿Qué ocurre?
—Que traemos un preso.
—¡Cristo! —exclamó Aviraneta, levantándose lleno de asombro—. ¡El cura Merino!
—El mismo soy. ¿Qué me quieren?
—Vigilad la puerta —dijo Aviraneta a los soldados—. Que este hombre no se escape.
Los soldados se agolparon en la puerta. Aviraneta apagó el candil y luego se sentó. Entraba ya la luz de la mañana.
El cura Merino no conoció al principio a su antiguo teniente. Cuando le conoció quiso disculparse; pero Aviraneta le habló con energía. Le dijo:
—Si yo tuviera un poco de poder, antes de cinco minutos estaría usted fusilado.
Don Jerónimo Merino hizo de tripas corazón y se calló al verse cogido en el lazo.
Aparejaron un carricoche.
—Don Jerónimo, a montar —dijo Aviraneta al cura.
El cura Merino, bramando de coraje, salió del cuarto, bajó la escalera, cruzó el zaguán de la posada y subió al vehículo.
La escolta, mandada por un sargento, rodeó al coche, que tomó el camino de Lerma.
Merino fue puesto en libertad por las autoridades superiores.
Durante el invierno, Aviraneta siguió su vida habitual, trabajando mucho en sus tres cargos en Aranda.
El cura Merino volvió poco después a salir al campo con sus realistas.
El jefe político de Burgos, don Joaquín Escario, conferenció un día con Aviraneta para comenzar la nueva campaña que había que emprender contra el cura Merino. Las fuerzas dispuestas eran ya considerables: dos batallones de infantería y dos escuadrones de caballería. El jefe político no podía entregar el mando a Aviraneta; así que tendría que ir como delegado del Gobierno con los comandantes Osorio y Suero.
Vaciló Aviraneta en aceptar cargo tan subalterno; pero al asegurarle el jefe político que el Gobierno había despachado una orden al Empecinado para que tomase el mando de las tropas de la provincia, aceptó.
Se decidió formar una compañía volante, dirigida por él, que haría el servicio de información.
A la medianoche del 29 al 30 de abril salía la columna del Empecinado para Covarrubias, precedida de la patrulla exploradora de Aviraneta.
No consiguieron que el cura cayera en ninguna trampa. Conocía el terreno como nadie y contaba con el paisanaje.
Tras de esta campaña contra Merino, Aviraneta dejó el ejército y volvió a Aranda de Duero, a seguir en sus cargos de regidor, subteniente y comisionado del Crédito Público. Era la primavera de 1821.
Unos días después tomaba Aviraneta la diligencia para Madrid.
Muchas veces decidió ocuparse únicamente de sus asuntos personales. Pensaba así responder al olvido en que le tenía la gente de Madrid.
Había trabajado tanto como el que más por el triunfo de la Constitución y de la libertad; expuesto su vida, empleado parte de su dinero, acudido siempre al primer llamamiento, y, a pesar de esto, nadie se acordaba de su persona.[4]
Aviraneta encontraba la hostilidad siempre en todas partes; sus trabajos, sus esfuerzos, su desinterés no se apreciaban, no tenían valor. Las recompensas saltaban al llegar a él. Se hubiera creído que alguien tenía la constante intención de anularle, de achicarle.
Aviraneta quiso durante algún tiempo tomar el pulso a Madrid y ver si de la baraúnda de opiniones de unos y de otros se sacaba algo en limpio. Pronto pudo ver que no se sacaba nada.
La revolución española era como un carro pesado tirado por mariposas: no podía avanzar.
A principios de 1822, el país marchaba muy mal; la guerra civil reinaba en todas partes. En Cataluña, Navarra y Castilla se levantaban partidas.
Merino no salía de su escondrijo, pero se movían sus secuaces.